Vocablo precolombino para una villa emplazada en la otrora sierra santeña. Allí está el poblado, cabalgando sobre el lomo del Macizo del Canajagua, mientras mira de soslayo al cerro y atisba la sabana antropógena que se dibuja en la distante costa peninsular. Hay un sonido de acordeón bohemio que recuerda a Gelo, un rasgar de mejoranas y tan tan de tambores, más un tropel de paisanos que se agolpan sobre el llano, disfrutando del teatro popular que florece desde la epifanía del 6 de enero. Y el recordado Encuentro del Canajagua que titila y hace guiños para reclamar su espacio histórico. Un antes y un después del 12 de septiembre 1855. Distrito parroquial para un pueblo bravío que los dioses premiaron con el pulmón del Colmón y el agua cristalina del Estivaná y La Villa. ¡Ay!, cómo me gusta mirarte, Macaracas.
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