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18 junio 2008

RÉQUIEM POR LA TIENDA DEL PUEBLO

La época contemporánea se caracteriza por el derrumbe de todo tipo de barreras. Ya se trate del muro de Berlín, la apertura de la China maoista o la construcción de la Unión Europea, tal parece que nada escapa al torbellino de la llamada mundialización. Los países articulan alianzas y las empresas se funden unas con otras para lograr sobrevivir en un mundo que se ha hecho más competitivo. El panorama descrito se aprecia al mirar al planeta con lentes macroeconómicos, pero si cambiamos de lupa para observar lo que acaece en nuestros poblados, y nos preocupamos por constatar cómo esas visiones generales se expresan en nuestra cotidianidad, entonces aparecen facetas que expresan las consecuencias de esos cambios macroeconómicos para la vida del hombre de la calle. Por ese motivo es importante analizar cómo evoluciona nuestra sociedad en el día a día de la gente y las transformaciones que sufren las instituciones sociales que históricamente han satisfecho necesidades apremiantes. Uno de estos casos corresponde a la llamada “tienda”, porque en los tiempos actuales ya no parece tan certero el viejo adagio popular que sentenciaba: “El que tiene tienda que la atienda, sino que la venda”. Veamos este asunto como una tarea propia del quehacer de la microsociología istmeña.
1. Teoría de la tienda. En nuestro país le llamamos tienda al lugar en donde la gente acude para comprar los artículos básicos de consumo, aunque también le conocemos como abarrotería. Para la Real Academia Española de La Lengua la tienda se define como “la casa, puesto o lugar donde se venden al público artículos de comercio al por menor”. En otros países le denominan a esa institución de servicio público “abasto”, “pulpería”, etc. El nombre es lo de menos, porque en el fondo se trata de una institución socioeconómica que se comporta como un producto social y que como tal ha vestido el ropaje que las circunstancias le han permitido. La tienda o como le deseemos llamar, ha sobrevivido a diversos sistemas socioeconómicos y en nuestra América Morena algo de ella ya venía como polizón en la bodega de los galeones peninsulares. Pues bien, al instaurarse en los campos y poblados, al frente de esa entidad económica y social apareció un personaje popular que la gente denominó “el tiendero”. Aquí lo importante es comprender que su existencia refleja algún grado de racionalidad económica, porque en la división social del trabajo alguien tiene que especializarse como ente del sector terciario. Por eso el dueño de la tienda es en el fondo un intermediario, alguien que deriva su sustento ubicado en la cadena de la comercialización, entre el productor y el consumidor.
La institución funciona como un escaparate comercial de compra y venta. El radio de influencia de la tienda no es grande y generalmente se circunscribe a la aldea o, en otro caso, a la barriada en la que está inserta. Este vínculo con la comunidad es tan poderoso que los parroquianos la sienten como algo consustancial a ellos, por cuanto ha estado presente durante todo su ciclo vital. Precisamente este hecho ha hecho de la figura del “tiendero” un personaje singular. Éste, dada su ascendencia sobre el resto de la población, inevitablemente vino a constituirse en un agente social que concentró en su persona no sólo un liderazgo comunitario, sino un poder económico y político. Importante resulta dejar constancia aquí de la naturaleza de ese poder, porque muchas veces la tienda fue la expresión de quienes detentaban la hegemonía del poblado, a saber, el ganadero, el sacerdote o un burócrata empedernido. Por eso en algunos casos la tienda vino a ser la prolongación de tales intereses. En otro momento se constituyó en un espacio económico que se abrió para aquellos paisanos que surgieron en la base de la pirámide social y que por algún motivo aprendieron ese oficio en la zona de tránsito. Este es el origen social del llamado “quiosco”, que no es otra cosa que una tienda que intenta constituirse como tal y que con su actividad pretende retar la hegemonía de una tienda reconocida.
2. La tienda y su mundo. Tanto en el campo como en la ciudad, la tienda ha formado parte del paisaje, en las zonas interioranas llegó a constituirse en un oasis económico y social que se divisaba en la distancia cuando a caballo o a pie, la divisaba el cansado caminante o el intrépido jinete. En el campo la tienda se vistió de ruralidad y fue más que una institución económica y que un eslabón de la cadena de comercialización. Ella fue un sitio de encuentro, un lugar de recreo e incluso de intercambio de “noticias” comunitarias, así como una informal bolsa de empleo.
En efecto,, ha sido típico de la tiende interiorana el que en torno a ella se congreguen los parroquianos para conversar, saborear “duros”, degustar una chicha o soda, comentar el último bochinche pueblerino o acudir a ella para ofertar la fuerza laboral a alguien que necesite de un ordeñador extra, un peón para la construcción de una casa o necesite reparar una cerca del potrero. En la tienda antes se escuchaba radio, pero hoy se ve televisión y los muchachos que se pretenden se cobijan bajo su alero protector bajo el pretexto de que están haciendo un “mandado”.
