Hace algunos años, estando en el campus central de la Universidad de Costa Rica, mientras repasaba algunos ensayos sobre la tierra de José “Pepe” Figueres, distrajo mi atención las referencias que encontré sobre el ave nacional del hospitalario y hermoso país centroamericano. En el texto se explicaba que uno de los símbolos de la nación recaía sobre un ave llamada yigüirro. Al principio me extrañó, porque lo que mis ojos observaban era un pájaro que generalmente pasa desapercibido en nuestro interior panameño. Su nombre científico es Turdus grayi, pero los istmeños le conocemos como cancanela, platanera, cascá, cascata, cascocha, capisucia, primavera, etc.
No deja de ser aleccionador que los ticos seleccionaran un ave que los panameños catalogaríamos como el más humilde de los emplumados nacionales; quizás porque el color pardo que posee la avecilla contribuye a acentuar la imagen de pájaro venido a menos. Meras apariencias, porque la impresión inicial cambia al escuchar los trinos que es capaz de sacar de su garganta nuestro plumífero amigo. En verdad, pocas especies ornitológicas pueden ofrecer una muestra tan variada de gorjeos; porque aquello es música para reyes oficiada por un excelso intérprete vestido como plebeyo.
Hay en el canto de la platanera una mezcla de alegría y melancolía que concita en el hombre del campo los sentimientos más encontrados. Estado anímico que encuentra su explicación en la íntima relación entre el ave y el hombre, jamás superada por otra especie similar en el Istmo.
Los que vivimos en el campo sabemos que al escuchar a nuestro mirlo pardo su canto es el detonante de una mutua complicidad emocional que retrotrae al hombre a su lejana infancia; transcurrida, quizás, junto al arrullo del viento y la protección materna, mientras se jugaba bajo el frondoso árbol de mango.
Los vínculos entre ave y hombre son tan estrechos, que aquélla construye su nido próximo a la casa, en la maceta que pende en la terraza o entre el zinc y la viga que sostiene la techumbre. Hermoso ejemplo de armónica convivencia, relación exenta de violencia y de mutua complacencia; porque la cascá deambula por el patio, como Pedro por su casa, apoderándose del platón de agua que ex profeso ha colocado la solidaridad humana para auxiliarle durante los abrasadores días de marzo y abril.
La cascá es ave de buenos augurios, muy distinto al mochuelo o al búho, que muestran el lado agorero y supersticioso de nuestra cultura. Al contrario, la cascocha se constituye en infalible mensajero del estado del tiempo; porque tan pronto el labriego escucha su canto, agricultor y ganadero admiten el arribo de la estación invernal.
Tomando en consideración los nexos entre hombre y ave, casi podríamos plantear la existencia de una sociología de la ornitología o de una ornitología sociológica. Un enfoque que trascendería la etologìa o ciencia de la conducta animal; porque no sólo registramos los hábitos del ave en sí, igualmente constatamos la presencia de una intricada trama que funde humanismo, cultura y vida animal.
La también llamada capisucia parece cantarle a una época y un momento muy especial de nuestra convivencia social. Su canto trasciende el llamado reproductivo de la especie canora y promueve en el ser la cogitación que funde filosofía, sentimiento y religiosidad. Podemos así comprender al coterráneo que le llena de congoja el insistente canto del ave; cascata que le regala sus notas desde la rama del mamón o sencillamente posada sobre el alambrado que circunda el potrero.
Admiramos en el pájaro su acendrado amor por el trabajo; un trajín que recuerda la ética laboral del hombre del campo. Como aquélla, éste se levanta temprano, recoge sus aperos de labranza y se marcha a la huerta como si los días no bastaran y su compromiso laboral estuviera impregnado de religiosidad. En cambio, la cascá deriva su sustento del consumo de frutas de temporada, gusanos e insectos que acosa persistentemente entre las matas de hierba del campo o la ciudad.
