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23 septiembre 2025

LA ADULTERACIÓN DEL FOLKLORE EN AZUERO

 

En un artículo intitulado “Nacionalidad y Folklore”, que el ingeniero Manuel Fernando de Las Mercedes Zárate publicó en La Revista Lotería (II época, Vol. VII, #65, abril de 1961, pág. 35 a 42) afirma que “…suele ocurrir a menudo que ciertos osados ‘artistas’ semicultos se apropian de lo folklórico, le introducen elementos arbitrarios, y naturalmente, lo alteran”.

Este vocablo -el de la adulteración- presupone que existe algo que pierde su naturaleza, que deja de ser lo que era, para convertirse y asumir otro rostro. Por este motivo, la voz tiene como sinónimos a falsificación, corrupción, remedo, imitación, etc.

Así las cosas, importa en este caso analizar lo que acontece con el folklore nacional en los tiempos modernos y cómo el proceso de cambio social y cultural incide sobre el mismo y lo transforma; acontecimiento que no es pecaminoso de por sí, ya que una característica del folklore es su plasticidad, quiero decir, su capacidad de evolucionar con el tiempo.

Visto de esta manera, se justifica examinar lo que está aconteciendo con las tradiciones nacionales y cómo el proceso de modernización adultera el saber popular o folklórico, al punto de desnaturalizarlo y convertirlo en caricatura social.

Este aporte reflexivo busca conocer lo que acontece en la región de Azuero, tierra de tradiciones y festividades folklóricos, como ejemplo del proceso social que también puede ser visible en el resto de las provincias nacionales.

El caso de Azuero

En esta zona istmeña las expresiones folklóricas son evidentes, al punto que se ha creído, erróneamente, que Azuero es la cuna del folklore; olvidando que el folklore no tiene cuna y que cada región puede tener manifestaciones que le son propias.

Siendo así, debemos interrogarnos sobre la génesis del proceso cultural de la zona. Digamos, de paso, que la cuestión cultural de Azuero no está determinada por la divisiones político-administrativas, sino que en su conjunto mantienen la misma identidad, con pequeñas diferencias que dificultan hablar de lo herrerano y lo santeño como entes separados.[1]

Existe, eso sí, un modelo de desarrollo agropecuario que ha dejado su impronta en los últimos quinientos años de vida social. La fundación de pequeños pueblos, aunado a la dispersión rural y el surgimiento de minifundios o pequeñas propiedades, fue creando un sentido de pertenencia, que en Azuero es más marcado que en otras latitudes nacionales y que explica en gran medida el sustrato social que ha sido el soporte de las añejas tradiciones.

En la zona el mestizaje creó no sólo un tipo humano, sino un amasijo de herencias hispánicas, indígenas y del negro colonial. Sin olvidar que lo típico del área radica en percatarse que el producto cultural tuvo como expresión hegemónica el legado español.

Lo anterior implica que entre el siglo XVI y XIX la cultura tuvo una raíz campesina, con algunas manifestaciones urbanas en núcleos urbanos como la Villa de Los Santos, Parita, Pesé y Las Tablas, localidades que para aquellas calendas a duras penas pueden llamarse ciudades. Es decir, el tipo humano regional estructura una personalidad colectiva que se mantiene bastante incólume en los primeros de trescientos años de historia.

Hacia la segunda mitad del siglo XIX (1881) el personaje regional fue descrito por el doctor Belisario Porras Barahona, como el orejano, en el ensayo del mismo nombre y que representa un alegato sobre la cultura interiorana y, más específicamente, peninsular.[2]

El mismo opúsculo al que aludo, puede ser considerado como el primer indicador del inicio de cambios sociales y culturales que comienzan a incidir sobre la zona; porque el ilustre tableño, al describir la sociedad regional, implícitamente refleja algún grado de preocupación por los procesos que se están produciendo en Panamá. Me refiero a la inauguración, en el siglo XIX, del ferrocarril transístmico y el intento de construcción del canal francés. Sin olvidar los miles de inmigrantes que arriban a Panamá y que transforman la composición étnica del Istmo. Algunos de los cuales terminan residiendo en Herrera y Los Santos.[3]

Ese primer encuentro de grupos humanos, hábitos, costumbres y tecnologías hablan de una zona que comienza a experimentar la ruptura en sus usos y costumbres regionales. Por ello, la vigésima centuria será clave para comprender el proceso de cambio social y cultural que se implementa y afecta los órdenes de la vida comunitaria: carreteras, sanidad, vestidos, gastronomía, música y demás expresiones.