El papel sociológico de la tienda mucho tuvo que ver con la peculiar estructura organizativa que la distinguía. Porque generalmente se trataba de un lugar, que al mismo tiempo que era la residencia del propietario, en el se atendía a la población desde un mostrador que separaba el área pública de la zona en la que se desempeñaba el “tiendero”. Esta distribución de los espacios es muy importante para comprender la dinámica social del lugar de expendio, porque implica tácitamente que el cliente tiene que ser atendido por separado, lo que colocaba a este último en una situación privilegiada con respeto al resto de la gente que esperaba ser atendida. El dependiente y el cliente tienen que verse cara a cara. Precisamente de este original sistema de mercadeo se deriva la peculiar calidez de la tienda; esa sensación de intimidad y de atención personalizada que tanto se extraña en las relaciones comerciales de la época contemporánea. Todo ello se reforzaba por la misma naturaleza social de la comunidad en la que desempeña su papel social la unidad de expendio que comentamos. La misma naturaleza de la tienda fundamenta y refuerza las relaciones de tipo comunitarias, en la que los vínculos de socialización son de tipo primario.
Es evidente que el modelo de la tienda responde a un esquema organizativo que está casado con un determinado tipo de sociedad. Hablamos de una formación social rural tradicional e incluso propia para ciudades con barriadas que aún, hacia los años setenta del Siglo XX, mantenían estrechos vínculos de amistad y familiaridad. Por eso el crédito tenía sentido en este tipo de comercio, porque quien solicitaba “algo fiado” no era un extraño para quien lo confería. Dentro de una telaraña social como la aludida, el cliente no era un ser frío y lejano, era también alguien que le permitía al “tiendero” formar parte de esa relación económico y social. De alguna manera esos vínculos sociales iban del hogar a la tienda y de ésta a la familia. Por eso la antigua “ñapa” no era tan sólo un señuelo comercial del propietario del negocio, era un testimonio que fortalecía los nexos con los más jóvenes.
3. La llegada de los supermercados. El mundo de la tienda tiene nombre y apellido, respondió a una etapa social en la que el país montaba a caballo entre la herencia de la Colonia, la integración de los espacios rurales y el mundo del libre mercado. En Panamá este período adquiere fuerza en pleno Siglo XX, en especial en los primeros dos tercios de la centuria. Ese mundo de cambio social acelerado abarcó no sólo la estructura de la tienda, impactó profundamente la cultura del panameño en sus diversas manifestaciones: lenguaje, bailes, música, hábitos y costumbres. En ese torbellino de transformaciones la tienda comienza a ser herida de muerte en la década de los setenta. Antes, entre los años cuarenta y setenta, en el campo y la ciudad adquiere una expansión sin precedentes. Diríamos que es la época de oro de la cultura de la tienda. En el éxito de su expansión nacional mucho tuvieron que ver los flujos migratorios campo – ciudad que se incrementaron desde los años cuarenta de la vigésima centuria. Por ejemplo, no es casual que en ese período la “tienda santeña” pulule en la Ciudad Capital (San Felipe y Santa Ana), así como en San Miguelito y áreas aledañas. El santeño no sólo lleva a la ciudad su rica cultura vernácula, encuentra en la tienda el remedo de su minifundio, porque piensa que tanto éste como aquella le permiten ser fiel a un esquema cultural que le garantiza su independencia económica, el asegura la posesión de su pequeña propiedad privada, su “pedacito de tierra”.
A partir de los años ochenta el capital económico se extiende con mayor fuerza por la geografía nacional, la facilidad del crédito y el poder económico instaura con mayor ímpetu los llamados supermercados. Sin embargo, el arribo de los mismos no sólo establece otra forma de hacer negocio, sino que dinamiza otro tipo de cultura económico. El llamado “super” tiene un manejo científico de los inventarios y su racionalidad representa una ruptura con la figura bonachona del “tiendero”. En ellos se hecha a un lado el mostrador pueblerino, se instaura la formalidad del “carrito” para las compras e instala sus cajas registradoras con cajeras que están pendientes del “código de barras”. Ahora ya no se pregunta por la suerte de la familia, sino por la forma como se hará el pago: en efectivo o con dinero plástico.
4. Réquiem por la tienda. Al analizar la tienda como fenómeno sociológico inevitablemente uno se pregunta hacia donde la va la tienda y qué se hizo ese emblema de nuestra identidad. Porque es evidente que se ha producido una transformación de su esquema original. El primer síntoma de esa evolución fue el surgimiento del “quiosco”, al que le siguió el “minisuper”, asumiendo éste una posición intermedia entre la tienda clásica y el llamado supermercado. De hecho las tiendas han dejado de ser tales para adoptar esta forma híbrida. En esta transformación se observa el abandono por parte del interiorano de la memorable tienda que ha pasado en su mayoría a ser propietaria de los asiáticos, siendo éstos últimos los que ha creado una cadena de comercialización que compite con el típico supermercado. Por eso el panameño habla ahora de “la tienda del chino”.
Así las cosas, este escrito podría ser casi un epitafio a la tienda y Doña Comercialización debería presidir este entierro. La tienda va siendo pues, otra reliquia del ayer, por eso un sociólogo escribe sobre ella y por allí aparecerán los folclorólogos y antropólogos interesados en analizar la cuestión social de la tienda. Réquiem in paz. La tienda ha muerto, ¡viva la tienda!.


