El próximo año (2003) la República de Panamá arribará a su primer centenario desde que el 3 de noviembre de 1903 se separó de Colombia. Ello fue posible, no por la leyenda negra que pregona que fuimos inventados por los Estados Unidos de América (con la soberbia y prepotencia de Theodore Roosevelt al afirmar: “I took Panamá”), sino por el hecho innegable de que entre Colombia y Costa Rica existe una hamaca ístmica con hábitos, costumbres, leyendas, luchas populares , historia escrita y hasta con claudicaciones de istmeños proclives al lema que reza “In God we trust” y olvidadizos del himno que pregona los ”ardientes fulgores de gloria”.
En el Istmo, contra viento y marea, mora un sujeto al que hemos dado en llamarle panameño. Su identidad cultural tiene raíces antiquísimas y la misma ha sido producto de un largo proceso que comienza a dar sus frutos hacia el Siglo XVIII, centuria cuando todo indica que asoma el rostro una forma de ser que madura en el Siglo XIX. Esa panameñidad se constituye en el substrato que hace posible la independencia de España, los conatos separatistas del decimonono, la adhesión a Colombia, así como nuestra terquedad a lo largo del Siglo XX por deshacernos de un tratado oprobioso y hacer viable, al finalizar la vigésima centuria, el perfeccionamiento de nuestro Estado Nación.
El país tiene su faz cultural, de eso no cabe duda, y la historia nacional está llena de sucesos que dan cuenta del empeño por mantener incólume nuestro nacionalismo. Lo que importa es comprender que gran parte de nuestra fisonomía nacional, paradójicamente, se fundamenta en la heterogeneidad de grupos humanos que aquí se han acrisolado para forjar al istmeño. Esa capacidad nacional de ser sitio de encuentro, constituyéndose en una especie de rosa de los vientos de la cultura, no es tan sólo consustancial al componente sociológico del país, sino que además se expresa en la biodiversidad que surge como producto de la fusión y abrazo que aquí se da la masa continental americana. Esta circunstancia nos convierte en nación codiciada por investigadores de los diversos continentes, pero también propicia que estemos siempre bajo la lupa y agenda de viejos y nuevos imperios. Es decir, el transitismo nacional no es sólo un fenómeno político, surgido al calor del llamado “encuentro de culturas”; el mismo tiene su génesis y gestación cuando los cataclismos geológicos permiten que una lengua de tierra una al norte con el sur para que florezca ese prodigio de botánica, zoología, geología y sociología que vemos en Panamá. Sobre este tema un colega sociólogo de Sudamérica aseveraba que lo que le encantaba de nuestro país era poder apreciar, cómo en una zona geográfica como la nuestra, sin entrar en contradicciones mayores, podían convivir grupos humanos culturalmente tan disímiles.
Sin embargo, y no obstante el acierto de lo planteado, el estudioso nacional se encuentra con la presencia de dos componentes importantes en el Istmo; de un lado la existencia del Panamá transitista, en contraposición al sector que los istmeños hemos dado en llamar el Panamá profundo. El primero muestra al mundo la sección cosmopolita del país y se ha nutrido a través de una historia pletórica de barcos, piratas y corsarios, mulas cargadas de oro, ferrocarriles, canales, centros financieros y zonas libres de comercio. En cambio, en la antípoda de ese mundo, aunque dialécticamente ligado a él, aparece el Panamá que huele a caña, trapiche, raspadura, cuerpos sudorosos del trajín de un baile popular, polleras, montunos y mazamorra. En el Istmo le decimos a esa sección geográfica el Interior, como para dejar bien claro que lo otro es lo externo, la epidermis social y cultural de un país que ha tenido la dicha, o si se quiere el infortunio, de ser un puente, una zona de paso para gentes que transitan de un punto a otro del planeta.
