En un artículo intitulado
“Nacionalidad y Folklore”, que el ingeniero Manuel Fernando de Las Mercedes
Zárate publicó en La Revista Lotería (II época, Vol. VII, #65, abril de 1961,
pág. 35 a 42) afirma que “…suele ocurrir a menudo que ciertos osados ‘artistas’
semicultos se apropian de lo folklórico, le introducen elementos arbitrarios, y
naturalmente, lo alteran”.
Este vocablo -el
de la adulteración- presupone que existe algo que pierde su naturaleza, que
deja de ser lo que era, para convertirse y asumir otro rostro. Por este motivo,
la voz tiene como sinónimos a falsificación, corrupción, remedo, imitación,
etc.
Así las cosas,
importa en este caso analizar lo que acontece con el folklore nacional en los
tiempos modernos y cómo el proceso de cambio social y cultural incide sobre el
mismo y lo transforma; acontecimiento que no es pecaminoso de por sí, ya que una
característica del folklore es su plasticidad, quiero decir, su capacidad de evolucionar
con el tiempo.
Visto de esta
manera, se justifica examinar lo que está aconteciendo con las tradiciones
nacionales y cómo el proceso de modernización adultera el saber popular o
folklórico, al punto de desnaturalizarlo y convertirlo en caricatura social.
Este aporte reflexivo busca conocer lo que acontece en la región de Azuero, tierra de tradiciones y festividades folklóricos, como ejemplo del proceso social que también puede ser visible en el resto de las provincias nacionales.
El caso de Azuero
En esta zona
istmeña las expresiones folklóricas son evidentes, al punto que se ha creído,
erróneamente, que Azuero es la cuna del folklore; olvidando que el folklore no
tiene cuna y que cada región puede tener manifestaciones que le son propias.
Siendo así,
debemos interrogarnos sobre la génesis del proceso cultural de la zona.
Digamos, de paso, que la cuestión cultural de Azuero no está determinada por la
divisiones político-administrativas, sino que en su conjunto mantienen la misma
identidad, con pequeñas diferencias que dificultan hablar de lo herrerano y lo
santeño como entes separados.[1]
Existe, eso sí,
un modelo de desarrollo agropecuario que ha dejado su impronta en los últimos
quinientos años de vida social. La fundación de pequeños pueblos, aunado a la
dispersión rural y el surgimiento de minifundios o pequeñas propiedades, fue
creando un sentido de pertenencia, que en Azuero es más marcado que en otras
latitudes nacionales y que explica en gran medida el sustrato social que ha
sido el soporte de las añejas tradiciones.
En la zona el
mestizaje creó no sólo un tipo humano, sino un amasijo de herencias hispánicas,
indígenas y del negro colonial. Sin olvidar que lo típico del área radica en percatarse
que el producto cultural tuvo como expresión hegemónica el legado español.
Lo anterior
implica que entre el siglo XVI y XIX la cultura tuvo una raíz campesina, con
algunas manifestaciones urbanas en núcleos urbanos como la Villa de Los Santos,
Parita, Pesé y Las Tablas, localidades que para aquellas calendas a duras penas
pueden llamarse ciudades. Es decir, el tipo humano regional estructura una
personalidad colectiva que se mantiene bastante incólume en los primeros de trescientos
años de historia.
Hacia la
segunda mitad del siglo XIX (1881) el personaje regional fue descrito por el
doctor Belisario Porras Barahona, como el orejano, en el ensayo del mismo
nombre y que representa un alegato sobre la cultura interiorana y, más
específicamente, peninsular.[2]
El mismo
opúsculo al que aludo, puede ser considerado como el primer indicador del
inicio de cambios sociales y culturales que comienzan a incidir sobre la zona;
porque el ilustre tableño, al describir la sociedad regional, implícitamente refleja
algún grado de preocupación por los procesos que se están produciendo en Panamá.
