Moisés Chong, parado, el tercero de izquierda a derecha |
La pregunta que deseo contestar en este instante es sencilla, pero a la vez compleja. Me interrogo: ¿Para qué sirve la inteligencia? Y pareciera ocioso el reflexionar sobre este tópico en un mundo crecientemente tecnológico y cargado de manifestaciones cibernéticas y mediáticas. Porque el punto estriba en comprender para qué sirve eso que hemos dado en llamar inteligencia en una sociedad alienada como la nuestra, a veces deshumanizada y carente de solidaridad social. Pienso que ese cogitar sobre las cosas contemporáneas se hace cada día más urgente, aunque la tarea ya haya sido la preocupación de cerebros como Sócrates, Platón, Aristóteles, Unamundo y otros que en los actuales momentos se devanan los sesos, mientras nosotros vivimos la placidez de la hamaca o la complicidad que la muñida cama nos ofrece.
Dice el hombre ser inteligente y lo afirma éste bípedo sobre sí mismo en un arranque de pedantería, dejando a otros seres en la orfandad intelectual. Yo pienso que esto de ser inteligente es un asunto de suyo enmarañado, porque no existe una capacidad para abarcarlo todo; por el contrario, apenas logramos aproximarnos a una parcela de la realidad. Por ejemplo, el hombre pretencioso postula su visión holísticas, de totalidad, como si estuviera en capacidad de comprender el todo desde la parte o la parte desde el todo. Pero bien, a lo que quiero llegar es a sostener que la inteligencia no es necesariamente un asunto de entes con lucidez humana, al menos como este servidor la entiende, porque existen muchas manifestaciones de la perspicacia del homo sapiens. Miro a ese orejano que vende copos de hielo, “raspao” a la panameña, y me gozo con el disfrute de su talento. Paso más allá y observo a la artesana que confecciona la pollera para exclamar: “Qué inteligente es esa paisana”. A su vez leo a García Márquez y Vargas Llosa, genios de la literatura latinoamericana, y me extasío con el Macondo del primero y la crítica mordaz que del “Chivo” dominicano realiza el segundo.
A veces, en la soledad de mi cavilar, llego a pensar que la escuela, en cualesquiera de sus manifestaciones, no deja de ser un mal necesario. El centro educativo esconde en su institucionalidad la increíble irresponsabilidad de sacralizar el conocimiento, de creerse la portadora de la verdad y el templo de la sabiduría. Y lo triste, en todo caso, es que el docente, el maestro, catedrático o como deseemos llamarle, asume en esa catedral el oficio de sacerdote; creyéndose más cerca de Dios y, por lo tanto, portador de la suma del conocimiento. Si no fuera porque mis palabras podrían ser mal interpretadas, proclamaría como lo hizo en su momento Iván Ilich, “abajo la escuela”, muera la institución para que renazca de esa cárcel de falso conocimiento, el auténtico encuentro con la verdad, lejos de mediaciones ociosas. Estoy convencido que en el futuro la universidad, por ejemplo, desaparecerá como la conocemos para asumir otra forma y otro fondo.
Mientras tanto, tenemos que trabajar el pan con la harina que tenemos, vale decir, con el maíz haremos la “changa” que necesitamos. Siento que contemporáneamente carecemos de mística, de compromiso con la inteligencia, la del vulgo y la del académico. El problema nace del hecho de no haber aprendido a amar, a pensar con el cerebro, pero tampoco con el corazón. Porque el amor es el élan vital, la sabia vivificante que nutre al hombre que logra ser científico, sin dejar de renunciar a ser simultáneamente humanista. No olvidemos que antiguamente existió un hombre sin ciencia, pero nunca habrá ciencia sin hombre.
De lo dicho se colige que un panameño como el Dr. Moisés Chong Marín aprendió esta lección de manera temprana, desde las aulas del Nido de Águilas hasta el espacio que ocupa el “Ciego en busca de la luz”. Además caminado por las principales capitales del mundo, pero también por la “Calle del Pescao” y las colinas de Altos del Marejobo. El colega profesor era un docente inédito, irrepetible en un colegio como el José Daniel Crespo o en la sede de la Universidad de Panamá que se emplaza en la capital provincial herrerana.