El otro día pensaba en todo ello cuando, al comentar un libro de autor panameño para un programa radial que dirijo, tomé de mi biblioteca un texto cuyo nombre lo dice todo: La décima y la copla en Panamá, aporte que debemos a las preocupaciones intelectuales de Doña Dora Pérez de Zárate y su esposo Manuel Fernando de las Mercedes Zárate, ambas figuras cimeras de los estudios del folclor nacional. Pues bien, en 1952 ese texto fue premiado en el Concurso Ricardo Miró, lo que corrobora que el mismo arriba al medio siglo de existencia. En una retrospectiva de publicaciones que le antecedieron se encuentra Tradiciones y cantares de Panamá , de Narciso Garay, redactado hacia los años treinta del Siglo XX; El Orejano, la publicación que diera a conocer en los años ochenta del Siglo XIX el Dr. Belisario Porras Barahona y mucho más atrás, en 1792, el presbítero Juan Franco medita con su Breve noticia o apuntes de los usos y costumbres de los habitantes del Istmo de Panamá y sus producciones. En todas esas noticias sobre la cultura nacional, en un espacio tan dilatado de tiempo, hay algo que importa colocar en primer lugar. Se trata de que en ellos subyace una preocupación sobre el qué somos, como reflejo evidente de una sociedad nacional que tiene su manera de ser; me refiero a que en esos textos encontramos las referencias de un grupo humano de indudables raíces hispánicas, indígenas y africanas. En ellos los autores describen a un hombre distinto al transitista, vale decir, al que mora a la orilla del Canal de Panamá. Porras Barahona dijo de ese ser que era un orejano, retomando una expresión que en sentido peyorativo se usaba antiguamente para referirse al panameño que habita las provincias interioranas.
Desde entonces, para ese ser la panameñidad ha sido parte de su orgullo y como ente cultural ha asumido la responsabilidad que le cabe como portador de la identidad del habitante del Istmo. Hasta hace poco, esa identidad era retomada desde las provincias que moran el occidente del Canal de Panamá, especialmente en la franja costera que habitaron los indígenas con anterioridad al arribo de los españoles. Ese hombre, alejado del centro del poder del Istmo, distante de la zona transitista de Panamá y Colón, optó por replegarse hacia sus hábitos y costumbres. Tal hecho contribuyó a que comenzara a anteponer su forma de ser a aquella otra que terminó por llamarse el capitalino. Mientras éste aceptaba como válido la apertura a las innovaciones que arribaban a lomo de carabelas y bancos, aquél se replegó a su entorno y se preparó para anteponer una cultura de cutarra a otra de hamburguesas. Lo hizo de manera tan eficiente, que hacia los años setenta de la pasada centuria los símbolos de la panameñidad se reconocían básicamente como los que eran consustanciales a ese hombre mestizo e interiorano. A partir de allí, emulando su hazaña cultural, se produce un despertar del resto de los grupos culturales que comienzan a verse y estudiarse como tales. Me refiero, sin duda, al negro afroantillano, gnobe buglé y dules, sin olvidar a los chinos, hindúes, hebreos, árabes, etc.
Podemos decir que la historia del interiorano es básicamente la de un flujo y reflujo, cual marea de la cultura nacional, entre lo endógeno y exógeno. He aquí un grupo humano en permanente pugna con la modernización, temeroso de las innovaciones, pero hechizado por la magia mercantil que aquélla pregona. Este encuentro ha sido muchas veces soterrado, no siempre evidente, y representa en el fondo un pugilato entre los valores de una sociedad y economía campesina que sufre los embates de la racionalidad de un capitalismo que impregna el tejido social.
En este aspecto los panameños somos un ejemplo extremo de lo que acontece en América Latina. Lo peculiar, en todo caso, radica en el empuje que ha adquirido dicho fenómeno en el Istmo, al tratarse de una zona en donde los apetitos expansionistas de los españoles, franceses y estadounidenses han sido más evidentes que en la mayor parte de los lugares de Latinoamérica.
