Eran las 5 de la tarde del 15 de mayo de 1903 cuando el pelotón militar,
integrado por 12 hombres uniformados, fusila al coclesano Victoriano Lorenzo
Troya. Luego, sin ataúd es sepultado en fosa común, como si se tratara de despreciable
despojo humano, depositan en un lugar desconocido a la legendaria figura
istmeña de finales del siglo XIX e inicio del XX. Las balas mataron al hombre
terrenal, pero hicieron de él un personaje con ribetes legendarios y cuasi mitológicos. Sin embargo, y en dirección contraria, los
mismos grupos dominantes que prohíjan, seis meses después, la separación de
Colombia, pintan a Victoriano como bandolero de la sierra y encarnación detestable
de la cholería. Y en ese proceder le acompañan las familias interioranas que mantienen
la hegemonía desde la sabana antropógena que irriga el río Zaratí.
La muerte del istmeño es de lo más emblemática, porque no se trata sólo
del ultraje a la dignidad humana de un patriota, sino del fruto de un largo
caminar que inicia en el siglo XVI cuando los españoles arrasan con los
indígenas que moran en las sábanas y se apropian de las fértiles tierras que los
aborígenes habitaban próximo a la costa y en las estribaciones de la montaña.
Los mismos campos que, debido al exterminio, los colonizadores se ven
precisados a repoblar con nativos provenientes de Centroamérica. Porque una
cosa parece quedar clara en los estudios históricos de los últimos tiempos,
Victoriano y su gente están emparentados con grupos originarios de esa zona
central de América Latina.
Cuando en los últimos años del siglo XIX y primeros del veinte, en época
de la Guerra de los Mil Días, Lorenzo Toya y su gente se suman a los
contingentes liberales de Belisario Porras Barahona, han pasado 300 años de despojo
en una evolución social plagada de sufrimiento, exclusión humana y desprecio
por el pueblo llano que él personifica.
Todo este proceso está lleno de un simbolismo que eriza la piel cuando
se piensa en la rebelión de los cholos que encarna el istmeño. Tema relevante e
insuficientemente estudiado, porque, así como Belisario Porras Barahona se
convierte en el primer ideólogo de la orejanidad, quiero decir, de los
campesinos mestizos de la península de Azuero y otras zonas nacionales,
Victoriano es el adalid del cholo, el indígena también mestizo, que al igual
que Porras no se avergüenza de su progenie cultural. La diferencia estriba en
que el tableño tiene la formación académica para plasmarlo en su alegato cultural
de 1881, El Orejano; mientras que Lorenzo Troya no escribe sobre el tema,
porque tampoco le hace falta, porque lo blande en la hoja del sable; cual
Quijote panameño que arremete contra los molinos de la alienación colectiva de
su gente.
Victoriano es cholo, de baja estatura y usa una espada que prácticamente
le toca el suelo. Sí, cholo mestizo, fruto de los amores entre indios y negros
coloniales; cómplices en el amor de sus respectivas condiciones de clase
sometida por los gamonales de la sabana.
Hasta bien entrado el siglo XIX sus coterráneos han sido culturizados, obligados
a adaptarse a la sociedad occidental con la espada y la cruz. Están allí,
pegados a la montaña, porque no hay para donde irse, incluso cazados por los
indígenas mosquitos de la costa caribe de Centroamérica, los que desde el siglo
XVIII descienden por el río Calovébora para capturarlos y venderlos a ingleses
y franceses que merodean el Istmo con la intención de arrebatarle a los
hispánicos el monopolio del comercio. Me refiero a los mismos imperios que influyen
decisivamente en las independencias de 1821 y 1903, no por el plausible deseo
de que fuéramos libres, sino porque el Istmo servía a intereses estratégicos y
mercuriales.
Decir que Victoriano comprendía los entresijos de la geopolítica mundial
que propició su muerte, sería mentir. Lo suyo era algo más pragmático, más
centrado en reivindicaciones puntuales. El cholo sabía en donde se expresaba la
causa real de sus males colectivos y por ello, esperanzado, se alía
estratégicamente al liberalismo progresista. Había visto en Penonomé, San
Carlos, Capira y otros poblados el peso que tenían los herederos del poder
colonial, de quienes ya dijimos que proclamaron la independencia de Panamá de
España y luego negociaron la separación de Colombia. Mejor no lo pudo decir
Belisario en su opúsculo La venta del Istmo, así como en la frase de combate
que algunos atribuyen a Victoriano: “La pelea es peleando”.
