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13 diciembre 2021

VICTORIANO LORENZO TROYA (1867-1903)

 

Eran las 5 de la tarde del 15 de mayo de 1903 cuando el pelotón militar, integrado por 12 hombres uniformados, fusila al coclesano Victoriano Lorenzo Troya. Luego, sin ataúd es sepultado en fosa común, como si se tratara de despreciable despojo humano, depositan en un lugar desconocido a la legendaria figura istmeña de finales del siglo XIX e inicio del XX. Las balas mataron al hombre terrenal, pero hicieron de él un personaje con ribetes legendarios y cuasi mitológicos.  Sin embargo, y en dirección contraria, los mismos grupos dominantes que prohíjan, seis meses después, la separación de Colombia, pintan a Victoriano como bandolero de la sierra y encarnación detestable de la cholería. Y en ese proceder le acompañan las familias interioranas que mantienen la hegemonía desde la sabana antropógena que irriga el río Zaratí.

La muerte del istmeño es de lo más emblemática, porque no se trata sólo del ultraje a la dignidad humana de un patriota, sino del fruto de un largo caminar que inicia en el siglo XVI cuando los españoles arrasan con los indígenas que moran en las sábanas y se apropian de las fértiles tierras que los aborígenes habitaban próximo a la costa y en las estribaciones de la montaña. Los mismos campos que, debido al exterminio, los colonizadores se ven precisados a repoblar con nativos provenientes de Centroamérica. Porque una cosa parece quedar clara en los estudios históricos de los últimos tiempos, Victoriano y su gente están emparentados con grupos originarios de esa zona central de América Latina.

Cuando en los últimos años del siglo XIX y primeros del veinte, en época de la Guerra de los Mil Días, Lorenzo Toya y su gente se suman a los contingentes liberales de Belisario Porras Barahona, han pasado 300 años de despojo en una evolución social plagada de sufrimiento, exclusión humana y desprecio por el pueblo llano que él personifica.

Todo este proceso está lleno de un simbolismo que eriza la piel cuando se piensa en la rebelión de los cholos que encarna el istmeño. Tema relevante e insuficientemente estudiado, porque, así como Belisario Porras Barahona se convierte en el primer ideólogo de la orejanidad, quiero decir, de los campesinos mestizos de la península de Azuero y otras zonas nacionales, Victoriano es el adalid del cholo, el indígena también mestizo, que al igual que Porras no se avergüenza de su progenie cultural. La diferencia estriba en que el tableño tiene la formación académica para plasmarlo en su alegato cultural de 1881, El Orejano; mientras que Lorenzo Troya no escribe sobre el tema, porque tampoco le hace falta, porque lo blande en la hoja del sable; cual Quijote panameño que arremete contra los molinos de la alienación colectiva de su gente.

Victoriano es cholo, de baja estatura y usa una espada que prácticamente le toca el suelo. Sí, cholo mestizo, fruto de los amores entre indios y negros coloniales; cómplices en el amor de sus respectivas condiciones de clase sometida por los gamonales de la sabana.

Hasta bien entrado el siglo XIX sus coterráneos han sido culturizados, obligados a adaptarse a la sociedad occidental con la espada y la cruz. Están allí, pegados a la montaña, porque no hay para donde irse, incluso cazados por los indígenas mosquitos de la costa caribe de Centroamérica, los que desde el siglo XVIII descienden por el río Calovébora para capturarlos y venderlos a ingleses y franceses que merodean el Istmo con la intención de arrebatarle a los hispánicos el monopolio del comercio. Me refiero a los mismos imperios que influyen decisivamente en las independencias de 1821 y 1903, no por el plausible deseo de que fuéramos libres, sino porque el Istmo servía a intereses estratégicos y mercuriales.

Decir que Victoriano comprendía los entresijos de la geopolítica mundial que propició su muerte, sería mentir. Lo suyo era algo más pragmático, más centrado en reivindicaciones puntuales. El cholo sabía en donde se expresaba la causa real de sus males colectivos y por ello, esperanzado, se alía estratégicamente al liberalismo progresista. Había visto en Penonomé, San Carlos, Capira y otros poblados el peso que tenían los herederos del poder colonial, de quienes ya dijimos que proclamaron la independencia de Panamá de España y luego negociaron la separación de Colombia. Mejor no lo pudo decir Belisario en su opúsculo La venta del Istmo, así como en la frase de combate que algunos atribuyen a Victoriano: “La pelea es peleando”.