Debido a las razones expuestas, el país tiene una gran deuda con ese hombre interiorano que muchas veces con harapos arribó a la zona de tránsito. Los últimos doscientos años confirman que las truculencias del sistema social no han logrado doblegar, en su totalidad, el ímpetu demostrado al preservar los rasgos fundamentales de la panameñidad; con su estoicismo de istmeño vernáculo ha cargado sobre sus espaldas el motete de la dignidad del panameño raizal. El Grito del 10 de noviembre de 1821, el Incidente de la Tajada de Sandía en 1856, su participación en la Guerra de Los Mil Días, los flujos migratorios durante el Siglo XX, las procesiones de Semana Santa, carnavales, violines, empolleradas, fiestas de toros y conjuntos típicos pregonan su idiosincrasia y demuestran que se niega a renunciar a la patria de Justo Arosemena y Belisario Porras Barahona.
Obviamente, los años no han pasado en vano y pecaríamos de ingenuos, cayendo en un folclorismo alienante, si pensáramos que ese transitar hacia los tiempos modernos ha sido un proceso fácil para él. Así, inmerso en su casa de quincha o desde el rancho que azota la silampa matutina, ha sido testigo de cómo el mundo rural en que creció se ha visto estremecido por factores que no controla y que se le imponen con la fuerza de la oferta y la demanda o tras las imágenes televisivas que invaden su hogar para sembrar en sus proles otros gustos y apetencias culturales.
En especial, desde la segunda mitad del Siglo XX, el impacto de esa penetración cultural ha sido más profunda y ha abierto dolorosas grietas en su autoestima. Justamente para esas calendas, inmediatamente después de la Segunda Posguerra, reacciona ante las transformaciones que experimenta echando mano de todo tipo de mecanismos para reafirmar sus rasgos culturales. Hay que recordar que por esta época surgen variados festivales folclóricos ( Festival de la Mejorana en Guararé, el Manito en Ocú, la Pollera en Las Tablas, entre otros). Observamos, por ejemplo, cómo se produce un cambio entre los antiguos bailes de violines; instrumento y danza que son reemplazados por los acordeones que se ejecutan en salas de bailes que varían desde los aposentos familiares hasta los populares toldos pueblerinos. Estamos ante un hecho importante, porque el acordeón de Gelo Córdoba, Dorindo Cárdenas, Yin Carrizo o Samy Sandoval esconde bajo sus fuelles los latidos musicales del corazón de la patria de Buenaventura Correoso.
Por ello, resulta un verdadero prodigio que en un país como Panamá, quizás después de Puerto Rico la nación más influenciada culturalmente por los Estados Unidos de Norteamérica, aún encontremos la capacidad de resistencia cultural de un grupo humano que se niega a dejar de ser una república con fisonomía propia. Porque si bien el Canal actuó a manera de embrujo sobre un hombre que llegaba a sus orillas calzado con cutararras, lo que hemos podido constatar en la última centuria, contrario a lo que uno podría colegir, es que los flujos migratorios del hombre interiorano terminaron por tomarse la zona de tránsito e imponer gran parte de su idiosincrasia al resto del conglomerado social.
En este punto de nuestras meditaciones, el pensamiento nos lleva a interrogarnos sobre la suerte del hombre que mora en la zona del Panamá Profundo y que en el Siglo XXI deberá enfrentar desafíos que quizás ni siquiera sospechó en la centuria precedente. ¿ Cómo hacer para que la panameñidad, que es el substrato de lo que somos como nación, continúe preservando sus esencias al mismo tiempo que el ser que la sustenta se beneficia de la ciencia y la tecnología contemporánea?. Todo esto sin desconocer que ese panameño que heredamos del Siglo XX indefectiblemente será transformado por el impacto de los tiempos modernos. Pero en fin, medito, no se trata en nuestro caso de petrificar el folclor o las tradiciones en general, sino de mantener hasta donde sea viable los rasgos que nos han distinguido como nación. Afortunadamente, uno puede constatar que ese hombre de la calle lleva en sí mismo el germen de lo que desea ser y está realizando en su praxis cotidiana esfuerzos de resistencia cultural que deberían estudiarse con mayor detenimiento.