Foto: Tienda de Teodolinda Zarzavilla, Guararé, a inicios del Siglo XX

15 junio 2008

NANO CÓRDOBA, EL ACORDEONISTA DEL FESTIVAL

Al estudioso que se adentra en el análisis de la identidad cultural del panameño, inevitablemente salen a relucirle algunos nombres del mundillo académico istmeño. Esto es comprensible, porque la cultura nacional encuentra en el académico al profesional que la comprende, la hace suya y posee la versatilidad para plasmarla sobre el lienzo, el pentagrama o la maravilla del libro. Y es que el intelectual tiene el mérito de observar los hechos y contextualizarlos en el marco de una teoría que permite comprender los resortes que subyacen en la cultura popular. Sin embargo, el auténtico soporte de la identidad nacional encuentra su verdadero protagonista en el hombre folk. Me refiero al panameño que, como digno representante de la cultura popular, actúa sin esperar recompensas pecuniarias, no espera reconocimientos por sus ejecutorias y tampoco es dado a frases altisonantes y rimbombantes. En fin, el hombre folk asume y encarna el quehacer social con el que se construye la panameñidad.
Poco se ha dicho sobre este último grupo de extracción popular, mucho se ha abusado de él y no siempre se le ha valorado. Con ellos la sociedad istmeña está en mora y sus aportes deberían ser adecuadamente justipreciados. Precisamente para hacer justicia a uno de ellos hace poco visité y dialogué, en la comunidad de El Jobo de Guararé, con un panameño que es un vivo ejemplo de amor a su tierra y a las tradiciones vernáculas. Allí encontré a Nano Córdoba, el acordeonista del Festival Nacional de La Mejorana.
1. En la casa del compositor e intérprete. Eran aproximadamente las 5:00 horas de la tarde del domingo 10 de julio del 2005, cuando el auto se detuvo frente a la casa de Nano Córdoba Espino. Allí me recibió junto a su esposa, Doña Carmen Cedeño Osorio, que a esa hora reposaba tranquila sobre su taburete. Muy cerca se escuchaba el gorjeo de los ruiseñores y en la distancia se divisaba la figura egregia de la Escuela Juana Vernaza, centro de estudio que luce orgulloso sus lunares pétreos. Luego de los típicos saludos protocolares, conversamos sobre los aspectos más significativos de una vida como la de él, dedicada a la música y al engrandecimiento de la cultura popular. Lo que sigue es el producto de ese encuentro con un hombre que habla con fluidez y que para la ocasión luce sobre sus sienes el símbolo de su santeñismo: el sobrero “pintao”.
2. Aproximación biográfica. En Guararé todo el mundo conoce a Nano Córdoba, pero olvidan que su verdadero nombre es Victorino Antonio Córdoba Espino, nacido el 14 de junio de 1933, del hogar formado por Victorino de Jesús Córdoba Sánchez y María de Las Mercedes Espino. El amigo Nano ha cumplido 72 años y aún mantiene la alegría y el entusiasmo que caracteriza al hombre de la tierra del Canajagua. Tal aserto podrían confirmarlo con propiedad sus progenitores, pero también Irene Vargas, la comadrona guarareña que muchos conocieron como “Mama Irene” y a quien le correspondió atender el parto. Como era de esperar, porque así era antaño, a los siete años ingresó en la escuela del pueblo y allí recibió su certificado del centro de enseñanza primaria. Hasta allí llegó su educación formal en una época cuando la oferta escolar no abundada por las provincias interioranas. Tiempos cuando no existían colegios secundarios, las extensiones universitarias eran una realidad inexistente, pero en el hogar Córdoba - Espino, como en tantas otras familias santeñas, los valores sociales eran un tesoro que se veneraba. ¡Y cuanta falta nos hace aún, en este tiempo de Internet y hombre light, ese humanismo encutarrao!
3. “Hijo de tigre nace pintao”. Dicen que los seres humanos somos el producto del entorno en el que crecemos, así como de nuestra carga genética. Si ello es cierto, Nano Córdoba ejemplifica lo planteado. Crece en un pueblo impregnado de tradiciones y al lado de gente que ama la música. Su padre fue guitarrista y su tío, Artemio Córdoba, formó parte de la pléyade de compositores que marcaron profundamente la música popular panameña de los primeros dos tercios del Siglo XX. Por eso a los diez años Nano ya tocaba la guitarra y con los años se vinculó con otros guarareños que se agitaban en iguales menesteres. Tiempo de compositores de décimas y ejecutantes de guitarra, mejorana y violín como Arcelio “Chemo” Villarreal y diestros del tambor al estilo de Gumersindo Díaz. Muchos años después su vocación le llevó a conocer e intimar con otra gloria guarareña, Manuel Fernando Zárate, zapador de las investigaciones folclóricas del Istmo.
En 1951, aproximadamente, su inquietud musical le permitió ejecutar el acordeón y en el año siguiente compró el primer ejemplar del instrumento. Al poco tiempo ya interpreta una melodía llamada “Casi casi”, pieza que para aquella época se le escuchaba a las orquestas famosas. Atraído por el hechizo musical del acordeón, Nano compuso “Sufrimiento”; interpretación con la que inaugura su incursión por el mundo de los fuelles y pitos. Con posterioridad aparecen “Tu vida y la mía”, “A la niña Mary”, “A parrandear muchachos”, “Transporte Moreno”, “Canto a la vida”, “Gocemos las navidades”, “Mirín Díaz”, “Canto al niño”, “Mano de Piedra Durán”. etc. Dice Don Nano que en algún momento hasta llegó a ser, ocasionalmente, el “churuquero” del Conjunto Plumas Negras de Rogelio “Gelo” Córdoba.