Esa lucha por el poder, como vía de acceso para resolver problemas de
injusticia social, hay que mirarla en un contexto más amplio; porque el Cholo
Coclesano se erige en emblema de redención social que igualmente aflora en otras
latitudes. Como en el caso del General de Hombres Libres, Augusto César Sandino,
y su rebeldía defendiendo a Nicaragua de la invasión estadounidense, lucha que
escenificó entre 1927 y 1933, antes de su alevoso asesinato en 1934. Lo cual,
en el siglo XX, coloca a Victoriano como zapador de las guerrillas populares
que en dicha centuria aflorarán en América Latina. En este sentido Victoriano
es más que un campesino de extracción indígena que se revela en Panamá, expresa
los problemas no resueltos de una América Latina que creyó en los pregones
ideológicos de la Revolución Francesa, pero que al terminar el siglo XIX
descubre que no se han hecho realidad, que son solo promesas.
Mientras tanto en Panamá, transcurrió gran parte del siglo XX para que
la figura de Lorenzo Troya dejara de ser la imagen del bandido que baja de la
sierra para hacer justicia a su manera y se le ubicara como lo que realmente
fue: la voz de su raza. Y aún en los tiempos actuales, no faltan los corifeos
que miran en la alianza Victoriano-Belisario un interés exclusivamente liberal,
dejando de lado que la redención nacional, cuando se encamina a retar el poder
económico y político que se asienta en la zona de tránsito, siempre ha sido
producto de la unión campesina y el arrabal capitalino, como en el caso de
Buenaventura Correoso, Belisario Porras Barahona y Omar Torrijos Herrera, obviamente
con las peculiaridades históricas de cada caso.
Y al parecer se repite la misma historia, como la que se refleja en la
efeméride que acabamos de conmemorar, el Bicentenario de la Independencia de
Panamá de España, ya que su génesis no fue solo la hechura del mercantilismo
transitista, sino producto del modelo agropecuario, del eje Villa de Los Santos-Natá,
que es en donde realmente se fragua el proceso de independencia, modelo que se
contrapone al eje Panamá-Portobelo-Nombre de Dios. En este sentido, como
aconteció con Victoriano, pareciera que existe una perversa y solapada
tendencia de destruir los símbolos o íconos culturales del pueblo istmeño. Me
refiero, por ejemplo, a la imagen de Rufina Alfaro -verdad o leyenda-, a lo
mejor conseja popular, no lo sabemos aún, pero sin duda un personaje que ha
generado conciencia de patria y que el panameño reconoce como ícono de lo que
representa la independencia, de su rol protagónico, del papel popular y aún del
feminismo de la anónima campesina interiorana del siglo XIX. Visión chata que
no comprende el poder revolucionario del mito en la conciencia e identidad de
los pueblos.
Lo acaecido con Vitoriano demuestra que, a finales del siglo XIX y
principio del XX, los principios doctrinarios de la Ilustración todavía no
habían echado raíces, como ya queda dicho. El hombre del campo seguía siendo el
ente cultural a quien calificarían despectivamente de orejano, campesino, patirrajao, del otro lado del puente,
manuto y cholo. Vocablos con los cuales se quiere establecer muros, separar,
excluir, decirnos que somos los otros; que está muy bien que la cornucopia
vierta sus riquezas hacia un lado, el de la abundancia, mientras a los demás, a
la mayoría, le corresponde el papel de gato ñarriando
(maullando) para que le entreguen el mendrugo de la opípara mesa del potentado,
del amo.
Las luchas victorianas tienen un hondo significado y no se agotan en la
disputa de los mestizados indígenas del área comarcal de Coclé. Sin saberlo,
aunque sentido en la boca del estómago, Victoriano luchaba contra la herencia
de personajes coloniales, como en el caso de Víctor de La Guardia y Ayala, quien
escribe en el siglo XIX la primera obra de teatro istmeña de la que se tiene
noticia (La política del mundo), pero que también fue un gamonal penonomeño
de lo más ruin y abyecto, individuo que se apropiaba de la tierra del campesino
y que era enemigo acérrimo de Francisco Gómez Miró y Domínguez de Lara, el
ideólogo interiorano de la independencia de Panamá de España.
Puedo afirmar, sin el más mínimo temor a equivocarme, que la historia
del Istmo puede ser estudiada al repasar la vida de Victoriano Lorenzo Troya.