El siglo XX y sus novedades

Un hito fundamental para comprender lo que acontece, viene a representarlo el Festival Nacional de La Mejorana, evento cultural que nace en 1949. El suceso de Guararé es la expresión organizativa que demuestra cuánto ha calado en el cuerpo social el arribo y nacimiento de una nueva sociedad. Porque en el fondo el festival es la reacción a esos cambios de mediados del siglo XIX y primera mitad del XX.[4]

A partir de estos momentos se instaura en la zona una nueva racionalidad que ya no mira al folklore como una manifestación de identidad, sino como una actividad, que además de folklórica, puede ser comercial. El mismo fenómeno que también observamos en los carnavales regionales, bailes con acordeones, décimas cantadas, confección de polleras, etc.[5]

En la segunda mitad del siglo XX la supremacía de lo económico y empresarial transforma la cuestión cultural azuerense y lo típicamente folklórico va desapareciendo para dar paso a la adulteración del folklore. Acaso porque el influjo de los medios de comunicación de masas (radio, televisión y redes sociales) no permite la normal integración de lo foráneo con lo nativo.

El amasijo cultural que se va constituyendo, al no ser un proceso en donde lo exógeno pasa por etapas de asimilación natural, termina adulterando la esencia de la cultura de la zona. Esta situación puede definirse como de penetración cultural incontrolable, en donde se sobreponen capas de influencias sociales que impiden al ser peninsular discriminar adecuadamente entre lo propio y lo foráneo.[6]

La presencia de los centros educativos y los medios de comunicación, aunados a las redes sociales, se vuelven hegemónicas en el componente social, al punto que casi que desaparece el hombre folk y sus expresiones culturales, porque el proceso de mundialización impulsa otros referentes sociales que resultan más llamativos y apetecibles.

La comercialización del folklore es la consecuencia de este estado de cosas, de la existencia de una sociedad y cultura que ha evolucionado enormemente desde del siglo XX a la actual centuria. Por este motivo resulta tan difícil, por ejemplo, organizar festivales que sean auténticamente folklóricos, porque lo que más abunda son expresiones de proyección folklórica, algunas de las cuales asumen su tarea como si, en efecto, lo que se baila, viste y se ejecuta musicalmente estuviera plenamente enraizado en la cultura vernácula.

Al respecto, los intereses de empresas mercuriales han explotado este filón de eventos festivos ligados al folklor, las que por una parte ofrecen algún tipo de apoyo financiero, pero por el otro, imponen condiciones que muchas veces van en detrimento de la cuestión cultural, la que termina promocionada para ofertar sus productos en el mercado.

En este contexto, la ciencia que versa sobre la sabiduría popular, vale decir, el folklore, se enfrenta a un desafío práctico y teórico que le dificulta analizar, con la misma mirada de antaño, los contemporáneos hechos sociales y culturales.

¿Hacia dónde vamos?

Este es el punto crucial de la encrucijada en que nos encontramos. Una cultura que ya no tiene el control interno de su rumbo, porque interactúa con otras sociedades que le imponen su dominio y visión de mundo. Y la nuestra, mucho más débil, termina por aceptar acríticamente lo que se le ofrece desde otros miradores sociales.

El proceso social al que nos referimos no es nada nuevo, siempre ha estado en el fondo de los préstamos culturales; lo específico estriba en la velocidad de ese cambio social y cultural que imposibilita integrar aquellos elementos que ayudarían a una transición culturalmente sana, sin perder la esencia de nuestra personalidad cultural.

Hay tres aspectos que deberíamos tomar en consideración para el rescate de lo vernáculo. Uno de ellos es nuestra capacidad de organización, el otro, el importante rol de la investigación de los hechos folklóricos y sociológicos, así como el papel del Estado.

