Hace poco subí a la torre de la Iglesia de Nuestra Señora de Las Mercedes, y me quedé un rato mirando el poblado desde las alturas de su campanario. Allá en lontananza se erguía el mayor símbolo del santeñismo: el Cerro Canajagua. La mole tectónica dormía plácidamente mientras penachos de nube acariciaban su cima. El promontorio parecía de todo, menos un cerro, y hasta me lo imaginé como un dinosaurio durmiendo su siesta milenaria. Luego la vista golosa se posó sobre el Parque Bibiana Pérez y observé aquella antigua rotonda que el mazo hizo añicos. Dentro de su geografía de pueblo chico Guararé sigue siendo hermoso, pensé. Allá veo los techos con tejas renegridas, cargadas en hombros por los horcones de las casas de quincha. A esa hora algún transeúnte caminaba distraído por las calles; lo hacía desoyendo al tragamonedas que proyectaba al espacio urbano el sonido melancólico del acordeón bohemio.
Ese día me quedé allí, alelado y hechizado con la magia que forjaron griegos y romanos al diseñar el damero que también organiza el espacio urbano que hemos dado en llamar la Tierra de La Mejorana. ¡Cuántas generaciones han pasado por aquí!, desde los tiempos precolombinos de Guararí y la indiada que devoraba pixbaes y degustaba iguanas, antiguo hábito de nuestra gastronomía orejana. En este momento, y acompañado por la vieja campana de la torre, entendí a Federico García Lorca al escribir aquella joya literaria que llamó Romancero Gitano. Como el español puedo decir que Guararé tiene “duende”, pero no aquel personaje mitológico de la cultura campesina, sino ese otro que el genio español describió en su ensayo “Teoría y juego del duende”. Yo pienso que al “duende” lorquiano también hay que verlo y sentirlo como parte integral del “santeñismo”. Guararé tiene duende, sólo hay que caminar por las calles desiertas o preñadas de gente (como en la celebración del Festival) e inesperadamente salta a la calle el “duende” de Federico; ese misterioso gnomo que encarna más que musa e inspiración.
¡Qué tendrá Guararé!, porque durante el Festival un no sé qué se apropia de nosotros, y poseído por el “duende” miramos cómo se esconde, misterioso, entre las alforzas de la camisilla, asoma su rostro desde el fondo de la mejorana y te hace guiños detrás del volador que surca el cielo para convertirse en gajo de luces contra la noche silente. Sin ese duende, sin ese éxtasis existencial, resulta incomprensible el Festival Nacional de La Mejorana y sin él difícilmente Manuel F. Zárate hubiese emprendido la quijotesca labor de su organización. Aquí, en Guararé, la cultura istmeña se lleva a flor de piel y no
se necesitan ensayos para difundirla. Se siente y se lleva en el corazón, eso es todo. Nacimos y crecimos bebiendo de ese sentimiento, estremecimiento que se convierte en mezcla gozosa de congojas, cabangas y alegrías.
El Festival ha sido la puerta que libera los espíritus y Zárate el partero de las emociones. Y en verdad no se necesita mucho para estimular a un santeño que es poeta por antonomasia, Quijote sin Sancho. Genio andaluz, con gotas de negritud y pizca de indigenismo, eso somos. Hay emoción en todo, mirando la Reina en su estrado, en las carretas que se bambolean por las calles y en la gente que se agolpa al son del tamborito y la cantalante que se confunde entre mejoranas, diablicos, congos, y pajarillas. Cómo no sentir la panameñidad en el alma mientras se baila Manizaleña y XV Festival, sudorosos los cuerpos y sintiéndose amado hasta los tuétanos. “En un sillón de bejuco solito me acomodé”. Hay duende en esas fondas colocadas como rosarios a la vera de la carretera. (Flores campesinas con aroma de maizal).Y allí en el toril, también la muchachada corre ebria de emoción, mientras el toro, a su manera, vive el instante, jadeante y aguerrido, en que ha de retornar entre los agallos, carotúes y guácimos.