Esa lucha por el poder, como vía de acceso para resolver problemas de injusticia social, hay que mirarla en un contexto más amplio; porque el Cholo Coclesano se erige en emblema de redención social que igualmente aflora en otras latitudes. Como en el caso del General de Hombres Libres, Augusto César Sandino, y su rebeldía defendiendo a Nicaragua de la invasión estadounidense, lucha que escenificó entre 1927 y 1933, antes de su alevoso asesinato en 1934. Lo cual, en el siglo XX, coloca a Victoriano como zapador de las guerrillas populares que en dicha centuria aflorarán en América Latina. En este sentido Victoriano es más que un campesino de extracción indígena que se revela en Panamá, expresa los problemas no resueltos de una América Latina que creyó en los pregones ideológicos de la Revolución Francesa, pero que al terminar el siglo XIX descubre que no se han hecho realidad, que son solo promesas.

Mientras tanto en Panamá, transcurrió gran parte del siglo XX para que la figura de Lorenzo Troya dejara de ser la imagen del bandido que baja de la sierra para hacer justicia a su manera y se le ubicara como lo que realmente fue: la voz de su raza. Y aún en los tiempos actuales, no faltan los corifeos que miran en la alianza Victoriano-Belisario un interés exclusivamente liberal, dejando de lado que la redención nacional, cuando se encamina a retar el poder económico y político que se asienta en la zona de tránsito, siempre ha sido producto de la unión campesina y el arrabal capitalino, como en el caso de Buenaventura Correoso, Belisario Porras Barahona y Omar Torrijos Herrera, obviamente con las peculiaridades históricas de cada caso.

Y al parecer se repite la misma historia, como la que se refleja en la efeméride que acabamos de conmemorar, el Bicentenario de la Independencia de Panamá de España, ya que su génesis no fue solo la hechura del mercantilismo transitista, sino producto del modelo agropecuario, del eje Villa de Los Santos-Natá, que es en donde realmente se fragua el proceso de independencia, modelo que se contrapone al eje Panamá-Portobelo-Nombre de Dios. En este sentido, como aconteció con Victoriano, pareciera que existe una perversa y solapada tendencia de destruir los símbolos o íconos culturales del pueblo istmeño. Me refiero, por ejemplo, a la imagen de Rufina Alfaro -verdad o leyenda-, a lo mejor conseja popular, no lo sabemos aún, pero sin duda un personaje que ha generado conciencia de patria y que el panameño reconoce como ícono de lo que representa la independencia, de su rol protagónico, del papel popular y aún del feminismo de la anónima campesina interiorana del siglo XIX. Visión chata que no comprende el poder revolucionario del mito en la conciencia e identidad de los pueblos.

Lo acaecido con Vitoriano demuestra que, a finales del siglo XIX y principio del XX, los principios doctrinarios de la Ilustración todavía no habían echado raíces, como ya queda dicho. El hombre del campo seguía siendo el ente cultural a quien calificarían despectivamente de orejano, campesino, patirrajao, del otro lado del puente, manuto y cholo. Vocablos con los cuales se quiere establecer muros, separar, excluir, decirnos que somos los otros; que está muy bien que la cornucopia vierta sus riquezas hacia un lado, el de la abundancia, mientras a los demás, a la mayoría, le corresponde el papel de gato ñarriando (maullando) para que le entreguen el mendrugo de la opípara mesa del potentado, del amo.

Las luchas victorianas tienen un hondo significado y no se agotan en la disputa de los mestizados indígenas del área comarcal de Coclé. Sin saberlo, aunque sentido en la boca del estómago, Victoriano luchaba contra la herencia de personajes coloniales, como en el caso de Víctor de La Guardia y Ayala, quien escribe en el siglo XIX la primera obra de teatro istmeña de la que se tiene noticia (La política del mundo), pero que también fue un gamonal penonomeño de lo más ruin y abyecto, individuo que se apropiaba de la tierra del campesino y que era enemigo acérrimo de Francisco Gómez Miró y Domínguez de Lara, el ideólogo interiorano de la independencia de Panamá de España.