A propósito, la primera agrupación de Don Nano se llamó “Palma Soriano”, nombre que surgió de la inquietud de “Beby” Jiménez, un recordado y jocoso empresario guarareño, que así lo denominó en un Festival de La Mejorana, porque estaba en boga una gustada interpretación que se refería a un municipio de la cubana Provincia de Oriente y que cantara el recordado “Bárbaro del Ritmo”, Benny Moré. El “Palma Soriano” estuvo integrado por Emigdio Samaniego (timbalero), Natalio Espino (tumba), Viterbo Espino (churuquero) y Alfonso “Foncho” Díaz (guitarrista). El segundo grupo musical de Nano Córdoba surgió en la Ciudad Capital, cuando el músico residió en la urbe panameña, y le llamó “Conjunto Guararé”. Para esa década, años sesenta, la experiencia acumulada le permitió ganar dos veces (1961 y 1963) el Concurso Rogelio “Gelo” Córdoba, certamen del que también ha sido jurado calificador. A partir de allí el último de los conjuntos fue “Canajagua azul”, por el que desfilaron voces femeninas como Denis Pérez, Leonidas Moreno, Peregrina Frías y Carmen Cedeño. Este conjunto se mantuvo hasta inicio de los años ochenta del Siglo XX.
Nótese que en la vida musical de Nano se pueden distinguir dos fases. La primera comprende las tres décadas que transcurren desde los años cincuenta hasta 1980. En este momento, como hemos visto, el santeño forma las agrupaciones con las que interpretar la música de acordeón. La segunda fase podríamos llamarla de docencia musical y está marcada por su empeño en servir de soporte a conjuntos típicos como el de la Escuela Juana Vernaza y el Primer Ciclo Secundario de Guararé, actualmente denominado Colegio Francisco Castillero Carrión. Esta última etapa de su vida musical se extiende desde el arriba indicado (1980) hasta la actualidad. Sin embargo, entre ambas fases existe una actividad que las vincula; me refiero al empeñó de Don Nano en apoyar al Festival Nacional de La Mejorana. Porque hay que decir que siempre que Guararé y el Festival han necesitado de un acordeonista para sus eventos, invariablemente allí ha estado Nano Córdoba. Por eso podría decirse que Nano es, por antonomasia, el acordeonista del Festival.
Finalmente dejemos constancia escrita sobre una labor que le vincula estrechamente a su vocación musical. Me refiero a que en los últimos años el compositor también se dedica al afinamiento de acordeones. Al inquirirle sobre el tópico se sonríe y contesta con la agudeza de pensamiento que caracteriza a nuestra gente de campo: “Como decía mi abuelo, pa’ aprendé a capá hay que sacá huevo”. Así comprendí que un día él decidió ver cómo funcionaba el acordeón, lo abrió y desde entonces, ocasionalmente, afina el instrumento.
4. Significado de una vida. La existencia consagrada a la lid del folclor convierte a Victorino Antonio Córdoba Espino en un crítico certero. Por ejemplo, cuando le preguntamos por la suerte del folclor nacional, no titubeo un instante en afirmar: “Ahora dicen que proyección folclórica. Yo no estoy de acuerdo ni con la palabra ni con el hecho. Los conjuntos deben ser nativos…Los bailes los interpretan de otra forma…A mi me parece que uno baila de una forma, el otro baila de otra, el otro hace más visaje, así es lo natural”…“Han tergiversado lo que es el neto folclor”.
Al terminar la entrevista tuve una mejor perspectiva de la vida y el pensamiento de un hombre que ha hecho de su existencia un canto a la música y una entrega a la cultura popular. Entonces guardé la grabadora, y ahora, pocos días después, escribo esta crónica. Al hacerlo pienso en la gente como Nano Córdoba y lo significativo de su aporte cultural. Paisanos como él guardan en su pecho lo mejor de este país istmeño; sin duda otros recorrerán los campos y escribirán enjundiosos ensayos sobre la identidad cultural, sobre el hombre folk y tantos otros tópicos de interés nacional, pero la verdadera panameñidad es producto del quehacer de gente como este santeño meritorio. Un hombre que ama a su nación tanto como a los integrantes de su familia. Por eso, recuerdo que durante la entrevista insistentemente hizo referencia a sus hijos varones ya desaparecidos (Victorino Alberto y Humberto Antonio), así como a su hija, la profesora Maritza Córdoba Cedeño.
Luego de la amena conversación con Don Nano, al transitar por una calle de la “Tierra del Chucu Chucu”, divisé a algunos parroquianos que en la fonda degustaban la rica gastronomía orejana. Lo hacían sin prisa y sin pausa, pero yo me alejé de Guararé convencido que Don Nano siempre seguirá siendo “el acordeonista del Festival”.
En La Villa de Los Santos, cerca de las faldas del Cerro El Barco, a 14 de julio de 2005.
Foto: Guararé en la primera mitad del Siglo XX. Cortesía Museo Manuel F. Zárate, Guararé