Hablar de Zárate y nuestra gente es redundante, por eso no haré aquí la apología del guarareño; primero, porque no la necesita y, segundo, porque su biografía ya la conocemos. Le cabe al santeño, eso sí, el mérito de saber escuchar los latidos de su corazón y no haberse quedado con la emoción contenida en el pecho. Acompañado de Dora, como quien carga en motete a la patria adolorida, jamás renunció a sus raíces. Y en eso se parece a Belisario Porras Barahona y a Sergio González Ruiz, faros y luces de la Península de Cubitá. Con intuición de hombre de campo sentía latir en su ser el amor por el terruño, con ese gusto tan interiorano por las cosas hermosas y terriblemente complejas que esconde, por ejemplo, el simple cacareo de la gallina bajo la frondosa sombra del mango. Sí, el duende. Magia interiorana de la lluvia que golpea el tejado y que salta como liebre al mirar el azulejo palmero que se divierte en la atalaya del cocotero. Esa planta de la que dijo Miró “la palma rumorosa, la música sabida…”. El que no sienta esta complicidad con la naturaleza y con la gente, difícilmente puede mirar el país que mora en los diseños de las polleras; pollerón del ayer y lujo con que derrama su gracia la panameña ebria de emoción en la catedral musical del punto. Y el público siente el “duende” orejano flotar sobre el escenario del Palacio de La Mejorana. Se coloca el espectador entre el parque y el entarimado y comienzan a aflorar los rostros de la patria en el bunde y bullerengue, la cumbia y el tambor, el pito y la caja, el acordeón y los timbales. Todos venimos al Festival: santeños y herreranos, chiricanos y veragüenses, coclesanos y colonenses, darienitas y bocatoreños, así como los hermanos de las comarcas indígenas. Casi sin pensarlo y escribirlo, porque lo intuimos, cada año acudimos a Guararé para aspirar en el jardín de mejoranas y décimas el aroma de la panameñidad.
Zárate sabía que la Mejorana es la cita con lo que somos. Y el istmeño torna a ser aquí lo que siempre ha sido y nunca debió dejar de ser, aunque el teléfono móvil insista con su musiquita o vibre para indicarnos que alguien llama. En Guararé se encuentra la fuerza para escaparse, luchar y resistir la hojarasca cultural en la que quieren que moremos. Lo bonito de la Tierra del Chucuchuco no estriba tan sólo en ese retorno al pasado de nuestra cultura, también nos interroga sobre nuestro compromiso contemporáneo con ella. ¡Qué estamos haciendo con nuestra identidad cultural!, parece decirnos. Porque mientras el mejoranero rasguea su instrumento y la música se difunde por los altoparlantes, el pasitrote, la gallina, el mesano y otros torrentes tocan las fibras más íntimas de nuestro ser. Y en ese instante, ¡ay el duende!, se experimenta esa agridulce alegría salpicada de congoja. Entusiasmo por lo que somos y dolor profundo por la suerte de nuestra personalidad colectiva. El Siglo XX y lo que transcurre del Siglo XXI, han creado este rasgo distintivo de nuestra sociedad. Tal vez queremos regresar al ayer porque nuestro sentido común nos grita que estamos atosigados de una esencia foránea y epidérmica.
Tal es el dilema no resuelto que el Festival enrostra a los panameños. En Guararé hasta los estacones de la plaza gritan al visitante que el país carece de política cultural, que nuestros jóvenes atentan contra su existencia porque sienten, sin comprenderlo, que no podemos vivir de las migajas de un modernismo hueco y populachero. Alguien quiere que seamos trigo, cuando somos maíz; perfume francés, antes que flor de cananga. El Festival de La Mejorana es una mirada en retrospectiva, pero también una clarinada de advertencia hacia lo que estamos construyendo. En el futuro la fiesta guarareña ha de ser también reflexión, para que aquí se den cita, cada dos años, la gente que calza cutarra junto al hombre de toga y birrete. Hay que resucitar el Congreso que en los años setenta organizó Dora y su gente en honor a la constancia y terquedad del hombre folk. Ese enfoque es el correcto; el maridaje entre sabiduría popular y disciplina científica, dialécticamente unidos, para descontaminar al folclor del escozor que le produce la “pica pica” de la cultura del plástico y lo efímero. En suma, tenemos que dejar constancia escrita, gráfica y sonora de lo que aquí acontece. Fiesta, razón y sentimiento, tal es el nuevo desafío del festival.