A manera de ejemplo, analicemos lo que ha hecho el hombre interiorano para no ser devorado por la vorágine de la modernidad. Profundicemos un poco en el caso de los violines y acordeones, al que hacíamos alusión con anterioridad. Los primeros ejercieron su hegemonía musical hasta mediados del Siglo XX. Este período histórico no es casual, corresponde a la época de la apertura del mercado interno, el arribo de la radio, el desarrollo de los colegios secundarios y la presencia de la Universidad de Panamá en la región interiorana. Hacia estas calendas el Dr. Porras ya había construido la carretera en la década del veinte y en los años cuarenta los barcos interioranos realizan su último viaje a la Capital de la República. Pues bien, como ya dijimos, la hegemonía del violín, amo y señor de los bailes populares en el Interior panameño, comienza a ser retado por la presencia de otro instrumento musical: el acordeón. Éste es rescatado de las cantinas en donde ha vivido agazapado, cual paria social, para tomarse el país de la mano de hombres como Rogelio “Gelo” Córdoba y Dorindo Cárdenas. Lo demás ya es historia patria, porque en Panamá se baila al son del acordeón desde la casa solitaria en Punta Morro de Puerco hasta los burgueses y refinados salones transitistas del Club Unión. Quiero decir con ello que no es tan mecánico esto, como generalmente se pregona, de que los medios de comunicación de masas convierten en juguete social a un componente social de suyo tan complejo. Hay en todo este fenómeno una dialéctica social, no siempre bien estudiada, en la que los grupos sociales se resisten a ser una masa amorfa, desprovista de sentido. Las relaciones y vínculos entre el Interior panameño y la zona de tránsito así lo demuestra, porque entre otras razones la propia urbe capitalina es hoy una ciudad de campesinos. Podemos afirmar, que no obstante la presencia de la zanja canalera que los norteamericanos construyeron sobre el corazón de la patria de Mateo Iturralde y Buenaventura Correoso, la sabia vivificadora del Interior panameño ha permeado hasta las facetas más ocultas del sistema social. Sobre este punto muchas veces me divierte escuchar, casi sin querer, conversaciones de paisanos en los múltiples establecimientos de expendio de comida rápida, de esas que algunos han denominado como chatarra. Al verlos uno entiende que allí, detrás de los uniformes, las luces de neón y las hamburguesas, la identidad cultural del panameño está presente; lo que confirma que no será fácil obligar al istmeño a olvidar lo que ese hombre sencillo proclama: una saloma de redención que nace desde lo profundo de nuestra garganta de panameños.
Hasta ahora el Interior de la república ha sido el reservorio de las tradiciones y de la cultura que tiene en los orejanos la muralla de contención que se ha erigido contra las fuerzas que pugnan por desnaturalizar la cultura del panameño. Debemos admitir que en ese empeño no siempre estuvo acompañado por las instituciones responsables de esa preservación. Lo que después institucionaliza el Estado es producto de una dinámica social que previamente se amasó con tortillas, machetes curvos, polleras, festivales, décimas y guarapo.
En los tiempos actuales el que logre preservar la cultura nativa dependerá no solamente de él, sino del apoyo de las organizaciones responsables de la socialización de las nuevas generaciones. En este punto la Universidad de Panamá deberá estar a su lado, de la misma manera como lo hizo desde su fundación en 1935; y para ello ha de poner a la disposición del país a las inteligencias más creativas en el estudio y divulgación de lo que somos como nación. En este sentido las Sedes Universitarias en las regiones interioranas están llamadas a asumir un liderazgo sano; porque de lo que se trata es de que las políticas de extensión cultural acompañen a los grupos humanos nacionales, no para imponer recetas mágicas, sino para caminar al lado de ellos investigando, aprendiendo y experimentando el regocijo de vernos crecer como cultura nacional.
Si bien no podemos aspirar a que nuestra identidad nacional se preserve incólume, en el Siglo XXI los rasgos de la panameñidad dependerán de la capacidad que tengamos los panameños para construir y soñar. En ese empeño, tanto el hombre capitalino como el que habita en las provincias del Interior istmeño, deberán aunar esfuerzos. En lo que concierne al grupo humano que mora en la zona del Panamá rural, estoy seguro que sabrá asumir los retos que supone este otro desafío contemporáneo. Confío en que al final, sin renunciar a los beneficios científicos y tecnológicos, sabrá combatir con denuedo la deshumanización y el imperio de los valores de la cultura light. Larga vida a la cultura nacional.
