Debo confesar que disfruto el sentarme frente al parque Simón Bolívar
de la Villa de Los Santos y mirar el transcurrir de la vida en la añeja capital
histórica de Azuero. Nada como apreciarlo desde la refresquería Yonell, mejor
conocida como el café de Nelly, ubicado al costado de la alcaldía. Y al hacerlo
pasan tantas imágenes por la mente, consciente de la relevancia de la antigua
plaza; la que fuera modificada en los años veinte de la vigésima centuria y
convertida en el parque que lleva el nombre del Libertador Caraqueño.
A la derecha en donde estoy sentado, se yergue el templo a San
Atanasio, maravilla arquitectónica que desde el siglo XVIII cobija retablos que
son testigos de algo más que rezos y eucaristías dominicales. No hay nada en la
península que supere esta estructura arquitectónica techada con millares de
tejas, debajo de las cuales el caballete luce cubierto y adornado con el
artesonado que mira a los fieles que acuden a la misa dominical.
En la refresquería el sorbo del café matutino recuerda el tropel de
caballos y jinetes que acudían presurosos a libertar al adalid del liberalismo
peninsular, don Pedro Goitía Meléndez; líder preso en las ergástulas santeñas
por unirse al campesinado que protestaba por el aumento de los impuestos. El
mismo pariteño que sumó a su vida destierros, enfrentamiento contra los
conservadores peninsulares y veragüenses.
Y tal parece que el eco del ayer desafiante se ha disipado, como el
sonido de los cascos de los caballos sobre los que cabalgaban los retadores orejanos
de antaño.
Al frente de mi mesa, y al otro lado de la plaza, plantado desde el
siglo XVIII, y hoy convertido en museo, está el vetusto edificio que la visión
de Reina Torres de Arauz y Raúl González Guzmán conservó para la posteridad. Miro
al inmueble y digo para mis adentros: “la única muestra de arquitectura civil
del período colonial que queda en la región”.
En verdad, todo tiene en La Villa un encanto particular, en este
asiento poblacional que se sitúa paralelo al milenario río Cubitá, de Los Maizales
o río La Vila; porque ya el diseño hipodámico, o de tablero de ajedrez, habla
de su papel hegemónico en la sabana que se extiende en la zona oriental desde
Santa María de Escoria, al norte, hacia
el sur, en las australes tierras de Pedasí, en la turística región que ilumina
el lucero del sur.
Por estas tierras, que hegemonizó la Villa de Los Santos, han pasado
tantas generaciones de campesinos, presbíteros y burócratas, los que
encontraron aquí un espacio para el desarrollo de sus vidas. Desde el simple
orejano, cuya existencia discurre en los minifundios, hasta el político que
desde el siglo XIX ha luchado por el poder, aunque centrado en sus apetencias
mercuriales e individuales.
Atisbo la calle Segundo de Villarreal y me parece ver caminar a La Niña
Anita hacia el templo que fue refugio y escenario de su vida proba. Ella, la
Sierva de Dios, que espera la bendición del Vaticano para ascender a los
altares de su vida santa. Y cuánto debe la colonial población a la argamasa social
y religiosa del cristianismo, que aquí en Los Santos está tan adherida a la
cultura de la que es simiente y parte fundamental.
El parque Simón Bolívar trae muchas reminiscencias de la vida pagana
que convive con la sacralidad del templo: liberalismo y conservatismo de que
está hecho nuestro proyecto de vida colectiva. E inevitablemente hay sonido de
castañuelas, satánicos rostros de diablicos y la custodia por las calles en ese
Corpus Christi que tanto define al poblado y que el santeño atesora en su alma
y corazón.
En esta mañana, sentado en el Café de Nelly, me abruma el peso de la
historia y mi taza de la arábiga bebida levanta espirales de humo saludando al
sitio en donde la libertad del Istmo, aquel 10 de noviembre de 1821, parió
nuestro democrático poder popular que las ambiciones de clase convirtieron en grito
agónico de los campos interioranos.
Pienso en los fundamentos ideológicos del Grito Santeño, tan ligado a
los preceptos de la Revolución Francesa y la defensa de la libertad, igualdad y
fraternidad. A la figura cimera de Bolívar y los deseos populares de mejores
días para el istmeño. Porque el 10 de noviembre encarna aquellos propósitos que
el tiempo ha desdibujado tras la imposición de los grupos criollos que
abanicaban su proyecto hanseático y terminaron sepultando los prístinos deseos
del Panamá agrario e interiorano.
Luego de más de doscientos años la propuesta libertaria se ha
transmutado en otra cuyo propósito dista mucho de la original, democrática y
liberadora. Las zonas del este y oeste de la capital de la república han
terminado asumiendo un rol meramente vernáculo, contentándose con ser el rostro
de la identidad istmeña o el sitio de los carnavales, festivales folklóricos y
Semana Santa. Por este motivo, en el fondo, nuestros pueblos no se disputan la
mieles del desarrollo, sino el efímero título de ser ”la cuna del folklore”,
como si el folklore tuviera cuna y esa fuera su máxima aspiración.
Entre el ruido de los voladores, las bandas colegiales y las batuteras,
apenas asoma el rostro de la patria de Justo y Belisario, porque el humo de los
cohetes y las ventas de chucherías no dejan ver al istmeño que el 10 de
noviembre de 1821 es un canto y propuesta democrática de desarrollo nacional.
Al contrario del enfoque cientificista, poco importa que Rufina Alfaro
sea una leyenda o un mito, con o sin acta de bautismo; lo relevante es que ha
mantenido viva la participación popular en la construcción de un ideario que
demanda mejores días para el panameño. Y esto ya es un salto de gigantes que,
transitoriamente agónico, tarde o temprano se ha de imponer y despertar con la
fuerza de su propósito primigenio.
…….mpr…
09/XI/2025

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