Puedo afirmar, sin el más mínimo temor a equivocarme, que la historia del Istmo puede ser estudiada al repasar la vida de Victoriano Lorenzo Troya. Ella refleja, como en un espejo, las causas internas y externas, las contradicciones de un país cuya mayor tragedia ha sido, paradójicamente, su posición estratégica. La vida del general coclesano es la del íngrimo hombre del campo que vive sometido a estructuras sociales y su vínculo con familias dominantes, casi siempre ubicadas en los pueblos principales, desde donde ejercen su hegemonía y control social y cultural. Tanto ha sido así, que hasta hace poco las bancas en los templos llevaban sus nombres y apellidos y ellos podían ser sepultados a la sombra del templo bajo el señalamiento de “cruz alta”. Los demás aparecen en los archivos parroquiales inhumados de limosna y algunos bajo el rubro de cruz chica.

En estas tierras de Victoriano, tan próximas al canal interoceánico que se construye luego de su alevosa muerte, una transnacional minera se apropia de las riquezas del istmeño, saquea los recursos que nos pertenecen, mientras a los descendientes de Victoriano les queda el ejercer de peón, al mismo tiempo que se destruye el legado ambiental en el mismo corazón de la patria mancillada. La tierra coclesana corre similar suerte a la Reserva Indígena creada por Porras, territorio del cual los descendientes de Victoriano apenas si se han beneficiado, comarca que la angurria por la tierra logró cercar y convertirla en haciendas particulares.

De lo dicho se colige que en el siglo XXI y más allá, la nación no puede darse el lujo de olvidar a los verdaderos héroes, aquellos que con sus actos honran el andar de un pequeño país en la cintura ístmica americana. La república a quien destacó José Franco en su PANAMÁ DEFENDIDA, la misma de Francisco Changmarín en EL GUERRILERO TRANSPARENTE, necesita que las nuevas generaciones dejen de ser, al decir de Ortega y Gasset, el señorito satisfecho. Y esa aspiración sólo será posible cuando la educación panameña, transformada en sus raíces, les muestre a las figuras cimeras de la nacionalidad, para que los héroes televisivos den paso a Justo Arosemena, Belisario Porras Barahona, Pedro Goitía Meléndez, Octavio Méndez Pereira, Vitoriano Lorenzo Troya y toda una pléyade de istmeños que sería largo enumerar.

La tarea es extensa y llena de obstáculos, pero nada que no pueda ser superado con organización y liderazgo ilustrado. Tenemos que rescatar a nuestros prohombres y a nuestras epopeyas, como la emprendida por los panameños en un día como hoy, el 12 de diciembre de 1947, mediante el liderazgo de la Federación de Estudiantes de Panamá y el Frente Patriótico de la Juventud, cuando la nación de Victoriano se opuso a la permanencia de bases militares y demostró, con hechos, en donde radica el poder originario.

Y hoy estamos aquí, en Cabuya de Chame, la tierra de Diana Morán Garay (1929-1987) y su SOBERANA PRESENCIA DE LA PATRIA. La cabuyana que en 1964 escribió en ese memorable poema patriótico:

¿Quién me pide que sufra, que suframos de amnesia,

que le demos a Flemming tres medallas

y con Bogart bailemos tamborito

por la amistad del tiburón

y el anzuelo en las sardinas?

Por eso me llena de emoción que, en un pueblo de la oquedad del campo, por donde en algún momento transitó Victoriano, se realicen reconocimientos tan inmensos y llenos de trascendente significado como el que se vive en Cabuya de Chame. Dan ganas de gritar: Que viva la inteligencia y desaparezca la estulticia. Porque develar la efigie de Victoriano Lorenzo Troya es un evento que se inscribe en la dirección correcta, supera las visiones románticas a las que somos tan proclives los panameños, no pocas veces borrachos de folklore adulterado y de celebraciones novembrinas, que se olvidan, como se pierde el eco y el humo del volador entre los cerros.

Nunca se podrá ocultar la verdad histórica, imposible, tal y como se intentó al pretender desaparecer el legado de un hombre como Victoriano Lorenzo Troya. Panameños como él siempre renacerán de la sierra y la sabana, del monte y las aldeas, de la ciudad y del campo como emblemas de nacionalidad; istmeños que debajo del sombrero campesino, los tembleques y la danza del Cucuá, sacan a relucir la dignidad nacional.

 

.......mpr...

Disertación en Cabuya de Chame, el 12 de diciembre de 2021, con motivo de la develación de la efigie de Victoriano Lorenzo Troya.

 


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