La península
de Azuero está deforestada por múltiples motivos y no solo por las razones que
tradicionalmente se argumentan; ya que esas cavilaciones olvidan que el hombre
que mora en la zona es un producto social, como cualquier otro, y no un ser
demoníaco que recorre el país provisto de cajetilla de fósforo, hacha al hombro
y motosierra en la mano; porque no debemos confundir consecuencias con causas. Sin
embargo, en esta ocasión abordaré, no los motivos estructurales que ha llevado
a la región a ser una zona depredada, sino a las secuelas que tiene tal
entuerto para algunos habitantes en particular, los animales que la pueblan.
Los seres que no pueden publicar en los diarios, ni en las redes sociales y
mucho menos alzar su voz para pregonar los desasosiegos que padecen.
Al recorrer
la península me percato de ello, existe la potrerización creciente, el
desarrollo de monocultivos (caña, maíz, arroz, etc.), que reducen el hábitat a
extremos sádicos y cuasi patológicos; mientras la minería destructora y
explotadora, pretende sumarse a la crucifixión de lo poco que queda. Y en el
centro de ese vendaval están los animales.
Las aves,
venados, ardillas, animales rastreros y otros, incluso el ganado vacuno que se
ha apoderado de los espacios geográficos, también son seres de segunda categoría
que están destinados a la desaparición. Los primeros, porque en la práctica
carecen de derechos, y, los vacunos, por las apetencias del mercado. El reinado
de las vacas se enseñorea del paisaje, al mismo tiempo que manglares, ríos y
quebradas retroceden ante una racionalidad que solo escucha el retintín de las
monedas. Destrucción ambiental que camina tomada de la mano con la otra, la cultural.
Los animales
están allí, en el centro del torbellino, y no hay institución estatal que les proteja
con la seriedad que el caso demanda. Hay ejemplos dramáticos, como el caso de
los venados, ciervos que son acosados en los montes por agentes 007 con
licencia para matar o con ínfulas de deportistas que los usan como tiro al blanco,
porque en la región, hablar de cotos de caza y períodos para montería, no resiste
el más mínimo análisis.
Para quien
recorra la península con ojos avizores y con capacidad de ver más allá de las
apariencias, comprenderá que la vida de los animales no puede ser otra que la
del acoso, el temor por la existencia y la búsqueda del alimento cada vez más
escaso. Y no se trata de que esos desafíos existenciales, como pobre justificación,
también sean propios de otros seres - como acontece con su colega el bípedo
peludo-, sino que la intensidad depredadora está llegando a límites
intolerables, al punto que amenaza la existencia de la vida misma.
Como reacción
a un mundo tan amenazante, en los últimos tiempos hemos visto surgir una especie
de San Juan de Dios ambiental, una postura romántica que se conduele de la
desgracia de los animales y los bosques, pero que no trasciende el
asistencialismo. Claro que ese proceder no es condenable, y hasta representa un
avance, pero el punto es que no enfrenta las causas reales, las que continúan
reproduciéndose en el ambiente, la sociedad y la cultura.
Hemos
olvidado que sociedad, cultura, ambiente y vida animal forman un amasijo de
relaciones que establecen nexos inseparables.
Lo podemos apreciar en la relación entre las aves, la cultura y la
psicología humana. El trinar de los azulejos, el sonido ronco y gutural de la
paloma, el caminar inquieto de la tortolita, el bramar de las vacas en el
corral, el requiebro amoroso y matinal de la cancanela o cascá, están
integrados al alma del hombre peninsular e istmeño.
El animal
dignifica al hombre, al ser humano, aunque este último no comprenda que la
desaparición de tales moradores representa el degüello de su propio pescuezo. Y
lo que se vive en la región de Porras, Zoraida, Zárate y Ofelia es el pan de
cada día de la nación. No hay respeto por la vida animal y, duele admitirlo, tampoco
del otro animal al que llamamos panameño, aunque lo disimulemos bajo el barniz
de la civilización para omitir nuestra biología de ser montaraz.
Toda apología
es eso, una defensa razonada y en mi caso cargada de congojas. La asumo para
mis amigos los animales, para las ardillas que en las mañanas devoran mangos
verdes y pintones. En salvaguardia del azulejo que saluda con su canto agudo y
para la cascá que “llama al invierno”. Lo dedico a las vacas que ingenuas suben
al camión de la muerte, hablo por el sigiloso e inteligente zorro de la pradera,
la perdiz del rastrojo, y, en general, a todos esos amigos animales a quienes
debo parte de mi humanismo campesino y sin los cuales tendría un alma enjuta.
…….mpr…
11/III72022
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