11 junio 2008

BELISARIO PORRAS BARAHONA (1856-1942)


Al destacar los rasgos biográficos del Dr. Belisario Porras Barahona, quien escribe no reclama para sí el mérito de realizar un aporte nuevo sobre la mucha tinta utilizada para valorar la visión de estadista de quien era, ante todo y sobre todo, un hombre con una extraordinaria capacidad de amar. Reclamo sí, como istmeño y como santeño, el derecho a tener mis propios héroes. Por ello, al mirar el Canajagua siento el sano orgullo de poder admitir que en nuestra Península nació y caminó Porras por los mismos senderos que muchos de nosotros hemos recorrido. Hablo del patriota íntegro, pero también del ser de carne y hueso que cometió errores, que supo tener aciertos y que nunca olvidó su origen de hombre de campo.
Hay muchas facetas en la vida del Caudillo Tableño, desde el nacimiento acaecido el 27 de noviembre de 1856, hasta su muerte el 28 de agosto de 1942. Se cumplen hoy ciento cincuenta años de su natalicio. Creo que Belisario, y perdónenme la excesiva confianza, fue uno de esos hombres irrepetibles; seres providenciales que vienen al mundo cuando los pueblos más los necesitan. Nace en el año del Incidente de la Tajada de Sandía y muere en plena II Guerra Mundial, cuando los norteamericanos han establecido más de cien bases sobre el territorio istmeño. Su vida abarca un largo período que cubre casi un siglo de historia patria. Vale decir que durante esas calendas el tableño nunca fue un convidado de piedra, Porras tuvo la virtud de saber integrarse socialmente, ser crítico y protagonista de un accidentado momento histórico de nuestro Istmo.
Admiramos en él, no sólo que haya sido tres veces presidente de la República, sino la humildad de sus orígenes y la grandeza de su proyección de estadista. Sin duda Belisario Porras Barahona no procedía de una familia sumida en la pobreza, pero tampoco formaba parte de los grupos dominantes de la Zona de Tránsito. Era un simple muchacho que en su infancia corría su caballo Come Pan por lo extensos llanos que quedaban hacia la entrada de la Ciudad de Las Tablas, en dirección hacia los terrenos que ocupa el Centro Regional Universitario de Los Santos y que, igualmente, se bañaba en el charco que entonces llamaban El Rascador. Hijo del Dr. Demetrio Porras Cavero y de una hermosa muchacha que moraba en una amplia y cómoda casa de quincha, justo frente a la plaza colonial del pueblo, precisamente en donde está ubicado el Museo Belisario Porras. Hablo de la tableña llamada Juana Gumersinda Barahona.
El joven istmeño se recibió de abogado en la universidad más prestigiosa de Colombia, compartiendo el salón de clases con lo más granado de la sociedad bogotana. Se trata del mismo niño a quien el maestro Isauro Borrero le dijo en una ocasión: “...veo que Usted es el más bruto”. El mismo párvulo que desertó de las clases porque una maestra (Isabel Ventosa de Brandao) le daba con el dedal en la cabeza y que, tempranamente, ya se había leído todos los libros que existían en la Ciudad de Las Tablas, que, a propósito, no abundaban en aquella época.
Desde pequeño demostró ser un líder nato, poseedor de una mente despierta. Lideró la gallada de su época, lo que ya presagiaba un futuro prometedor. Personalidad arrolladora la de Porras, santeño que en sus tiempos de estudiante participó en combate en uno de los tantos conflictos por la que atravesó Colombia durante el Siglo XIX. Un liberal por convicción, hombre que siempre abanderó los preceptos de la Revolución Francesa y que defendió sus ideas en tiempos de bonanza y en épocas preñadas de incertidumbre. Digno ejemplo a imitar en la época contemporánea, cuando la gente cambia de partido político como si se tratara del calcetín que ya no necesita.
Hay que valorar en él su valentía en la Guerra de los Mil Días. Su capacidad de hombre de letras cuando escribe El Orejano, Memorias de las Campañas del Istmo, La venta del Istmo y tantos otros textos que debemos a una pluma siempre fiel al país y su gente. Hablo del mismo Porras que humildemente pide perdón luego de haber solicitado la intervención norteamericana en los comicios electorales de los años veinte; el que se vuelve irónico, sarcástico y chistoso al escribir Trozos de Vida y el que baila tamborito y el punto como otro hombre de pueblo.
Otra faceta importante sobre la vida de Porras se refiere a la visión que sobre él tuvo y sigue teniendo el pueblo panameño. Por ejemplo, cuando en nuestro país la gente quiere hacer referencia a la necesidad de un hombre de principios o cuando siente que el Istmo carece de un presidente con proyección de estadista, siempre aflora a sus labios el nombre del hijo de Juana Gumersinda Barahona como la figura paradigmática a imitar. Esto se debe a que Belisario ejerció su liderazgo ístmico en una época cuando era incipiente o casi nulo el desarrollo de los medios de comunicación de masas. En aquellos tiempos el liderazgo no era reconocido como el regalo gracioso e interesado de la televisión, sino el premio a la inteligencia, producto del compromiso con las mejores causas populares; proyectos colectivos que muchas veces, como en el caso de nuestro Belisario, había que demostrarlo con hechos tangibles.
Al que algunas veces llamaron burlonamente “el káiser Tableño” fue líder y estadista, además de presidente. El Siglo XX en Panamá tuvo muchos presidentes, pero pocos estadistas y entre los últimos Porras ha sido el más preclaro de todos. Sin duda puede decirse de él que fue el constructor del Estado panameño. La lista de sus ejecutorías es numerosa: códigos nacionales, carreteras, hospitales, telégrafos, escuelas, archivos nacionales, leyes ambientales, promoción de la investigación, denuncia de nuestra situación de protectorado, exposiciones internacionales, acueductos, ferrocarriles, muelles, plazas, puentes, lotería nacional, registro civil, registro de la propiedad, bibliotecas, urbanizaciones, etc.