Disertación en el encuentro del Consejo de Facultades Humanísticas de Centroamérica, evento realizado el 15 de julio de 2002 en la Sede Universitaria de Coclé.
En el Istmo, contra viento y marea, mora un sujeto al que hemos dado en llamarle panameño. Su identidad cultural tiene raíces antiquísimas y la misma ha sido producto de un largo proceso que comienza a dar sus frutos hacia el Siglo XVIII, centuria cuando todo indica que asoma el rostro una forma de ser que madura en el Siglo XIX. Esa panameñidad se constituye en el substrato que hace posible la independencia de España, los conatos separatistas del decimonono, la adhesión a Colombia, así como nuestra terquedad a lo largo del Siglo XX por deshacernos de un tratado oprobioso y hacer viable, al finalizar la vigésima centuria, el perfeccionamiento de nuestro Estado Nación.
El país tiene su faz cultural, de eso no cabe duda, y la historia nacional está llena de sucesos que dan cuenta del empeño por mantener incólume nuestro nacionalismo. Lo que importa es comprender que gran parte de nuestra fisonomía nacional, paradójicamente, se fundamenta en la heterogeneidad de grupos humanos que aquí se han acrisolado para forjar al istmeño. Esa capacidad nacional de ser sitio de encuentro, constituyéndose en una especie de rosa de los vientos de la cultura, no es tan sólo consustancial al componente sociológico del país, sino que además se expresa en la biodiversidad que surge como producto de la fusión y abrazo que aquí se da la masa continental americana. Esta circunstancia nos convierte en nación codiciada por investigadores de los diversos continentes, pero también propicia que estemos siempre bajo la lupa y agenda de viejos y nuevos imperios. Es decir, el transitismo nacional no es sólo un fenómeno político, surgido al calor del llamado “encuentro de culturas”; el mismo tiene su génesis y gestación cuando los cataclismos geológicos permiten que una lengua de tierra una al norte con el sur para que florezca ese prodigio de botánica, zoología, geología y sociología que vemos en Panamá. Sobre este tema un colega sociólogo de Sudamérica aseveraba que lo que le encantaba de nuestro país era poder apreciar, cómo en una zona geográfica como la nuestra, sin entrar en contradicciones mayores, podían convivir grupos humanos culturalmente tan disímiles.
Sin embargo, y no obstante el acierto de lo planteado, el estudioso nacional se encuentra con la presencia de dos componentes importantes en el Istmo; de un lado la existencia del Panamá transitista, en contraposición al sector que los istmeños hemos dado en llamar el Panamá profundo. El primero muestra al mundo la sección cosmopolita del país y se ha nutrido a través de una historia pletórica de barcos, piratas y corsarios, mulas cargadas de oro, ferrocarriles, canales, centros financieros y zonas libres de comercio. En cambio, en la antípoda de ese mundo, aunque dialécticamente ligado a él, aparece el Panamá que huele a caña, trapiche, raspadura, cuerpos sudorosos del trajín de un baile popular, polleras, montunos y mazamorra. En el Istmo le decimos a esa sección geográfica el Interior, como para dejar bien claro que lo otro es lo externo, la epidermis social y cultural de un país que ha tenido la dicha, o si se quiere el infortunio, de ser un puente, una zona de paso para gentes que transitan de un punto a otro del planeta.
