Crecí hace muchos años, tantos, que no recuerdo los que tengo. Nací en tierra árida y llegué hasta aquí en las alas del viento. Nunca conocí a mi madre y me costó mucho crecer para llegar a ser un árbol frondoso. Las ramas, esos brazos míos llenos de hojas, son mi mayor orgullo. Me llaman Corotú y desde este lado del camino he visto pasar de todo: autos, bicicletas, gentes, vacas, aves y muchas otras cosas. Yo no sé que tengo, pero la gente y los animales siempre vienen a mi.
Cuando el verano es más tórrido y el sol calcina las tierras santeñas, me lleno de verdor y caen al suelo mis semillas; todas con forma de orejas, revestidas de un pétreo y negro estuche. En marzo las vacas se cobijan bajo mi sombra y miro cómo las devoran. Supe después, al escuchar la conversación de unos desprevenidos arrieros, que mis simientes son manjares para el ganado. Eso no me preocupa, porque son tantas que difícilmente me quedaré sin progenie. Digo que esto es lo bonito de quien nos creó; hay para todos, si sabemos tomar únicamente lo que necesitamos.
Recuerdo que cuando era joven me asaltó una preocupación, que luego resolví felizmente. Desde entonces aprendí que la envidia no es buena consejera y que lo mejor es la propia autoestima. En esa época sentía desazón al ver a los niños que en la tarde se desplazaban en raudas bicicletas. Me veía tonto pegado aquí, a la tierra, mientras allá abajo ellos iban de un lado para otro y empinaban sus cometas para que el viento las bamboleara sobre el firmamento.
Entonces sucedió algo increíble, se posó sobre las ramas el primer pájaro de que tengo memoria, era un hermoso sangretoro. Serían como las cinco de la tarde y en ese instante el sol se ocultaba en lontananza. Yo miré esa ave hermosa y cómo la luz se reflejaba iridiscente sobre su cuerpo diminuto. Allí no quedó todo, porque al rato tenía sobre mis manos, mis ramas, aquél bimbim de colección y esa achocolatada cascá que cantaba como diosa. Te confieso que me quedé alelado y no fue hasta altas horas de la noche, al mirar las estrellas, cuando comprendí lo que había pasado. Yo era una creación de Dios y tenía la bendición de poder echar raíces sobre una parte del mundo. Advertí lo hermoso de la soledad y la maravilla de estar allí quieto, imperturbable, como si Natura hubiese construido todo para mí. Ahora sé que poseo una facultad de la que otros carecen. Durante el día, cuando la vida despierta y el Lucero del Sur desaparece, muchos amigos vienen a visitarme: aquella tortolita de cantar lúgubre y ronco, las inquietas pechiamarillas, el gallinazo siempre vestido de luto y los azulejos con sus ojitos inquisidores.
Entonces miré la sabana devastada y ese día sentí pena por el hombre, por ese ser que vive angustiado caminando de un lado para otro, tratando de encontrar la felicidad y deseando ser libre, porque piensa que su albedrío consiste en poder deambular a su antojo sin darse cuenta que el asunto es de echar raíces y tener un proyecto de vida. Yo puedo decir que tengo un proyecto de vida, porque vivo para los demás; cierto que no es ostentoso, ni me deparará millones, pero es vital para aquellos que no lo entienden. Sin mi no habría vida y sin bosques no habrían hombres. Empotrado en tierra, de alguna manera yo soy un canto a la vida.
Hoy he despertado como tantas otras veces, pero bien sé que es un día especial para mi y no me quejo. Aquí los espero; por eso he rogado al vecino, al que vive del otro lado de la calle, que escriba esta crónica de un agónico Corotú. Sí, desde hace semanas presentía mi desdicha, así me lo advirtió aquél búho que cobijé en mi tronco. Aquella noche me dijo: “Prepárate y ten cuidado Corotú, porque están ampliando la carretera. Ya llegaron aquellas máquinas infernales que devoran tierra y derriban árboles. El otro día tuve que salir despavorido de un guácimo en el extremo oeste del viejo camino. A pleno día me despertaron con ruido de motores y crujir de ramas. Ten cuidado, amigo, ten cuidado”.
Tenía razón el viejo búho, ya llegaron. Huele a diesel y algunos vecinos miran impávidos desde sus casas. No tienen que decírmelo, comprendo que les duele la suerte de árbol viejo a la vera del camino. Yo fui parte de sus vidas y dentro de poco sólo seré leña. No importa, he decidido morir firme e imperturbable, aunque parto acongojado por las semillas que aún no han cuajado, por las mariposas que ya no veré y por esos hombres que no saben lo que hacen.
¡Oh Dios!, ojalá atesoren alguna de mis hojas, la brisa les traiga mis recuerdos y lean alguna vez esta crónica sobre el viejo árbol de corotú.
Cerro El Barco, 27 de marzo, verano de 2007
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