Una vida polémica y fructífera la del Dr. Belisario Porras Barahona. Ha transcurrido más de una centuria de su nacimiento y aún encontramos al panameño que alaba a Porras, así como a los que arremeten contra su legado histórico. Seguramente esta tendencia se prolongará durante el Siglo XXI confirmando que la trayectoria de los grandes hombres no es la caracterizada por el apego a la tradición, sino por la ruptura de las ataduras que anquilosan a la sociedad. En verdad, quien actúa con visión y es capaz de volar como cóndor, no puede esperar que el gallinazo pueda comprender el panorama que se divisa desde las alturas del querube.
Al inicio del Siglo XXI el panameño necesita reencontrarse con la figura de Porras y de todos aquellos que como él constituyen la pléyade de nuestros más destacados patriotas. Si tenemos un grave problema en nuestro país, el mayor de todos ellos consiste en que nuestras juventudes se han quedado huérfanos de héroes, no por carencia, sino por desconocimiento. Ya no parece importar quién fue Simón Bolívar o José Martí, la ternura y el compromiso social de un poema de Pablo Neruda, el ideario de Octavio Méndez Pereira o el grito rebelde de un Victoriano Lorenzo. Pareciera como que estamos muy ocupados tarareando el último típico de moda, preparándonos para el baile o viendo la novela en la pantalla boba.
Para los espíritus timoratos Belisario Porras Barahona ya es un hombre demasiado anticuado como para que la “marea roja” de la modernidad fije sus ojos en él. ¡Qué pena para una sociedad y un país que sepulta dos veces a sus hombres más preclaros y, además, arremete contra aquellos que le advierten lo desacertado de ese proceder!.
Cuando recorro la Península de Azuero, o transito por otros parajes nacionales, confirmo lo pertinente del ideario del Ilustre Tableño. Y no me refiero al porrismo como doctrina político partidista, sino a esa actitud tan nacionalista de Porras, a esa forma de ser de un hombre que amó su terruño, que no se avergonzó de su extracción social campesina, siempre en permanente perfeccionamiento consigo mismo y capaz de defender un proyecto social; aunque el mismo fuese adversado por los potenciales beneficiarios.
Hay un aporte de Porras del que poco se ha escrito, pero que lo retrata de cuerpo entero. Uno se asombra de que al inicio del Siglo XX, cuando nadie en Panamá se preocupa por el problema ecológico, ya Belisario da los primeros pasos en la dirección correcta. Por ejemplo, establece en la provincia santeña la Reserva del Colmón de Macaracas y brinda su apoyo a uno de los investigadores más preclaros de la época, el Dr. James Zetek (entomólogo, especialista en mosquitos) para hacer de Panamá un país a la vanguardia mundial de las investigaciones tropicales. La Estación Biológica de Barro Colorado es un elocuente ejemplo de lo que puede esperar un país cuando sus presidentes comprenden que no puede haber desarrollo cuando la inteligencia se va de vacaciones. Todavía hay más, el Dr. Stanley Heckadon Moreno, en su hermoso libro Naturalistas del Istmo de Panamá dice de Porras: “La estrategia de don Belisario incluía otros dos componentes: fundar un gran centro de investigaciones marinas en Ciudad de Panamá, donde hoy está la estatua de Vasco Núñez de Balboa, cara al Pacífico, y un centro avanzado de medicina tropical, el actual Laboratorio Conmemorativo Gorgas.” Sobran las palabras.
No puede uno obviar el aporte de Porras dejando a un lado su contribución a la instrucción pública. Como liberal fue un ferviente creyente en el papel de la educación como instrumento de liberación popular. Durante su administración realiza una siembra de escuelas entre las que destacan la Escuela Profesional, Escuela de Sordo Mudos y múltiples centros escolares en el Interior panameño. Entre estos últimos descuella el que construyera en Las Tablas, su pueblo natal.
El edificio de la actual Escuela Presidente Porras, hasta la fecha, es el más antiguo y elocuente monumento de respeto y amor al pueblo tableño que haya legado presidente alguno. Todo está allí consultado, desde el diseño arquitectónico, al estilo neoclásico, hasta su erección sobre una colina sobre la que se puede divisar la Ciudad de Las Tablas. Con razón escribió el Dr. Octavio Méndez Pereira en el año 1924: “Esta escuela será como una atalaya de luz sobre el acrópolis tableño”.
Luego de conmemorar el primer siglo de vida republicana, la presencia siempre viva del Dr. Belisario Porras es un reconfortante bálsamo para un pequeño país centroamericano que inicia la centuria asumiendo el reto de su perfeccionamiento como Estado Nación, la democratización de sus instituciones y la distribución equitativa de la riqueza que todos los panameños generamos y a la que tenemos derecho. Demuestra que la grandeza de una nación no se mide por la extensión del territorio o la abundancia de los recursos naturales, sino por el estado en que se encuentran sus recursos humanos, así como por el liderazgo ilustrado de los principales conductores nacionales.
En una época como la nuestra, preñada de incertidumbres, orfandad de ideas, políticos egocéntricos, deshumanización, olvido de valores ciudadanos y materialismo rampante, se impone un retorno al conocimiento de los hombres que sentaron las bases del Estado Nación panameño. El Dr. Belisario Porras Barahona es, por antonomasia, el más grande istmeño del Siglo XX. Imitar su vida ya no es una recomendación, sino una urgencia, si es que de verdad aspiramos a profundizar nuestra democracia, superar nuestras lacras sociales y construir un país libre y soberano.
Finalmente quiero dejar constancia de una inquietud muy sentida por los santeños. Ya es hora que los resto del Dr. Belisario Porras regresen a su pueblo natal. Aquí está su mausoleo, las calles que caminó desde niño y los descendientes de las familias que tuvo como amigos. Acá debería descansar en paz, cerca de su Pausílipo y teniendo al Canajagua como guardián de su legado histórico.
* Disertación el 28 de noviembre de 2006 con motivo de conmemorarse ciento cincuenta años de nacimiento del Dr. Belisario Porras Barahona. Acto realizado frente al Museo Belisario Porras de la Ciudad de Las Tablas con el auspicio de la Fundación Francisco Céspedes.