Humilde y pobre se nos muestra la platanera. El nido lo construye sobre la rama del árbol, así como en cualquier espacio que encuentre en la residencia de su amigo campesino. Ella, en su aposento de barro y paja, se instala a la vera del camino o en la espesura del bosque. Y tal pareciera que la casa de quincha interiorana se hizo emulando la simple y cómoda residencia del ave.
Al parecer, existe un profundo mensaje en el estilo de vida de la avecilla. La cascata posee una extraordinaria capacidad de adaptación al medio y así como mora en el monte, también se le encuentra en los núcleos urbanos. Sin embargo, a diferencia del hombre, no desnaturaliza sus raíces y es capaz de vivir en la ciudad a ritmo de cascá. Parda en la ciudad y parda en el campo, sin falsos oropeles y siempre canturreando la tonadilla que ha sido la razón de ser de su vida.
En las provincias del interior panameño, la cascá, la titibúa y el chango, forman una trilogía que incide en la cosmovisión del hombre del campo. Son tan familiares para él como el cacarear de las gallinas, el agudo sonido que emite el azulejo o el nervioso caminar de la tortolita o tierrerita sobre los callejones por los que transita nuestra gente interiorana.
Las aves en mención son parte del entorno campestre. Con ellas construye el orejano no pocas vivencias y sólo lamentamos que el fenómeno sea tan poco valorado por disciplinas como la biología, ecología y sociología.
En efecto, admitamos que la destrucción ambiental no es sólo un asunto de árboles, mares y ríos. El día que ya no exista la cascá, platanera o capisucia, desaparecerá una parte importante de nuestra naturaleza humana. Entonces comprenderemos, tardíamente, que la cultura no es únicamente una hechura del hombre.
Los panameños deberíamos percatarnos que el canto de la cascá, sin proponérselo, pregona a los cuatro vientos la defensa de nuestra maltrecha identidad cultural; idiosincrasia que mantiene arraigados nexos con el medio ambiente que le cobija.
Así como el trino de la cascocha no debe cesar, igualmente el hombre contemporáneo debería contagiase de su terquedad canora, adecuada integración al ambiente e inquebrantable devoción al trabajo.
En las faldas del Cerro El Barco, Villa de Los Santos, a 22 de abril de 2004Publicado en ÁGORA Y TOTUMA, Año 13, # 189, 30/IV/2004
Este fue el primer artículo que leí
ResponderEliminarde Milcíades Pinzón y para mí fue abrir mis ojos a una realidad que estaba dormida pero latente en mi corazón; el amor por mi tierra.
Desde chica tuve un padre que amaba la naturaleza y en especial las montañas y los pájaros y entre estos la Capisucia como yo le conocía y al leer su relato de esta formidable ave, Milcíades me transportó a esos
días donde nos quedábamos en silencio-para oirla cantar-
todos los días que podíamos.
Me siento ahora muy afortunada de poder disfrutar y de poder concordar con el caudad de hechos históricos, bellezas y folclor, asi como problemas que aquejan a la tierra de Azuero
divulgada por "El Orejano".
Felicitaciones Maestro, que Dios le
siga brindando muchos años, para que asi nosotros disfrutando de su presencia, también le acompañemos en la defensa de esta tierra madre de todos, llamada Panamá.
Bueno: No soy ornitólogo y creo que cada país elige sus monumentos, animales o paisajes que les son propios. Panamá eligió uno que le es propio: el águila arpía, aunque tenemos gran variedades de diferentes solores y tamaños. Cada uno a lo suyo.
ResponderEliminarEstamos en la fecha propicia del canto de la Cascá como la conoci.No se cual es la cantora si es el macho o la hembra. Lo cierto es que su canto trae alegria anuncia el fin de la sequía y la llegada de las lluvias.Tambien es el tiempo del apariamiento. los crios estan naciendo en el mes de mayo. normalmente nacen dos polluelos. Es un ave muy centro americana. Es un ave emblematica en Costa Rica. Nuestra capisucia como se le llama en algunas partes de Panamá
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