Algunos quieren desoír el eco y sonoridad del tambor, acaso porque creyéndose
caucásicos les molesta la negritud que encierra. Lo cierto es que su tan tan
pregona la herencia negroide de nuestra cultura istmeña. Tamborito, cumbia,
congo y bullerengue, no serían lo que son sin el sonido del tambor; ese membranófono
que salta al ruedo en la fiesta pueblerina y se mimetiza en la danza y el
canto. Y hasta en el aristocrático punto la pareja de danzantes se le aproxima
y le saluda como lo que fue, un semidiós de la sonoridad. Sí, el tambor, cuyo
retumbo despierta algo más que las contorciones de nuestro cuerpo.
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