El control mayoritario del Partido
Revolucionario Democrático (P.R.D.) es buena noticia para esa agrupación
política, pero nada positivo para los intereses regionales; porque la historia
política nacional confirma que la existencia de las “aplanadoras políticas” siempre
ha sido el caldo de cultivo en donde se incuban los virus de la impunidad, la
amenaza al disentimiento y la tolerancia a la corrupción.
Ya es secreto a voces que los
partidos tradicionales nunca han sido mansas palomas, porque arriban al poder
mediante añejas triquiñuelas y siempre se han alejado de visiones beatíficas,
porque, como ellos mismos lo sostienen, “la política es así y no somos monjas
de la caridad”.
Así es, porque en el caso de Azuero cosechamos
el producto de una cultura política caracterizada por la ruralidad periférica,
gamonalismo, relaciones familiares primarias, ausencia de ideologías y la
existencia de un voto emotivo, atolondrado y carente de visión regional y
nacional.
Por estas latitudes el elector casi
siempre ha sido un ser que concibe la votación como la lotería de la que espera
obtener ganancias personales y algún rédito familiar. Y poco dista su postura de
la actitud de la mayoría de los candidatos que acuden al torneo electoral,
luego de realizar el cálculo político y de cuantificar su rédito económico, con
la notable diferencia de que los últimos se quedan con el “gordito” y los demás
se conforman con la incierta posibilidad de ganarse un “one two”.
Tal conducta política es tan añeja
como las mismas estructuras sociales que proceden del período colonial, y más
recientemente, del siglo XIX e inicios del XX, cuando el campesino socarrón,
laborioso y bien intencionado se enfrenta a las primeras disputas por el poder
entre conservadores y liberales; contradicciones que afloran como rivalidades entre
las familias Guardia y Goytía, las que hegemonizan tierras, vacas, campanarios
y conciencias colectivas.
A partir de allí los gamonales del
período de unión a Colombia y primera mitad del siglo XX convirtieron a la
población en una masa que vota incluso contra ella misma. La historia política
de Azuero ha sido un permanente accionar de familias que se han disputado las
mieles del poder, mientras el hombre de extracción campesina ejerce de peón,
arrea cuadrúpedos ajenos o se complace en morar en las goteras de los centros
urbanos peninsulares.
Durante el siglo XX la existencia de un
sistema educativo divorciado de su entorno lo ha desarraigado de su tradicional
sistema de vida y lo ha empujado a formar parte de los flujos migratorios o lo
ha forzado a integrar la burocracia pueblerina que amodorradamente subsiste
escuchando el golpe del badajo sobre la campana, los cantos sonoros de la
cascá, el azulejo palmero, el folclor adulterado, la profusión de fiestas, las
interminables procesiones y el consumo exagerado de licores.
En términos generales tal es el
contexto sociocultural del votante que ejerce el derecho a definir sus
destinos. El punto es que él no determina el suyo, sino el relevo en el poder
de quienes le han utilizado políticamente desde mediados del siglo XIX, le induce
a periódicas quimeras y a sueños de un mundo mejor.
Estamos ante una población que, como
en el resto de la nación, nunca ha comprendido el sentido libertario de su
empoderamiento, quedando reducido el mismo al ejercicio democrático de la
coyuntural elección. Y es tan así, que incluso la clase profesional de origen popular
tiene como principal objetivo el convertirse en moderno y renovado cacique del
siglo XXI.
Visto lo anterior, podemos comprender
en su justa dimensión la transitoria pérdida del poder de los señores Varela,
Cohen y Afú; políticos que fueron derrotados en la pasada campaña, pero que distan
mucho de ser cadáveres políticos. En efecto, en ese torbellino de emociones del
proceso electoral, algunos sectores celebran el cambio de tales personajes sin
tomar en consideración que se trata de un simple relevo de figuras, pero no de
transformaciones en el sistema político del que son producto. Esa transición no
es nueva, y con anterioridad ya la vivió la región en familias como los López y
León, Decerega, Escalona, Castillero, Pinilla, González-Ruiz y otros.
En la contienda orejana de tiempo en
tiempo aparece una retadora ave política regional, que como titibúa canta en el
mismo bosque del caciquismo pueblerino. Entonces los antiguos pájaros le dejan trinar,
porque saben que ellos tienen la experiencia para continuar cantando en la fronda
del bosque, luego de que la avecilla intrusa haya probado el añorado alpiste y
se canse de su molesto e inoportuno sonsonete.
La cruda verdad es que en la
península nada ha cambiado y todo sigue igual, porque las nuevas figuras jamás
retarán las estructuras existentes -que paren políticos de ocasión- porque
ellos mismos son, algunos sin saberlo, el producto del añejo mentidero politiquero
que ha adulterado la nobleza de la elección democrática y reducido al votante a
un mero invitado a la junta de embarra del gamonal. Sí, alegre y contento, el
noble individuo peninsular siempre acude a construir y repellar la casa de
quincha politiquera, para que la vieja tradición política se mute de forma, más
no de contenido.
Por eso es tan dramático que en la
actual coyuntura electoral el mismo partido político controle la mayoría de los
puestos de elección regionales; prueba tangible de que el gamonalismo azuereño se
muda de ropa -como las culebras-, pero no deja de ser la ponzoña que enferma el
cuerpo social de una región que merece mejor suerte.
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