El otro día pensaba en todo ello cuando, al comentar un libro de autor panameño para un programa radial que dirijo, tomé de mi biblioteca un texto cuyo nombre lo dice todo: La décima y la copla en Panamá, aporte que debemos a las preocupaciones intelectuales de Doña Dora Pérez de Zárate y su esposo Manuel Fernando de las Mercedes Zárate, ambas figuras cimeras de los estudios del folclor nacional. Pues bien, en 1952 ese texto fue premiado en el Concurso Ricardo Miró, lo que corrobora que el mismo arriba al medio siglo de existencia. En una retrospectiva de publicaciones que le antecedieron se encuentra Tradiciones y cantares de Panamá , de Narciso Garay, redactado hacia los años treinta del Siglo XX; El Orejano, la publicación que diera a conocer en los años ochenta del Siglo XIX el Dr. Belisario Porras Barahona y mucho más atrás, en 1792, el presbítero Juan Franco medita con su Breve noticia o apuntes de los usos y costumbres de los habitantes del Istmo de Panamá y sus producciones. En todas esas noticias sobre la cultura nacional, en un espacio tan dilatado de tiempo, hay algo que importa colocar en primer lugar. Se trata de que en ellos subyace una preocupación sobre el qué somos, como reflejo evidente de una sociedad nacional que tiene su manera de ser; me refiero a que en esos textos encontramos las referencias de un grupo humano de indudables raíces hispánicas, indígenas y africanas. En ellos los autores describen a un hombre distinto al transitista, vale decir, al que mora a la orilla del Canal de Panamá. Porras Barahona dijo de ese ser que era un orejano, retomando una expresión que en sentido peyorativo se usaba antiguamente para referirse al panameño que habita las provincias interioranas.
Desde entonces, para ese ser la panameñidad ha sido parte de su orgullo y como ente cultural ha asumido la responsabilidad que le cabe como portador de la identidad del habitante del Istmo. Hasta hace poco, esa identidad era retomada desde las provincias que moran el occidente del Canal de Panamá, especialmente en la franja costera que habitaron los indígenas con anterioridad al arribo de los españoles. Ese hombre, alejado del centro del poder del Istmo, distante de la zona transitista de Panamá y Colón, optó por replegarse hacia sus hábitos y costumbres. Tal hecho contribuyó a que comenzara a anteponer su forma de ser a aquella otra que terminó por llamarse el capitalino. Mientras éste aceptaba como válido la apertura a las innovaciones que arribaban a lomo de carabelas y bancos, aquél se replegó a su entorno y se preparó para anteponer una cultura de cutarra a otra de hamburguesas. Lo hizo de manera tan eficiente, que hacia los años setenta de la pasada centuria los símbolos de la panameñidad se reconocían básicamente como los que eran consustanciales a ese hombre mestizo e interiorano. A partir de allí, emulando su hazaña cultural, se produce un despertar del resto de los grupos culturales que comienzan a verse y estudiarse como tales. Me refiero, sin duda, al negro afroantillano, gnobe buglé y dules, sin olvidar a los chinos, hindúes, hebreos, árabes, etc.
Podemos decir que la historia del interiorano es básicamente la de un flujo y reflujo, cual marea de la cultura nacional, entre lo endógeno y exógeno. He aquí un grupo humano en permanente pugna con la modernización, temeroso de las innovaciones, pero hechizado por la magia mercantil que aquélla pregona. Este encuentro ha sido muchas veces soterrado, no siempre evidente, y representa en el fondo un pugilato entre los valores de una sociedad y economía campesina que sufre los embates de la racionalidad de un capitalismo que impregna el tejido social.
En este aspecto los panameños somos un ejemplo extremo de lo que acontece en América Latina. Lo peculiar, en todo caso, radica en el empuje que ha adquirido dicho fenómeno en el Istmo, al tratarse de una zona en donde los apetitos expansionistas de los españoles, franceses y estadounidenses han sido más evidentes que en la mayor parte de los lugares de Latinoamérica.
Debido a las razones expuestas, el país tiene una gran deuda con ese hombre interiorano que muchas veces con harapos arribó a la zona de tránsito. Los últimos doscientos años confirman que las truculencias del sistema social no han logrado doblegar, en su totalidad, el ímpetu demostrado al preservar los rasgos fundamentales de la panameñidad; con su estoicismo de istmeño vernáculo ha cargado sobre sus espaldas el motete de la dignidad del panameño raizal. El Grito del 10 de noviembre de 1821, el Incidente de la Tajada de Sandía en 1856, su participación en la Guerra de Los Mil Días, los flujos migratorios durante el Siglo XX, las procesiones de Semana Santa, carnavales, violines, empolleradas, fiestas de toros y conjuntos típicos pregonan su idiosincrasia y demuestran que se niega a renunciar a la patria de Justo Arosemena y Belisario Porras Barahona.