Yo no sé a ustedes, pero a mí me duele la patria siempre muda, ese silencio de piñolar cercado con alambre de púas, ese canto quejumbroso de la lebruna arrinconada en la copa del árbol. Todo esto ya se avizoraba a mediados del Siglo XX. Desde entonces el Festival de la gente folk se ha convertido en un Quijote luchando contra los molinos de viento. Los más prestigiosos festivales nacionales, y entre ellos el guarareño, ya no pueden continuar como si fueran mendigos de la cultura. Siempre desde las provincias mirando cómo transitan los panamax y se llena de rascacielos la ciudad transitista, mientras las mejoranas se quedan colgadas en las paredes de la casa de quincha. Así como el tiempo ha transcurrido inexorablemente y nuestras fiestas no pueden ser exactamente las de ayer, tampoco los gobiernos pueden medirnos con el mismo rasero y apoyarnos con la zurrapa del presupuesto. Lo ratifica, la cultura nacional es un mendigo en fiesta de magnates.
La defensa de la cultura es un derecho inalienable de los pueblos. Durante mucho tiempo Guararé ha sido la vitrina cultural de Panamá, trabajando con las uñas y a veces cosechando críticas, sinsabores e incomprensiones. Triunfo de la inteligencia que calza cutarras. Ese esfuerzo ha de ser recompensado, para que el Canal no se convierta en una fatalidad y la identidad cultural en objeto de museo. Ya es hora de decirlo y gritarlo en las plazas, escribirlo en los pizarrones y cantarlo en todas la tunas: el Festival necesita un presupuesto digno del país, para concretizar sus sueños y perpetuar su herencia.
Así como el Istmo se merece un evento como el guarareño, también tenemos el deber de actualizar y plantear la visión zaratista. Urge retomar esa tarea inconclusa para que nuestros hijos puedan experimentar y sentir cómo la patria de Dora y Manuel transita por las calles del poblado que cobija al mejor festival folclórico de Panamá. Lo resumo en una sola frase: “Porque Guararé tiene duende, La Mejorana es para siempre”.
Publicado en ÁGORA Y TOTUMA # 238, Año 16, 21/IX/2007
Ese día me quedé allí, alelado y hechizado con la magia que forjaron griegos y romanos al diseñar el damero que también organiza el espacio urbano que hemos dado en llamar la Tierra de La Mejorana. ¡Cuántas generaciones han pasado por aquí!, desde los tiempos precolombinos de Guararí y la indiada que devoraba pixbaes y degustaba iguanas, antiguo hábito de nuestra gastronomía orejana. En este momento, y acompañado por la vieja campana de la torre, entendí a Federico García Lorca al escribir aquella joya literaria que llamó Romancero Gitano. Como el español puedo decir que Guararé tiene “duende”, pero no aquel personaje mitológico de la cultura campesina, sino ese otro que el genio español describió en su ensayo “Teoría y juego del duende”. Yo pienso que al “duende” lorquiano también hay que verlo y sentirlo como parte integral del “santeñismo”. Guararé tiene duende, sólo hay que caminar por las calles desiertas o preñadas de gente (como en la celebración del Festival) e inesperadamente salta a la calle el “duende” de Federico; ese misterioso gnomo que encarna más que musa e inspiración.