En verdad hay que asumir un compromiso social muy fuerte, así como arraigado en el corazón y en el carácter, como para intentar estructurar un pensamiento universal en el Chitré de 1957, rural y montaraz, e incluso en este otro con pretensiones de urbe que asuma su faz contemporánea aún con los pantalones llenos de abrojos. Realizar comentarios escritos sobre Teilhard de Chardin, Don José de Unamuno, Ortega y Gasset, entre otros, redactados con una humilde máquina de escribir, cuyas páginas eran remitidas a la Ciudad de Panamá por correo, en su momento fue toda una proeza para una chitreanidad poco dada a estos altos vuelos del pensamiento.
Lo admirable en Chong Marín ha sido su mística y tesón, porque el chorrerano-herrerano, nunca quiso ser más que ser, un hombre que aprendió a pensar con cabeza propia; admirable por haber creado la Universidad Popular de Azuero, pero que en el fondo detestaba los trámites de corte burocrático, porque se sabía llamado a cosas más trascendentes. Sin duda no estaba hecho para el papeleo, era refractario a la lisonja rastrera y a la alharaca pueblerina e interesada.
Mirando es retrospectiva, sé que no aprobaría que se le colocara su nombre a ninguna institución; quizás por ello eso su cortejo fúnebre fue silencioso, casi anónimo y su cuerpo fue inhumado en tierra, nadie profirió una palabra en el cementerio, porque sus amigos pensábamos que era el mejor tributo a su estilo de vida: austero, solitario e inteligente. En efecto, yo creo que Chong Marín amaba la soledad, pero no aquella de quien se aleja de las gentes porque se cree ermitaño o asceta, sino porque entendía que no existe producción intelectual sin distanciamiento, como si los estímulos sensoriales fuesen un estorbo para pensar con claridad. No por mera casualidad era experto en epistemología, teoría de la ciencia o gnoseología, como deseemos llamarle. Y tenía razón, porque no hay genialidad inmersa en la barahúnda de la vida, atosigada por la contaminación acústica y la charla insustancial. Acaso será por esta razón que en nuestros días cuesta pensar con nuestra propia mollera, siempre pendientes del mensaje electrónico y de aquella música estridente que genera sobresalto en los sentidos y amenaza con clausurar nuestro maltrecho meollo.
Con las limitaciones que son propias de todo hombre, porque quién carece de ellas, el legado de Chong Marín se divide entre su copiosa producción intelectual, la sed insaciable de conocimiento y su ejemplo de docencia universitaria.
Chong no era un profesor común, no podía serlo en la sociedad en la que moraba, con un proyecto de vida centrado en las cosas de la inteligencia y en la divulgación cultural que le caracterizó. En cambio, para los que vivimos en la Universidad, con la Universidad y para la Universidad, el pensador Chong Marín se constituye en un paradigma, en un ejemplo del profesor universitario que busca y es luz, y en un emblema para los estudiantes que nunca dejan de serlo. Y hay que hacerlo sin exagerar su legado, ni atribuirle cualidades que nunca tuvo.
Pensando en Chong Marín, se comprende que la cátedra universitaria es otra cosa, un poco distinta de lo que a veces vemos a diario. La Universidad tiene que estar al servicio de la gente y el docente es la imagen de ese intramuros universitario en que se agita. Intramuros que no divide, sino que muestra a quien lo avizora los límites del sentido común.
Alguien me dijo que Don Moisés no tenía casa, residencia, y respetuosamente me quedé callado, cavilando sobre lo herrado de esa reflexión. Al contrario, estimo que tenía la mejor de las residencias; moraba en esta Península de Emigrantes, en esta tierra de la identidad nacional. Como los griegos, a quienes admiraba, supo auscultar el mundo inmerso en una sociedad del acordeón, los jardines de baile y el seco barato. Y sin renegar de su orejanidad o de sus genes orientales, un día se marchó para dejarnos su estela de realizaciones y su profundo amor a la verdad.
.....mpr...
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