Se ha repetido hasta el cansancio que
noviembre es el mes de la patria. Que sea noviembre importa poco, porque pudo
ser enero, septiembre o cualesquiera otro de los meses del año. El punto es que
al expresarlo añadimos el sustantivo femenino que le da sentido a lo
novembrino. En efecto, lo patrio se refiere al lugar en que se nació y no por
mera casualidad se asocia con lo paterno, con la cuna en la que se meció nuestra
infancia. La patria es el clan, la familia; si hemos de creerle a la raíz
latina de la que proviene el vocablo.
En nuestro país los poetas de cutarra
y birrete le han cantado a la patria. Desde el poema clásico de Ricardo Miró,
hasta el ensayo que sobre el tema redactara el peninsular filósofo Moisés Chong
Marín, sin olvidar la décima que se escribió en la soledad del campo. Y es que
una miríada de cosas se pueden decir sobre la patria. Llamamos así a la grande,
a América Latina, y decimos la patria chica para hablar sobre las querencias
que surgen al calor de la región en que nacemos. Sobre nuestro Istmo afirmamos
que lo amamos porque es nuestra patria y a veces el término se aproxima más a
una entelequia que a una realidad, a un mundo virtual, que a un ser de carne y
hueso
Los tiempos cambian, afirman algunos
istmeños para justificar las transformaciones de la era moderna, y en ese andar,
casi sin darnos cuenta, hemos terminado por forjar un concepto ligth de la patria. De allí que para
muchos sea un sentimiento, la postura
firme cuando se canta el himno o se iza la bandera nacional. Tal vez la
conducta sea una actitud cómoda para rehuir nuestras responsabilidades y
reducirla a la banderita que flamea adherida al soporte del parabrisas del
auto. Por eso se impone q repensar lo
que antaño fue la patria y la forma como contemporáneamente la asumimos.
Lo primero que acude al cavilar sobre
el tópico se refiere a la semilla sobre la que se construye la nación. Me
refiero a los niños y jóvenes que necesitan algo más que acordeones y seco en
la cantina. A esos muchachos que crecen carentes de un proyecto de vida y
terminan hechizados por los correos electrónicos; como si la vida se redujera
al Facebook y el Twitter, artilugios tecnológicos de indudable utilidad, pero
no al extremo de obligar a que el portador camine con la cabeza agachada.
Curioso, porque en la patria de antaño, el campesino analfabeta miraba a las
estrellas y su palabra era norma no escrita, mucho antes que el derecho
consuetudinario se transformara en derecho positivo.
Y digo bien, porque la patria
verdadera tiene un proyecto de nación, no camina al garete mientras sus hijos
consumen la vida sentados en el sillón, pendientes de quién gana el concurso
televisivo o qué pasará en la cantadera mediática, sazonada con mensajes ayunos
de contenido trascendente. Así no puede haber patria que valga, nación que se
valorice, juventud con futuro, ni república que se respete.
Los forjadores de la república, los
que se mencionan asociados al 10 y 28 de noviembre de 1821, así como al 3 de
noviembre de 1903, hablaron claro: la patria, el país, la nación y la república
han de ser libres para poder construir una sociedad para todos. A tales prohombres
podríamos reprocharles algunos errores, pero tales yerros no empañan el
propósito final. Además, la construcción del país no es un proyecto acabado; los
antepasados trazaron el norte de nuestro destino, pero somos nosotros los
responsables del mundo que vivimos y del que ha de venir.
Hemos avanzado luego de más de una
centuria de vida republicana, pero a
veces me pregunto en qué momento perdimos parte del rumbo, en qué instante
decidimos que teníamos que crecer, antes que desarrollarnos; porque el
crecimiento económico no es sinónimo de
desarrollo, de la misma manera que el auto último modelo dice poco del
conductor que le porta. Por esta razón los aspectos culturales y sociales son
tan trascendentes al hablar de la patria de Justo Arosemena y Buenaventura
Correoso, Belisario Porras Barahona y Manuel F. Zárate, Ofelia Hooper Polo y
Clara González de Behringer, Zoraida Díaz y Bibiana Pérez. Ellos demostraron que
la democracia ha de ser política, pero
también económica y confirmaron que la inteligencia siempre vence a la
estulticia.
Don José Martí, ese extraordinario
poeta, patriota y ensayista escribió en una ocasión que “la mejor manera de
decir es hacer”. Sí, la patria es un sentimiento, una congoja por lo nuestro,
una emoción de gozo por las raíces históricas y culturales que dan sentido a la
vida, pero antes que ello es comida, trabajo, desarrollo, cultura y paz. La
patria vive en la memoria de nuestros antepasados, desde el dirigente e
intelectual, hasta los que calzan cutarras y tienden polleras sobre la vieja
soga de alambre, mientras la brisa veraniega zarandea el tasajo que hemos de
engullir junto al arroz que se cultivó en la huerta.