¡Qué tendrá Guararé!, porque durante el Festival un no sé qué se apropia de nosotros, y poseído por el “duende” miramos cómo se esconde, misterioso, entre las alforzas de la camisilla, asoma su rostro desde el fondo de la mejorana y te hace guiños detrás del volador que surca el cielo para convertirse en gajo de luces contra la noche silente. Sin ese duende, sin ese éxtasis existencial, resulta incomprensible el Festival Nacional de La Mejorana y sin él difícilmente Manuel F. Zárate hubiese emprendido la quijotesca labor de su organización. Aquí, en Guararé, la cultura istmeña se lleva a flor de piel y no
se necesitan ensayos para difundirla. Se siente y se lleva en el corazón, eso es todo. Nacimos y crecimos bebiendo de ese sentimiento, estremecimiento que se convierte en mezcla gozosa de congojas, cabangas y alegrías.
El Festival ha sido la puerta que libera los espíritus y Zárate el partero de las emociones. Y en verdad no se necesita mucho para estimular a un santeño que es poeta por antonomasia, Quijote sin Sancho. Genio andaluz, con gotas de negritud y pizca de indigenismo, eso somos. Hay emoción en todo, mirando la Reina en su estrado, en las carretas que se bambolean por las calles y en la gente que se agolpa al son del tamborito y la cantalante que se confunde entre mejoranas, diablicos, congos, y pajarillas. Cómo no sentir la panameñidad en el alma mientras se baila Manizaleña y XV Festival, sudorosos los cuerpos y sintiéndose amado hasta los tuétanos. “En un sillón de bejuco solito me acomodé”. Hay duende en esas fondas colocadas como rosarios a la vera de la carretera. (Flores campesinas con aroma de maizal).Y allí en el toril, también la muchachada corre ebria de emoción, mientras el toro, a su manera, vive el instante, jadeante y aguerrido, en que ha de retornar entre los agallos, carotúes y guácimos.
Hablar de Zárate y nuestra gente es redundante, por eso no haré aquí la apología del guarareño; primero, porque no la necesita y, segundo, porque su biografía ya la conocemos. Le cabe al santeño, eso sí, el mérito de saber escuchar los latidos de su corazón y no haberse quedado con la emoción contenida en el pecho. Acompañado de Dora, como quien carga en motete a la patria adolorida, jamás renunció a sus raíces. Y en eso se parece a Belisario Porras Barahona y a Sergio González Ruiz, faros y luces de la Península de Cubitá. Con intuición de hombre de campo sentía latir en su ser el amor por el terruño, con ese gusto tan interiorano por las cosas hermosas y terriblemente complejas que esconde, por ejemplo, el simple cacareo de la gallina bajo la frondosa sombra del mango. Sí, el duende. Magia interiorana de la lluvia que golpea el tejado y que salta como liebre al mirar el azulejo palmero que se divierte en la atalaya del cocotero. Esa planta de la que dijo Miró “la palma rumorosa, la música sabida…”. El que no sienta esta complicidad con la naturaleza y con la gente, difícilmente puede mirar el país que mora en los diseños de las polleras; pollerón del ayer y lujo con que derrama su gracia la panameña ebria de emoción en la catedral musical del punto. Y el público siente el “duende” orejano flotar sobre el escenario del Palacio de La Mejorana. Se coloca el espectador entre el parque y el entarimado y comienzan a aflorar los rostros de la patria en el bunde y bullerengue, la cumbia y el tambor, el pito y la caja, el acordeón y los timbales. Todos venimos al Festival: santeños y herreranos, chiricanos y veragüenses, coclesanos y colonenses, darienitas y bocatoreños, así como los hermanos de las comarcas indígenas. Casi sin pensarlo y escribirlo, porque lo intuimos, cada año acudimos a Guararé para aspirar en el jardín de mejoranas y décimas el aroma de la panameñidad.