Me refiero a la inauguración, en el siglo XIX, del ferrocarril transístmico y
el intento de construcción del canal francés. Sin olvidar los miles de
inmigrantes que arriban a Panamá y que transforman la composición étnica del
Istmo. Algunos de los cuales terminan residiendo en Herrera y Los Santos.[3]
Ese primer encuentro de grupos humanos, hábitos, costumbres y tecnologías hablan de una zona que comienza a experimentar la ruptura en sus usos y costumbres regionales. Por ello, la vigésima centuria será clave para comprender el proceso de cambio social y cultural que se implementa y afecta los órdenes de la vida comunitaria: carreteras, sanidad, vestidos, gastronomía, música y demás expresiones.
El siglo XX y sus novedades
Un hito
fundamental para comprender lo que acontece, viene a representarlo el Festival
Nacional de La Mejorana, evento cultural que nace en 1949. El suceso de Guararé
es la expresión organizativa que demuestra cuánto ha calado en el cuerpo social
el arribo y nacimiento de una nueva sociedad. Porque en el fondo el festival es
la reacción a esos cambios de mediados del siglo XIX y primera mitad del XX.[4]
A partir de
estos momentos se instaura en la zona una nueva racionalidad que ya no mira al
folklore como una manifestación de identidad, sino como una actividad, que
además de folklórica, puede ser comercial. El mismo fenómeno que también observamos
en los carnavales regionales, bailes con acordeones, décimas cantadas,
confección de polleras, etc.[5]
En la segunda
mitad del siglo XX la supremacía de lo económico y empresarial transforma la
cuestión cultural azuerense y lo típicamente folklórico va desapareciendo para
dar paso a la adulteración del folklore. Acaso porque el influjo de los medios
de comunicación de masas (radio, televisión y redes sociales) no permite la normal
integración de lo foráneo con lo nativo.
El amasijo
cultural que se va constituyendo, al no ser un proceso en donde lo exógeno pasa
por etapas de asimilación natural, termina adulterando la esencia de la cultura
de la zona. Esta situación puede definirse como de penetración cultural
incontrolable, en donde se sobreponen capas de influencias sociales que impiden
al ser peninsular discriminar adecuadamente entre lo propio y lo foráneo.[6]
La presencia de
los centros educativos y los medios de comunicación, aunados a las redes
sociales, se vuelven hegemónicas en el componente social, al punto que casi que
desaparece el hombre folk y sus expresiones culturales, porque el proceso de
mundialización impulsa otros referentes sociales que resultan más llamativos y
apetecibles.
La
comercialización del folklore es la consecuencia de este estado de cosas, de la
existencia de una sociedad y cultura que ha evolucionado enormemente desde del
siglo XX a la actual centuria. Por este motivo resulta tan difícil, por
ejemplo, organizar festivales que sean auténticamente folklóricos, porque lo
que más abunda son expresiones de proyección folklórica, algunas de las cuales
asumen su tarea como si, en efecto, lo que se baila, viste y se ejecuta
musicalmente estuviera plenamente enraizado en la cultura vernácula.
Al respecto,
los intereses de empresas mercuriales han explotado este filón de eventos
festivos ligados al folklor, las que por una parte ofrecen algún tipo de apoyo
financiero, pero por el otro, imponen condiciones que muchas veces van en
detrimento de la cuestión cultural, la que termina promocionada para ofertar
sus productos en el mercado.
En este contexto, la ciencia que versa sobre la sabiduría popular, vale decir, el folklore, se enfrenta a un desafío práctico y teórico que le dificulta analizar, con la misma mirada de antaño, los contemporáneos hechos sociales y culturales.
¿Hacia dónde vamos?
Este es el
punto crucial de la encrucijada en que nos encontramos. Una cultura que ya no
tiene el control interno de su rumbo, porque interactúa con otras sociedades
que le imponen su dominio y visión de mundo. Y la nuestra, mucho más débil,
termina por aceptar acríticamente lo que se le ofrece desde otros miradores
sociales.
El proceso
social al que nos referimos no es nada nuevo, siempre ha estado en el fondo de
los préstamos culturales; lo específico estriba en la velocidad de ese cambio
social y cultural que imposibilita integrar aquellos elementos que ayudarían a
una transición culturalmente sana, sin perder la esencia de nuestra
personalidad cultural.
Hay tres aspectos
que deberíamos tomar en consideración para el rescate de lo vernáculo. Uno de
ellos es nuestra capacidad de organización, el otro, el importante rol de la
investigación de los hechos folklóricos y sociológicos, así como el papel del
Estado.