Obviamente, los años no han pasado en vano y pecaríamos de ingenuos, cayendo en un folclorismo alienante, si pensáramos que ese transitar hacia los tiempos modernos ha sido un proceso fácil para él. Así, inmerso en su casa de quincha o desde el rancho que azota la silampa matutina, ha sido testigo de cómo el mundo rural en que creció se ha visto estremecido por factores que no controla y que se le imponen con la fuerza de la oferta y la demanda o tras las imágenes televisivas que invaden su hogar para sembrar en sus proles otros gustos y apetencias culturales.
En especial, desde la segunda mitad del Siglo XX, el impacto de esa penetración cultural ha sido más profunda y ha abierto dolorosas grietas en su autoestima. Justamente para esas calendas, inmediatamente después de la Segunda Posguerra, reacciona ante las transformaciones que experimenta echando mano de todo tipo de mecanismos para reafirmar sus rasgos culturales. Hay que recordar que por esta época surgen variados festivales folclóricos ( Festival de la Mejorana en Guararé, el Manito en Ocú, la Pollera en Las Tablas, entre otros). Observamos, por ejemplo, cómo se produce un cambio entre los antiguos bailes de violines; instrumento y danza que son reemplazados por los acordeones que se ejecutan en salas de bailes que varían desde los aposentos familiares hasta los populares toldos pueblerinos. Estamos ante un hecho importante, porque el acordeón de Gelo Córdoba, Dorindo Cárdenas, Yin Carrizo o Samy Sandoval esconde bajo sus fuelles los latidos musicales del corazón de la patria de Buenaventura Correoso.
Por ello, resulta un verdadero prodigio que en un país como Panamá, quizás después de Puerto Rico la nación más influenciada culturalmente por los Estados Unidos de Norteamérica, aún encontremos la capacidad de resistencia cultural de un grupo humano que se niega a dejar de ser una república con fisonomía propia. Porque si bien el Canal actuó a manera de embrujo sobre un hombre que llegaba a sus orillas calzado con cutararras, lo que hemos podido constatar en la última centuria, contrario a lo que uno podría colegir, es que los flujos migratorios del hombre interiorano terminaron por tomarse la zona de tránsito e imponer gran parte de su idiosincrasia al resto del conglomerado social.
En este punto de nuestras meditaciones, el pensamiento nos lleva a interrogarnos sobre la suerte del hombre que mora en la zona del Panamá Profundo y que en el Siglo XXI deberá enfrentar desafíos que quizás ni siquiera sospechó en la centuria precedente. ¿ Cómo hacer para que la panameñidad, que es el substrato de lo que somos como nación, continúe preservando sus esencias al mismo tiempo que el ser que la sustenta se beneficia de la ciencia y la tecnología contemporánea?. Todo esto sin desconocer que ese panameño que heredamos del Siglo XX indefectiblemente será transformado por el impacto de los tiempos modernos. Pero en fin, medito, no se trata en nuestro caso de petrificar el folclor o las tradiciones en general, sino de mantener hasta donde sea viable los rasgos que nos han distinguido como nación. Afortunadamente, uno puede constatar que ese hombre de la calle lleva en sí mismo el germen de lo que desea ser y está realizando en su praxis cotidiana esfuerzos de resistencia cultural que deberían estudiarse con mayor detenimiento.
