La pregunta clave en el candente problema de la mina de Cerro Quema continúa siendo: ¿ Por qué el santeño se opone al proyecto minero que se pretende implementar en la región de Tonosí y Macaracas?. Sobre el tópico podríamos ensayar un conjunto de razones que parten desde la imposición comunitaria hasta lo pírrico de las ganancias o la siempre válida razón de orden ecológico. Debe quedar claro que la compresión de fenómeno social no encuentra su solución en propuestas del tipo costo beneficio. El asunto es mucho más complejo y entrelaza un conjunto de razones dentro de las cuales sólo intentaré sustentar la de orden cultural.
La verdad es que los mineros canadienses, con sus acólitos del suelo patrio, pasaron por alto la naturaleza cultural del hombre que mora en la zona. Mucho más, diría que se equivocaron de grupo humano y de zona geográfica. Porque el santeño es un hombre que ha desarrollado en los últimos quinientos años una visión de patria que difícilmente puede ser doblega con argumentos del tipo que hasta ahora se han esgrimido.
El santeño, inmerso en una región de amplias sabanas costeras y en una zona montañosa de tímidas alturas, ha hecho de su geografía clima la razón de su existencia. Aún más, el sistema educativo en lo que va del siglo no ha logrado provocar una ruptura entre éste hombre y la naturaleza. Porque ésta es para el santeño -en la vieja tradición hispánica- algo que hay que doblegar, pero representa en la añeja tradición del ancestro indígena aquello que se ama y respeta. Vive el orejano este desgarramiento interior del que doblega su entorno, pero que en el accionar de su lucha termina por amar lo que domeña. Ese es el caso del típico ganadero azuerense. Aquello que ayer fue montaña y que hoy es potrero se transmuta para él en emblema cultural que trasciende las lomas peladas y el calcinante sol. Los escasos montes y las colinas que acaricia el viento son la razón de ser de su vida. Para el santeño es intruso todo aquello que osa violar su tradición de siglos. Y en verdad, no es que se oponga al desarrollo, sino que en su código de ética social no cabe la contemporánea irracionalidad minera.
Con la antedicha visión cultural el santeño emigra y a la hora del postrer adiós retorna a los lares que le vieron nacer y vive en la fiesta la policromía de su mundo sacro-profano.
En múltiples ocasiones hemos visto a este hombre-agricultor-ganadero-poeta otear desde los cerros la magnificencia de los ocasos de oro. Hombre y mujer han heredado del hispánico el alma de Quijote y la sensibilidad del poeta. Canta en sus décimas los temas de su entorno: mujeres, decepciones, santos, sequías y cerros. La décima es para él un desahogo y un vivo reflejo de su rica cosmovisión cultural.
En el caso del tonosieño -santeño que ingresa tardíamente a los "beneficios" que dispensa el desarrollo -, todo aquello que hemos descrito adquiere una dimensión de alto vuelo. Desde los años ochenta, como dijo un destacado antropólogo panameño, se acabaron los montes. Lo que había que doblegar ya fue domeñado. Le queda sólo el amor y le duelen mucho más las querencias de unos antepasados que datan de la centuria anterior. Ese encuentro con la naturaleza agreste ha forjado un carácter muy a tono con el "hombre de la montaña". El tonosieño es lo más reciente que queda en la provincia del indomable orgullo español y de la rebeldía indígena. La memoria histórica recuerda la Tonosí Fruit Company, las migraciones campesinas, el proyecto del Desarrollo Rural Integrado, la ganadería extensiva y la rebelión guerrillera de finales de los años sesenta.
Se equivocan los que piensan que Cerro Quema es sólo una mina de oro. Olvidan que el tonosieño habla de la destrucción de su cerro y de su Quebrada Chontales como si se tratase de la pérdida de un ser querido, como de un amigo que llora la partida de algo con lo que ha crecido y aprendió a amar. En el caso de Cerro Quema estamos ante el viejo problema de aquellos que persiguen el infructuoso objetivo de divorciar la razón y el amor. Los mineros quieren imponerle al santeño -un ente con alma de poeta- la objetividad de una razón amañada. Empeño inútil ante un hombre que ha hecho del amor a su tierra el fundamento de su existencia.
Mientras un Ministro habla de "protección a la inversión extranjera" y de "respeto al contrato minero", el hombre de la zona le reza a San Roque, recuerda los camarones de los ríos, la Candelaria, piensa en la sequía que le ha impedido sembrar el arroz y transita acongojado tras las vacas por los mismos callejones donde hasta hace poco lo hacía con indiferencia pueblerina. En ese caminar mira el Cerro Quema y siente muy dentro de sí que un intruso se apodera de lo que siempre ha sido suyo. Sabe también que entre más traten de imponer la mina, mucho más radical será su postura. Ante cada nueva imposición su amor crece.