Tal vez no
estamos haciendo lo debido a nivel de la organización de la cosa folklórica y
confundimos la calidad y cantidad de las organizaciones que asumen la tarea de
difundir nuestra cuestión cultural tradicional. No se puede negar que pululan
en el Istmo los festivales que se autodenominan folklóricos, cuando en realidad
son otros los fines para los que teóricamente fueron creados. En realidad,
estos eventos festivos hacen más daño a nuestra cultura nativa, porque distan
de ser actividades de naturaleza folklórica.
Otra de
nuestras debilidades radica en la investigación del hecho folklórico. Y en
realidad no debe preocuparnos tanto que la investigación la realice el folklorólogo
o el profesional de otra disciplina de las ciencias sociales, siempre y cuando
se trate de un estudio serio y no de tipo emocional y de sentido común.
Sólo basados en
la investigación podremos indicar cuáles son los fundamentos estructurales del
hecho folklórico. Tales son los elementos que debemos destacar y proteger. Por
ejemplo, en un carnaval tradicional los elementos estructurales son la plaza,
las reinas, los toldos, las mojaderas, las tunas y las calles en conflicto. Con
el tiempo la forma que adopte cada elemento estructural ha de variar, más todos
ellos en conjunto son la esencia, el fondo del carnaval.
Finalmente, hay
que comprender que la ciencia de William John Thoms, Manuel de Las Mercedes
Zárate y Dora Pérez de Zárate no puede convertirse en una muralla china para
que todo siga igual, porque el sustrato de ese mismo folklore lo constituye la
cultura material e inmaterial que ya no es la misma que antaño.
De todo ello se
deriva que el Estado Nación, así como los gobiernos en que se encarnan, deben
comprender la necesidad de establecer políticas de Estado que coadyuven a
mantener la imagen colectiva de la nación, y, en este sentido, el invertir en
folklore, además de fomentar la identidad cultural, también es un factor que
genera rentabilidad, turismo y desarrollo social.
Estoy
convencido que comprendiendo los procesos sociales de la era contemporánea es como
lograremos la supervivencia y el rescate de la cultura vernácula. Y ese
proceder es aún más relevante que en la época pasada, porque lo supervivencia
del folklore istmeño garantiza la panameñidad en una sociedad tan multiétnica
como la nuestra y sujeta al influjo de los caminos del mundo.
Milcíades
Pinzón Rodríguez
Guararé, septiembre de 2025
[1]
Sobre el tópico puede consultarse mi trabajo. EL HOMBRE Y LA CULTURA DE AZUERO.
Chitré: Imprenta Crisol S.A., 1990, 48 págs.
[2]
Al respecto puede leerse: Porras Barahona, Belisario. EL OREJANO. Panamá:
Talleres de la imprenta de la Universidad de Panamá, 2021, 45 páginas.
[3]
Ver n ejemplo que ilustra el impacto de los inmigrantes en la zona: Pinzón
Rodríguez, Milcíades. Pinzón Rodríguez. DON PABLO ‘PABÍN’ EPIFANIO SÁNCHEZ Z
(Historia de vida de un santeño emprendedor). Villa de Los Santos: Imprenta Any
S.A., 2014, 29 págs.
[4]
El tema ha sido tratado en los siguientes aportes: Vergara García, David. CON
LA MEJORANA AL HOMBRO. Chitré: Rapid Impresos, 2024, 86 págs. De la misma
manera en: Pinzón Rodríguez, Milcíades. FESTIVAL NACIONAL DE LA MEJORANA.
Chitré: Rapid Impresos, 2024, 77 págs.
[5]
Mayores detalles sobre el tema que comentados pueden consultarse en www.sociologiadeazuero.net
En la página web el lector podrá ampliar su visión sobre la península de Azuero
en temas de historia, educación, ambiente, biografías, así como otros tópicos
peninsulares.
[6]
El autor ha investigado este tema desde el año 1985. Ver “Adulteración y
comercialización del folklore. Especial referencia al caso santeño”; en REVISTA
IMAGEN # 6, Panamá: Extensión Cultural de La Universidad de Panamá, 1985,
págs.. 107-112.
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