A manera de ejemplo, analicemos lo que ha hecho el hombre interiorano para no ser devorado por la vorágine de la modernidad. Profundicemos un poco en el caso de los violines y acordeones, al que hacíamos alusión con anterioridad. Los primeros ejercieron su hegemonía musical hasta mediados del Siglo XX. Este período histórico no es casual, corresponde a la época de la apertura del mercado interno, el arribo de la radio, el desarrollo de los colegios secundarios y la presencia de la Universidad de Panamá en la región interiorana. Hacia estas calendas el Dr. Porras ya había construido la carretera en la década del veinte y en los años cuarenta los barcos interioranos realizan su último viaje a la Capital de la República. Pues bien, como ya dijimos, la hegemonía del violín, amo y señor de los bailes populares en el Interior panameño, comienza a ser retado por la presencia de otro instrumento musical: el acordeón. Éste es rescatado de las cantinas en donde ha vivido agazapado, cual paria social, para tomarse el país de la mano de hombres como Rogelio “Gelo” Córdoba y Dorindo Cárdenas. Lo demás ya es historia patria, porque en Panamá se baila al son del acordeón desde la casa solitaria en Punta Morro de Puerco hasta los burgueses y refinados salones transitistas del Club Unión. Quiero decir con ello que no es tan mecánico esto, como generalmente se pregona, de que los medios de comunicación de masas convierten en juguete social a un componente social de suyo tan complejo. Hay en todo este fenómeno una dialéctica social, no siempre bien estudiada, en la que los grupos sociales se resisten a ser una masa amorfa, desprovista de sentido. Las relaciones y vínculos entre el Interior panameño y la zona de tránsito así lo demuestra, porque entre otras razones la propia urbe capitalina es hoy una ciudad de campesinos. Podemos afirmar, que no obstante la presencia de la zanja canalera que los norteamericanos construyeron sobre el corazón de la patria de Mateo Iturralde y Buenaventura Correoso, la sabia vivificadora del Interior panameño ha permeado hasta las facetas más ocultas del sistema social. Sobre este punto muchas veces me divierte escuchar, casi sin querer, conversaciones de paisanos en los múltiples establecimientos de expendio de comida rápida, de esas que algunos han denominado como chatarra. Al verlos uno entiende que allí, detrás de los uniformes, las luces de neón y las hamburguesas, la identidad cultural del panameño está presente; lo que confirma que no será fácil obligar al istmeño a olvidar lo que ese hombre sencillo proclama: una saloma de redención que nace desde lo profundo de nuestra garganta de panameños.
Hasta ahora el Interior de la república ha sido el reservorio de las tradiciones y de la cultura que tiene en los orejanos la muralla de contención que se ha erigido contra las fuerzas que pugnan por desnaturalizar la cultura del panameño. Debemos admitir que en ese empeño no siempre estuvo acompañado por las instituciones responsables de esa preservación. Lo que después institucionaliza el Estado es producto de una dinámica social que previamente se amasó con tortillas, machetes curvos, polleras, festivales, décimas y guarapo.
En los tiempos actuales el que logre preservar la cultura nativa dependerá no solamente de él, sino del apoyo de las organizaciones responsables de la socialización de las nuevas generaciones. En este punto la Universidad de Panamá deberá estar a su lado, de la misma manera como lo hizo desde su fundación en 1935; y para ello ha de poner a la disposición del país a las inteligencias más creativas en el estudio y divulgación de lo que somos como nación. En este sentido las Sedes Universitarias en las regiones interioranas están llamadas a asumir un liderazgo sano; porque de lo que se trata es de que las políticas de extensión cultural acompañen a los grupos humanos nacionales, no para imponer recetas mágicas, sino para caminar al lado de ellos investigando, aprendiendo y experimentando el regocijo de vernos crecer como cultura nacional.
Si bien no podemos aspirar a que nuestra identidad nacional se preserve incólume, en el Siglo XXI los rasgos de la panameñidad dependerán de la capacidad que tengamos los panameños para construir y soñar. En ese empeño, tanto el hombre capitalino como el que habita en las provincias del Interior istmeño, deberán aunar esfuerzos. En lo que concierne al grupo humano que mora en la zona del Panamá rural, estoy seguro que sabrá asumir los retos que supone este otro desafío contemporáneo. Confío en que al final, sin renunciar a los beneficios científicos y tecnológicos, sabrá combatir con denuedo la deshumanización y el imperio de los valores de la cultura light. Larga vida a la cultura nacional.
Disertación en el encuentro del Consejo de Facultades Humanísticas de Centroamérica, evento realizado el 15 de julio de 2002 en la Sede Universitaria de Coclé.