10 junio 2008

LA SALOMA LIBERTARIA DE ENEIDA CEDEÑO





Ha muerto Eneida Cedeño, la Morenita de Purio. Fallece al final del mes de marzo, cuando la “platanera” o “cascá” entona su melódico trinar. Ahora, mientras escribo, la “primavera” canta en la rama del árbol de marañón. Y el ave, sin querer, me recuerda a Eneida, esa otra alondra de nuestros campos interioranos. Ella salomó por más de cuatro décadas, de manera incansable, desde los toldos improvisados de la campiña, hasta los jardines del arrabal capitalino. Siempre, como la cascá, en la dialéctica que funde lo rural con lo urbano, y lo urbano con lo rural.

Había nacido en Purio, se piensa que hacia el año 1923, un 13 de diciembre. Su pueblo natal se ubica en el austral y santeño Pedasí; siendo la suya una comunidad en la que se evidencia la impronta del negro afrocolonial. Allí nació y vivió, hasta que a edad temprana sintió el llamado del terruño en las entrañas de su garganta. Desde entonces hizo lo propio de la mujer de aquellas calendas, alegró su vida con la saloma campesina, porque la pobreza era dolorosa cicatriz que los orejanos arrastraban desde la Colonia.

Uno se la imagina infante, en la casa de quincha, aprendiendo los quehaceres domésticos que le permitieron ganarse los primeros reales en las casas de la “gente del pueblo”. En los años veinte se arriba a Purio por caminos lodosos e intransitables. Había que caminar más allá de Pedasí, junto a las sabanas y los cerros que rinden pleitesía al Valle del Oria y a ese viejo y titilante Lucero del Sur que ilumina las noches con cantos de mochuelo y creencias en fantasmagóricos aparecidos.

La niña nunca pensó que en los años siguientes la vida le pondría junto al acordeón y los aplausos; en jardines repletos de paisanos que susurran palabras de amor, mientras la moza danza con el mozalbete emulando el cantar de “La Negra”. Creció en su península amada, en una región con profunda identidad cultural. En su época hizo lo que sabía hacer con gracia y elegancia: salomar. Por eso, tempranamente formó parte del conjunto de su paisano Francisco “Chico Purio” Ramírez, en la mancuerna musical que casó el canto campesino con el aristocrático violín. De allí daría el salto al acordeón, de la mano de Rogelio “Gelo” Córdoba y, con posterioridad, junto a Dorindo Cárdenas, el músico con quien se casaría y viviría la mayor parte de su vida. Antes, mucho antes, su voz de cantalante se escuchó acompañando a la Estudiantina Sáez, el grupo que dirigió en los años cuarenta José Antonio “Toñito” Sáez, el inolvidable compositor de La Villa de Los Santos.

Lo más trascendente de Eneida Cedeño radica en que supo ser emblema y diadema de la época de oro de los violines y acordeones en el Istmo. En su profesión siempre sacó tiempo para acompañar con su fina voz las melodías al estilo de La Linda Ballesteros, Barranco del Río Muñoz, Pueblo Nuevo y tantas piezas con sabor a guarapo y aroma de trapiche interiorano. Precisamente por ello, consciente del valor de la Morenita de Purio, Alberto Rodríguez la homenajeó componiéndole la pieza que titulo “Eneida”.

La emblemática mujer de Purio fue algo más que una exitosa cantalante. La suya fue una saloma libertaria que gritó desde el campo el orgullo de una cultura y de un pueblo que se resiste a dejar de ser panameño. En los bailes su figura fue muro de contención para los modismos que intentaban desfigurar nuestra nacionalidad. Además, al cantar en los toldos capitalinos hizo posible que una cultura de “manutos” se impusiera entre los fuelles del acordeón y las cuerdas vocales de su garganta prodigiosa.

Hay en la vida de la cantalante no pocos mensajes ocultos. Debemos ponderar ese coraje de campesina que no se dejó subyugar por su entorno y que se empeñó en hacer posible su ideal artístico sin importar que morara dentro de una sociedad machista y excluyente. En este sentido, podríamos afirmar que fue, a su manera, una mujer que superó los convencionalismos sociales que en plano Siglo XX fustigaban a las féminas que cantaban en los jardines populares. Aún más mortificante, si la cantante tenia la osadía de hacerlo dentro de un conjunto que interpretaba música de acordeones. Esa ruptura es trascendental para el proyecto existencial de Eneida y de hecho constituye otro de sus aportes a la mujer y al hombre istmeño.

Un personaje de esta envergadura es el que fallece en Las Tablas. Muere Eneida, pero renace el mito, cual saloma de libertad en los campos de mi provincia. Al hacerlo nos lega otra bandera para izar en el santoral de la cultura orejana. Estará allí, como estaca de guayacán, señalando el sendero. La veo orgullosa de su estirpe campesina, infatigable, como esa “capisucia” que con su trino todavía llama al escurridizo invierno, posada sobre la rama del viejo árbol de marañón.