Zárate sabía que la Mejorana es la cita con lo que somos. Y el istmeño torna a ser aquí lo que siempre ha sido y nunca debió dejar de ser, aunque el teléfono móvil insista con su musiquita o vibre para indicarnos que alguien llama. En Guararé se encuentra la fuerza para escaparse, luchar y resistir la hojarasca cultural en la que quieren que moremos. Lo bonito de la Tierra del Chucuchuco no estriba tan sólo en ese retorno al pasado de nuestra cultura, también nos interroga sobre nuestro compromiso contemporáneo con ella. ¡Qué estamos haciendo con nuestra identidad cultural!, parece decirnos. Porque mientras el mejoranero rasguea su instrumento y la música se difunde por los altoparlantes, el pasitrote, la gallina, el mesano y otros torrentes tocan las fibras más íntimas de nuestro ser. Y en ese instante, ¡ay el duende!, se experimenta esa agridulce alegría salpicada de congoja. Entusiasmo por lo que somos y dolor profundo por la suerte de nuestra personalidad colectiva. El Siglo XX y lo que transcurre del Siglo XXI, han creado este rasgo distintivo de nuestra sociedad. Tal vez queremos regresar al ayer porque nuestro sentido común nos grita que estamos atosigados de una esencia foránea y epidérmica.
Tal es el dilema no resuelto que el Festival enrostra a los panameños. En Guararé hasta los estacones de la plaza gritan al visitante que el país carece de política cultural, que nuestros jóvenes atentan contra su existencia porque sienten, sin comprenderlo, que no podemos vivir de las migajas de un modernismo hueco y populachero. Alguien quiere que seamos trigo, cuando somos maíz; perfume francés, antes que flor de cananga. El Festival de La Mejorana es una mirada en retrospectiva, pero también una clarinada de advertencia hacia lo que estamos construyendo. En el futuro la fiesta guarareña ha de ser también reflexión, para que aquí se den cita, cada dos años, la gente que calza cutarra junto al hombre de toga y birrete. Hay que resucitar el Congreso que en los años setenta organizó Dora y su gente en honor a la constancia y terquedad del hombre folk. Ese enfoque es el correcto; el maridaje entre sabiduría popular y disciplina científica, dialécticamente unidos, para descontaminar al folclor del escozor que le produce la “pica pica” de la cultura del plástico y lo efímero. En suma, tenemos que dejar constancia escrita, gráfica y sonora de lo que aquí acontece. Fiesta, razón y sentimiento, tal es el nuevo desafío del festival.
Yo no sé a ustedes, pero a mí me duele la patria siempre muda, ese silencio de piñolar cercado con alambre de púas, ese canto quejumbroso de la lebruna arrinconada en la copa del árbol. Todo esto ya se avizoraba a mediados del Siglo XX. Desde entonces el Festival de la gente folk se ha convertido en un Quijote luchando contra los molinos de viento. Los más prestigiosos festivales nacionales, y entre ellos el guarareño, ya no pueden continuar como si fueran mendigos de la cultura. Siempre desde las provincias mirando cómo transitan los panamax y se llena de rascacielos la ciudad transitista, mientras las mejoranas se quedan colgadas en las paredes de la casa de quincha. Así como el tiempo ha transcurrido inexorablemente y nuestras fiestas no pueden ser exactamente las de ayer, tampoco los gobiernos pueden medirnos con el mismo rasero y apoyarnos con la zurrapa del presupuesto. Lo ratifica, la cultura nacional es un mendigo en fiesta de magnates.
La defensa de la cultura es un derecho inalienable de los pueblos. Durante mucho tiempo Guararé ha sido la vitrina cultural de Panamá, trabajando con las uñas y a veces cosechando críticas, sinsabores e incomprensiones. Triunfo de la inteligencia que calza cutarras. Ese esfuerzo ha de ser recompensado, para que el Canal no se convierta en una fatalidad y la identidad cultural en objeto de museo. Ya es hora de decirlo y gritarlo en las plazas, escribirlo en los pizarrones y cantarlo en todas la tunas: el Festival necesita un presupuesto digno del país, para concretizar sus sueños y perpetuar su herencia.
Así como el Istmo se merece un evento como el guarareño, también tenemos el deber de actualizar y plantear la visión zaratista. Urge retomar esa tarea inconclusa para que nuestros hijos puedan experimentar y sentir cómo la patria de Dora y Manuel transita por las calles del poblado que cobija al mejor festival folclórico de Panamá. Lo resumo en una sola frase: “Porque Guararé tiene duende, La Mejorana es para siempre”.
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