Permítanme ahora compartir unas
meditaciones sobre la patria chica, sobre esta península con apellido santanderista
que también se ha hecho patria. Hablo de ese cuadrilátero peninsular en el que
conviven doscientos millares de personas. De la región que tiene al Canajagua
como centauro de la cultura, como toro bravío de la orejanidad. Esa es nuestra
patria chica, única en indivisible, por más que la partamos y le llamemos Los
Santos y Herrera, Azuero o Cubitá. Y es que se nos olvida que somos una nación,
un conglomerado humano con territorio, lengua, tradiciones, sentido de
pertenencia y una visión de futuro. Note que digo nación y no república, porque
en el archipiélago multiétnico del Istmo nosotros hemos forjado la nación orejana.
La tierra que existió como isla, hace sesenta millones de años, cuando aún el
istmo centroamericano no había emergido del piélago marino.
En los últimos quinientos años creamos
una sociedad y una cultura sobre los despojos de lo indígena, la sazón de lo
negroide y la hidalguía española. Y cuánto sudor y lágrimas, alegrías y
congojas, trabajo y diversión, cantos y danzas tuvieran que darse para que
recibiéramos el legado de los abuelos: la identidad cultural que se ha hecho
pollera y camisilla, tambor y mejorana, changa y chicha de junta.
Me resisto a creer que nuestra cultura
peninsular, la patria de los orejanos, tenga que ser pasto de una modernidad
ligth, juguete de intereses aviesos, conejillo de indias de la minería,
laboratorio de maíz transgénico, tierra que se vende al mejor postor, folclor de la alienación social. Algo no anda
bien cuando el Dr. Belisario Porras Barahona no es el héroe de nuestros
muchachos, cuando una bandera santeña
parece emular los colores de la “noche de brujas” (Hallowen), cuando una
niña afirma que su mayor ilusión es ser reina o cuando la casa de quincha es
mirada como un adefesio del ayer. Andamos mal cuando la fonda es cosa de
manutos y los pueblos se dan golpes de pecho porque tienen su “mall”, porque ya
ni tan siguiere le llamamos centro comercial. Se nos olvida que la patria es el
idioma, que uno recibe correos electrónicos y no “email”, que las cosas están
hermosas y no “pretty”.
Y ha de quedar claro que no se trata
de oponerse a lo moderno, sino de reivindicar lo antiguo, la patria chica que
heredamos, cuidándola, porque ella fue la que nos dio identidad cultural y sin
su influencia bienhechora a lo más que podemos aspirar es a ser la fiel fotocopia
de otro grupo humano. De Divisa a Punta Mala, de Santa María a Mariato y de
Pedasí a Restingue hay una patria que llora por nosotros. Una zona que ha hecho
de su ruralidad sufrida el folclor de la patria istmeña.
En esta hora aciaga de las
transformaciones, yo me pregunto qué ha de ser de nosotros, los orejanos de
Porras, los patirrajaos del otro lado del puente, aquellos que llenaron la
ciudad transitista de acordeones, murgas, violines y emigrantes a tutiplén.
Hacia dónde va mi patria chica buscando un proyecto nacional que no existe,
borracha de folclor y temerosa por la suerte de su sector agropecuario.
Y en la soledad de mi cavilar he
creído encontrar la salvación en el rescate de la cultura, de la historia y del
ambiente. Hay que despertar me he repetido, porque medio millar de años no
pueden ser tirados por la borda. Esa nueva península ha de ser política, pero
no politiquera; divertida sin dejar de ser trabajadora; orgullosa de su estirpe
pero no al extremo de que su regionalismo le asfixie; moderna pero sin
renunciar a sus raíces, respetuosa de su ambiente y profundamente ética.
Debemos comprender, como el campesino de antaño, que no hay futuro sin trabajo,
que la educación nos hará libre y que la justicia es el fiel de la balanza.
Vendrán otros noviembres, pero la
patria siempre estará allí, impertérrita, en los arreboles de oro, en la brisa
de los vientos alisios, en el guayacán vestido de amarillo y en la fonda con la
lechona en el plato y la chicha de nance que pasa por el gaznate. La patria es
la gente, la cultura y el desarrollo. Estemos atentos, porque además de la
visión romántica de la patria, ella también sale blandir el sable, levantar el
puño y pedirnos cuentas de nuestro proceder.
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