Ella refleja, como en un espejo, las causas internas y externas, las
contradicciones de un país cuya mayor tragedia ha sido, paradójicamente, su
posición estratégica. La vida del general coclesano es la del íngrimo hombre
del campo que vive sometido a estructuras sociales y su vínculo con familias
dominantes, casi siempre ubicadas en los pueblos principales, desde donde
ejercen su hegemonía y control social y cultural. Tanto ha sido así, que hasta
hace poco las bancas en los templos llevaban sus nombres y apellidos y ellos podían
ser sepultados a la sombra del templo bajo el señalamiento de “cruz alta”. Los
demás aparecen en los archivos parroquiales inhumados de limosna y
algunos bajo el rubro de cruz chica.
En estas tierras de Victoriano, tan próximas al canal interoceánico que
se construye luego de su alevosa muerte, una transnacional minera se apropia de
las riquezas del istmeño, saquea los recursos que nos pertenecen, mientras a
los descendientes de Victoriano les queda el ejercer de peón, al mismo tiempo
que se destruye el legado ambiental en el mismo corazón de la patria
mancillada. La tierra coclesana corre similar suerte a la Reserva Indígena
creada por Porras, territorio del cual los descendientes de Victoriano apenas
si se han beneficiado, comarca que la angurria por la tierra logró cercar y
convertirla en haciendas particulares.
De lo dicho se colige que en el siglo XXI y más allá, la nación no puede
darse el lujo de olvidar a los verdaderos héroes, aquellos que con sus actos
honran el andar de un pequeño país en la cintura ístmica americana. La
república a quien destacó José Franco en su PANAMÁ DEFENDIDA, la misma de
Francisco Changmarín en EL GUERRILERO TRANSPARENTE, necesita que las nuevas
generaciones dejen de ser, al decir de Ortega y Gasset, el señorito
satisfecho. Y esa aspiración sólo será posible cuando la educación
panameña, transformada en sus raíces, les muestre a las figuras cimeras de la
nacionalidad, para que los héroes televisivos den paso a Justo Arosemena,
Belisario Porras Barahona, Pedro Goitía Meléndez, Octavio Méndez Pereira,
Vitoriano Lorenzo Troya y toda una pléyade de istmeños que sería largo
enumerar.
La tarea es extensa y llena de obstáculos, pero nada que no pueda ser
superado con organización y liderazgo ilustrado. Tenemos que rescatar a
nuestros prohombres y a nuestras epopeyas, como la emprendida por los panameños
en un día como hoy, el 12 de diciembre de 1947, mediante el liderazgo de la
Federación de Estudiantes de Panamá y el Frente Patriótico de la Juventud,
cuando la nación de Victoriano se opuso a la permanencia de bases militares y
demostró, con hechos, en donde radica el poder originario.
Y hoy estamos aquí, en Cabuya de Chame, la tierra de Diana Morán Garay
(1929-1987) y su SOBERANA PRESENCIA DE LA PATRIA. La cabuyana que en 1964
escribió en ese memorable poema patriótico:
¿Quién me pide que sufra, que suframos de amnesia,
que le demos a Flemming tres medallas
y con Bogart bailemos tamborito
por la amistad del tiburón
y el anzuelo en las sardinas?
Por eso me llena de emoción que, en un pueblo de la oquedad del campo,
por donde en algún momento transitó Victoriano, se realicen reconocimientos tan
inmensos y llenos de trascendente significado como el que se vive en Cabuya de
Chame. Dan ganas de gritar: Que viva la inteligencia y desaparezca la
estulticia. Porque develar la efigie de Victoriano Lorenzo Troya es un
evento que se inscribe en la dirección correcta, supera las visiones románticas
a las que somos tan proclives los panameños, no pocas veces borrachos de
folklore adulterado y de celebraciones novembrinas, que se olvidan, como se
pierde el eco y el humo del volador entre los cerros.
Nunca se podrá ocultar la verdad histórica, imposible, tal y como se
intentó al pretender desaparecer el legado de un hombre como Victoriano Lorenzo
Troya. Panameños como él siempre renacerán de la sierra y la sabana, del monte
y las aldeas, de la ciudad y del campo como emblemas de nacionalidad; istmeños
que debajo del sombrero campesino, los tembleques y la danza del Cucuá, sacan a
relucir la dignidad nacional.
.......mpr...
Disertación en Cabuya de
Chame, el 12 de diciembre de 2021, con motivo de la develación de la efigie de
Victoriano Lorenzo Troya.
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