Casi resulta una perogrullada el afirmar que Azuero es una península. Empero, la constatación de tal accidente geográfico resulta vital para comprender lo peculiar del momento que viven los habitantes de nuestra área geográfica al final del año. Porque, en efecto, acontece que en diciembre la Natividad del Señor coincide con el final del invierno y el inicio del largo estío azuerense.
Todo canta por estos lares la alegría del renacer de una nueva época. Soplan los vientos alisios y el Céfiro juega entre las copas de los árboles; sobre los caminos que conducen a los ríos, una profusión de campanillas veraneras saluda el advenimiento del que nació en un pesebre; los madroños -novias de la naturaleza-, se visten de blanco y los niños empinan sus polícromas cometas.
En esta tierra, ayer fue la comunión entre Natura y los hombres. Navidad era el niño campesino jugando con muñecas de trapo, la ilusión de una manzana en la tienda del pueblo o el goce de la finalización del año escolar. Para otros, como en la Villa de Los Santos, la Pascua era la algarabía de pequeñuelos que con sus "puercas" (rudimentarios pitos elaborados con carrizos de papayo) irrumpían en la Misa del Gallo. Párvulos que se satisfacían jugando con rudimentarias y minúsculas carretas tiradas por "yuntas de bueyes", con imaginarios toros de botellas de gaseosas. Navidad, "posadas" y villancicos entonados por coros juveniles que hacían sonar sus panderetas elaboradas con platillos. De alguna manera, en aquella época, el San Nicolás, la virgen María y San José calzaban cutarras y entonaban décimas.
Esa Navidad del ayer, hoy apenas si se deja entrever por entre las rendijas que la televisión permite. Y es que en los años cincuenta, quizás se inició ese rápido declinar de una festividad que en nuestra Península se hizo, con el canto rodado de los siglos, a nuestra medida. Transición que en menos de cincuenta años ha destruido el legado de cuatro siglos.
Los niños no piden por estas calendas una armónica, sino complejos juegos electrónicos donde algunos monstruos intergalácticos destruyen mundos ignotos. Una Barbie sonríe, mientras descansa sobre un taburete; "Santa Cló" se ha posesionado de las puertas con sus trineos de países nórdicos, mientras en la calle el verano hace de las suyas; se chamusca un pino importado, con sus cientos de luces multicolores, al par que los "cachitos", que otrora fueron nuestro símbolo navideño, ya casi han desaparecido de las costas.
Tal es el legado de la nueva época. Los "costos del progreso", dirán algunos. Y, es probable que tengan razón. Hoy la Navidad ya no es la misma; no sólo porque añoramos la infancia que no volverá, sino porque San Nicolás reemplazó la carreta por su trineo y hasta acá se escucha el tintineo de su caja registradora. Lo que ganamos en "civilización", lo perdimos en espiritualidad. Mientras tanto, en un rincón de la casa de quincha del abuelo, un viejo remolinete escucha cómo el viento entona un villancico entre las cañazas del techo de tejas, en una Navidad que ya no es la suya.
Todo canta por estos lares la alegría del renacer de una nueva época. Soplan los vientos alisios y el Céfiro juega entre las copas de los árboles; sobre los caminos que conducen a los ríos, una profusión de campanillas veraneras saluda el advenimiento del que nació en un pesebre; los madroños -novias de la naturaleza-, se visten de blanco y los niños empinan sus polícromas cometas.
En esta tierra, ayer fue la comunión entre Natura y los hombres. Navidad era el niño campesino jugando con muñecas de trapo, la ilusión de una manzana en la tienda del pueblo o el goce de la finalización del año escolar. Para otros, como en la Villa de Los Santos, la Pascua era la algarabía de pequeñuelos que con sus "puercas" (rudimentarios pitos elaborados con carrizos de papayo) irrumpían en la Misa del Gallo. Párvulos que se satisfacían jugando con rudimentarias y minúsculas carretas tiradas por "yuntas de bueyes", con imaginarios toros de botellas de gaseosas. Navidad, "posadas" y villancicos entonados por coros juveniles que hacían sonar sus panderetas elaboradas con platillos. De alguna manera, en aquella época, el San Nicolás, la virgen María y San José calzaban cutarras y entonaban décimas.
Esa Navidad del ayer, hoy apenas si se deja entrever por entre las rendijas que la televisión permite. Y es que en los años cincuenta, quizás se inició ese rápido declinar de una festividad que en nuestra Península se hizo, con el canto rodado de los siglos, a nuestra medida. Transición que en menos de cincuenta años ha destruido el legado de cuatro siglos.
Los niños no piden por estas calendas una armónica, sino complejos juegos electrónicos donde algunos monstruos intergalácticos destruyen mundos ignotos. Una Barbie sonríe, mientras descansa sobre un taburete; "Santa Cló" se ha posesionado de las puertas con sus trineos de países nórdicos, mientras en la calle el verano hace de las suyas; se chamusca un pino importado, con sus cientos de luces multicolores, al par que los "cachitos", que otrora fueron nuestro símbolo navideño, ya casi han desaparecido de las costas.
Tal es el legado de la nueva época. Los "costos del progreso", dirán algunos. Y, es probable que tengan razón. Hoy la Navidad ya no es la misma; no sólo porque añoramos la infancia que no volverá, sino porque San Nicolás reemplazó la carreta por su trineo y hasta acá se escucha el tintineo de su caja registradora. Lo que ganamos en "civilización", lo perdimos en espiritualidad. Mientras tanto, en un rincón de la casa de quincha del abuelo, un viejo remolinete escucha cómo el viento entona un villancico entre las cañazas del techo de tejas, en una Navidad que ya no es la suya.
Amigo Milcíades:
ResponderEliminarMe complace leer sus líneas porque me parece que estoy entre todas estas ráfagas del pasado que hemos compartido en cierta manera y en verdad cada vez me lleno más de admiración ante tanta inciativa guarareña.
Salud,
Génesis