Villa de Los Santos, a 29 de marzo de 2006 Créditos: Foto cortesía de Alcibíades Cortés

04 junio 2008

OFELIA HOOPER POLO



Tras las huellas de Ofelia Hooper Polo llegué temprano a la parroquia de Pesé. Con anterioridad me había indicado el educador José Antonio Cornejo, que él había visto en los archivos parroquia­les de esa hospitalaria población, la partida de nacimiento de nuestra biografia­da. Revisé, con no poca ansiedad la documenta­ción, encontrándola inscrita entre las amarillen­tas hojas del III Volumen del Libro de Bautismos (Años 1896-1908), partida # 106. Allí se lee en un español propio del inicio de la vigésima centuria:
"En la Yglesia Parroquial de Pesé á dos del mes de diciembre de mil nobecientos, yo el infrascrito cura i vicario de ella certifico: Que este día, bauticé solemnemente, puse óleo y crisma á Ofelina María que nació el trese de noviembre hija legítima de Hooper i de Olimpia Polo, abuelos Paternos Juan Hooper i N.N. Hooper i maternos Daniel Polo i Ynes Valdes. Fueron sus padrinos los Señores Leonidas Arjona, i Corina Rebolledo, a quienes advertí su obligación i espiritual parentesco y por que conste, firmo
Jorge Navas, presbítero"
Ofelia María Hooper Polo, que como hemos podido constatar su verdadero nombre era Ofelina, nació en la comunidad de Las Minas, Provincia de Herrera, al inicio del presente siglo, en el año 1900. El pasado 13 de noviembre pudo haber cumplido los 93 años de edad y nos dejó al desapare­cer una vida consagra­da al estudio del hombre del campo. Era hija de un ingeniero de minas irlandés (Maurice Hooper) y de una mujer de Las Minas (Olimpia Polo)
En verdad, como istmeños sentimos un poco de vergüenza al constatar que con la insigne herrerana se adopta idéntico proceder al que se asume con los panameños que verdadera­men­te han luchado por mejores días para los suyos; ejemplares compatriotas que quedan relegados al olvido y sus nombres sepultados en una obscura y olvidada cruz de un panteón.
Nuestra población, y particularmente las nuevas generaciones, deberían saber que la señorita Hooper Polo reunió en ella envidiables cualidades humanas que le permitieron emprender extraordina­rias jornadas de lucha como cooperativis­ta, poeta, promotora social, compila­dora de estadísti­cas nacionales y maestra rural.
Hooper Polo recibió, durante el año 1927, su título de maestra en el Instituto Nacional. Años después ingresó en la recién inaugurada Universidad de Panamá, institución de donde egresó con el título de Licenciada en Ciencias Sociales y Económicas. Período aquél durante el cual, producto de la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, nuestra universidad contaba con un envidiable cuerpo de docentes (alemanes y españo­les, entre otros); inmigrantes que procedían de los mejores claustros educativos de las capitales europeas.
En un período universitario de oro como el que indicamos, nuestra coterrá­nea se apertrecha de la formación necesaria para hacerle frente a los retos que el destino pondría sobre sus hom­bros. Por ello, cuando se leen los escritos de Ofelia Hooper, tiene uno que admitir que la suya era una formación académica de alto contenido sociológi­co. En esa perspec­tiva analítica están Vida Social Rural de Panamá, escrito en 1945, así como Semblanza del Hombre Rural de Panamá, que ve la luz hacia el año 1969.
Mujer de una fina sensibilidad, dotes de vate que acaso nacen al calor de la exuberante naturaleza existente en Las Minas de su infancia y los inocentes juegos de la niña que mira el Ñuco de sus años juveniles. No es de extrañar, repito, que cultivara la poesía. Señala el historiador don Rodrigo Miró Grimaldo, en un reciente escrito aparecido en La Prensa (6/XII/93, pág. 31A), que "Ofelina" escribía poesías infantiles para que Gonzalo Brenes le pusiera música. De ese período datan El Caballito Moro, La Paloma Titibúa, El Lorito Real, La Niña Lavandera, La Quebradita de Cristal y Con Voz de Paloma. Conjunto de poemas que aparecen en su libro El Trópico Niño.
Buena poetisa y extraordinaria promotora social. Dedica gran parte de su vida a sembrar las semillas del cooperativismo en las áreas interioranas. Para ello contó con sus conocimientos pedagógi­cos de maestra y su formación universita­ria. En esta faceta de su vida, no pocas cooperativas nacionales, y entre éstas las azueren­ses, han contraído una impagable deuda con ella. En efecto, al ser creado el Departamento de Educación Cooperativa (Decreto Ley 17 de 22 de septiembre de 1954), entidad ésta que formaba parte del Servicio de Divulgación Agrícola (DAP), al frente de este importan­te departamento cooperativista estuvo nuestra insigne socióloga rural y desde allí emprendió una labor que todavía rinde sus frutos. De esa década de los años cincuenta, así como de la correspon­diente a los años sesenta, podemos encontrar en diversas memorias de los ministerios estatales una compilación de estadísti­cas sobre el movimiento cooperativista que debemos en gran parte a esta inteligente mujer nacida en Las Minas de Herrera.
Infortunadamente, como hemos indicado, pocos panameños recuerdan hoy a Ofelia Hooper Polo. Por ello, los que hemos nacido en la península azuerense, tenemos un doble compromiso: como panameños y como coterráneos. Nosotros, lo menos que podemos hacer es recordar­la, hacer que su memoria perdure en el nombre de alguna institución educativa o cooperativista y, sobre todo, emularla en el compromiso de pueblo que siempre le caracterizó