Tal vez no estamos haciendo lo debido a nivel de la organización de la cosa folklórica y confundimos la calidad y cantidad de las organizaciones que asumen la tarea de difundir nuestra cuestión cultural tradicional. No se puede negar que pululan en el Istmo los festivales que se autodenominan folklóricos, cuando en realidad son otros los fines para los que teóricamente fueron creados. En realidad, estos eventos festivos hacen más daño a nuestra cultura nativa, porque distan de ser actividades de naturaleza folklórica.

Otra de nuestras debilidades radica en la investigación del hecho folklórico. Y en realidad no debe preocuparnos tanto que la investigación la realice el folklorólogo o el profesional de otra disciplina de las ciencias sociales, siempre y cuando se trate de un estudio serio y no de tipo emocional y de sentido común.

Sólo basados en la investigación podremos indicar cuáles son los fundamentos estructurales del hecho folklórico. Tales son los elementos que debemos destacar y proteger. Por ejemplo, en un carnaval tradicional los elementos estructurales son la plaza, las reinas, los toldos, las mojaderas, las tunas y las calles en conflicto. Con el tiempo la forma que adopte cada elemento estructural ha de variar, más todos ellos en conjunto son la esencia, el fondo del carnaval.

Finalmente, hay que comprender que la ciencia de William John Thoms, Manuel de Las Mercedes Zárate y Dora Pérez de Zárate no puede convertirse en una muralla china para que todo siga igual, porque el sustrato de ese mismo folklore lo constituye la cultura material e inmaterial que ya no es la misma que antaño.

De todo ello se deriva que el Estado Nación, así como los gobiernos en que se encarnan, deben comprender la necesidad de establecer políticas de Estado que coadyuven a mantener la imagen colectiva de la nación, y, en este sentido, el invertir en folklore, además de fomentar la identidad cultural, también es un factor que genera rentabilidad, turismo y desarrollo social.

Estoy convencido que comprendiendo los procesos sociales de la era contemporánea es como lograremos la supervivencia y el rescate de la cultura vernácula. Y ese proceder es aún más relevante que en la época pasada, porque lo supervivencia del folklore istmeño garantiza la panameñidad en una sociedad tan multiétnica como la nuestra y sujeta al influjo de los caminos del mundo.

Milcíades Pinzón Rodríguez

Guararé, septiembre de 2025



NOTAS

[1] Sobre el tópico puede consultarse mi trabajo. EL HOMBRE Y LA CULTURA DE AZUERO. Chitré: Imprenta Crisol S.A., 1990, 48 págs.

[2] Al respecto puede leerse: Porras Barahona, Belisario. EL OREJANO. Panamá: Talleres de la imprenta de la Universidad de Panamá, 2021, 45 páginas.

[3] Ver n ejemplo que ilustra el impacto de los inmigrantes en la zona: Pinzón Rodríguez, Milcíades. Pinzón Rodríguez. DON PABLO ‘PABÍN’ EPIFANIO SÁNCHEZ Z (Historia de vida de un santeño emprendedor). Villa de Los Santos: Imprenta Any S.A., 2014, 29 págs.

[4] El tema ha sido tratado en los siguientes aportes: Vergara García, David. CON LA MEJORANA AL HOMBRO. Chitré: Rapid Impresos, 2024, 86 págs. De la misma manera en: Pinzón Rodríguez, Milcíades. FESTIVAL NACIONAL DE LA MEJORANA. Chitré: Rapid Impresos, 2024, 77 págs.

[5] Mayores detalles sobre el tema que comentados pueden consultarse en www.sociologiadeazuero.net En la página web el lector podrá ampliar su visión sobre la península de Azuero en temas de historia, educación, ambiente, biografías, así como otros tópicos peninsulares.

[6] El autor ha investigado este tema desde el año 1985. Ver “Adulteración y comercialización del folklore. Especial referencia al caso santeño”; en REVISTA IMAGEN # 6, Panamá: Extensión Cultural de La Universidad de Panamá, 1985, págs.. 107-112.


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