En fin, lo trascendental de la lucha que libran los santeños va mucho más allá de la mina. Ante Cerro Quema el azuerense no asume falsas posturas entre la civilización y la barbarie; al contrario, renueva su promesa de promover la comunión entre el amor y la razón. Allí radica su terquedad peninsular y su radical oposición al proyecto minero.
La verdad es que los mineros canadienses, con sus acólitos del suelo patrio, pasaron por alto la naturaleza cultural del hombre que mora en la zona. Mucho más, diría que se equivocaron de grupo humano y de zona geográfica. Porque el santeño es un hombre que ha desarrollado en los últimos quinientos años una visión de patria que difícilmente puede ser doblega con argumentos del tipo que hasta ahora se han esgrimido.
El santeño, inmerso en una región de amplias sabanas costeras y en una zona montañosa de tímidas alturas, ha hecho de su geografía clima la razón de su existencia. Aún más, el sistema educativo en lo que va del siglo no ha logrado provocar una ruptura entre éste hombre y la naturaleza. Porque ésta es para el santeño -en la vieja tradición hispánica- algo que hay que doblegar, pero representa en la añeja tradición del ancestro indígena aquello que se ama y respeta. Vive el orejano este desgarramiento interior del que doblega su entorno, pero que en el accionar de su lucha termina por amar lo que domeña. Ese es el caso del típico ganadero azuerense. Aquello que ayer fue montaña y que hoy es potrero se transmuta para él en emblema cultural que trasciende las lomas peladas y el calcinante sol. Los escasos montes y las colinas que acaricia el viento son la razón de ser de su vida. Para el santeño es intruso todo aquello que osa violar su tradición de siglos. Y en verdad, no es que se oponga al desarrollo, sino que en su código de ética social no cabe la contemporánea irracionalidad minera.
Con la antedicha visión cultural el santeño emigra y a la hora del postrer adiós retorna a los lares que le vieron nacer y vive en la fiesta la policromía de su mundo sacro-profano.
En múltiples ocasiones hemos visto a este hombre-agricultor-ganadero-poeta otear desde los cerros la magnificencia de los ocasos de oro. Hombre y mujer han heredado del hispánico el alma de Quijote y la sensibilidad del poeta. Canta en sus décimas los temas de su entorno: mujeres, decepciones, santos, sequías y cerros. La décima es para él un desahogo y un vivo reflejo de su rica cosmovisión cultural.
En el caso del tonosieño -santeño que ingresa tardíamente a los "beneficios" que dispensa el desarrollo -, todo aquello que hemos descrito adquiere una dimensión de alto vuelo. Desde los años ochenta, como dijo un destacado antropólogo panameño, se acabaron los montes. Lo que había que doblegar ya fue domeñado. Le queda sólo el amor y le duelen mucho más las querencias de unos antepasados que datan de la centuria anterior. Ese encuentro con la naturaleza agreste ha forjado un carácter muy a tono con el "hombre de la montaña". El tonosieño es lo más reciente que queda en la provincia del indomable orgullo español y de la rebeldía indígena. La memoria histórica recuerda la Tonosí Fruit Company, las migraciones campesinas, el proyecto del Desarrollo Rural Integrado, la ganadería extensiva y la rebelión guerrillera de finales de los años sesenta.
Se equivocan los que piensan que Cerro Quema es sólo una mina de oro. Olvidan que el tonosieño habla de la destrucción de su cerro y de su Quebrada Chontales como si se tratase de la pérdida de un ser querido, como de un amigo que llora la partida de algo con lo que ha crecido y aprendió a amar. En el caso de Cerro Quema estamos ante el viejo problema de aquellos que persiguen el infructuoso objetivo de divorciar la razón y el amor. Los mineros quieren imponerle al santeño -un ente con alma de poeta- la objetividad de una razón amañada. Empeño inútil ante un hombre que ha hecho del amor a su tierra el fundamento de su existencia.
Mientras un Ministro habla de "protección a la inversión extranjera" y de "respeto al contrato minero", el hombre de la zona le reza a San Roque, recuerda los camarones de los ríos, la Candelaria, piensa en la sequía que le ha impedido sembrar el arroz y transita acongojado tras las vacas por los mismos callejones donde hasta hace poco lo hacía con indiferencia pueblerina. En ese caminar mira el Cerro Quema y siente muy dentro de sí que un intruso se apodera de lo que siempre ha sido suyo. Sabe también que entre más traten de imponer la mina, mucho más radical será su postura. Ante cada nueva imposición su amor crece.
En fin, lo trascendental de la lucha que libran los santeños va mucho más allá de la mina. Ante Cerro Quema el azuerense no asume falsas posturas entre la civilización y la barbarie; al contrario, renueva su promesa de promover la comunión entre el amor y la razón. Allí radica su terquedad peninsular y su radical oposición al proyecto minero.
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