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07 diciembre 2019

EL ESCRITOR ALBERTO ARJONA OSORIO




La colonial Pesé tiene más que sabor y aroma a caña. En esa población, que tuvo méritos suficientes para ser la capital provincial herrerana, sentaron sus reales familias de abolengo, algunas vistas ahora como nativas de la ciudad de Chitré. Entre ellas están los Arjona, un núcleo familiar a quien debe la región y el país no pocas contribuciones al desarrollo nacional. Hablo de coterráneos, la mayoría de las veces lúcidos y con inquietudes, en los que el cultivo del intelecto siempre ha sido prioridad.
En ese asiento colonial pasó una temporada la poetisa panameña Amelia Denis de Icaza, sí la del cerro Ancón y que vivió, también en Nicaragua, antes que La Parca le arrebatara su numen. De esas tierras, de ese valle, que custodian los cerros, proceden los antepasados del chitreano Alberto Arjona Osorio. Sí, porque cuando se tiene cabal conciencia de sus orígenes familiares se comprende las raíces de su trayecto profesional y existencial.
Le conocí hace años, gracias a la convocatoria que inevitablemente genera el claustro y cafetería universitaria. Porque tras el humeante plato de arroz con frijoles, carne frita y tajadas de plato maduro, el comensal se torna locuaz, al punto que solicita la taza de café para continuar parlando sobre tópicos de interés común.
En esas charlas de la cafetería universitaria calibré quién era realmente el colega y amigo, ese hombre de inocultable porte hispánico. Del historiador, que lo es más por vocación, supe que el título era apenas un pálido reflejo de su trascendencia humana y académica. Porque Arjona es un académico en el pleno sentido de la palabra, de los que no necesitan que un cartón colgado en la pared engañe al visitante presumiendo de una sapiencia de la que se carece.
Yo no voy a hablar aquí del que fue representante de corregimiento, del docente en los colegios secundarios, del miembro de partido político, del director provincial de la Cruz Roja, del directivo de planificación provincial, porque ese no es el personaje que nos ocupa e interesa en esta ocasión. Nos convoca el escritor, el que ha entregado gran parte de sus horas de asueto a la lectura de los mejores textos, el que es capaz de sentarse por horas a revisar añejos papeles de los archivos parroquiales de nuestra península. Su labor me trae a la memoria el accionar de otros colegas; pienso en Moisés Chong Marín y Raúl González Guzmán, hombres como él de conversación amena e inteligente, a veces hasta taciturnos, con ese silencio propio de la mente cultivada y alejada de la vocinglería a que somos tan proclives los panameños. O tal vez debiera decir Oscar Velarde Batista y Manuel Moreno Arosemena, silenciosos obreros de la pluma a quienes la región alguna vez ha de tributarles el reconocimiento que se han ganado y que se merecen.
El profesor Arjona Osorio es perseverante, porque hay que serlo para sentarse por décadas a investigar la región. De él pudiéramos decir, emulando a González Guzmán,  que es azuerólogo, herrerólogo y santeñólogo. En efecto, no forma parte el escritor chitreano de ese grupo que quiere escindir nuestra cultura peninsular para etiquetarla con el mote de lo provincial, como si fuéramos una changa que hemos de tragar, en la fonda de la alienación, con café caliente y queso blanco.
Ha publicado gruesos e instructivos libros sobre temas regionales que debieran reposar en nuestras bibliotecas y centros escolares. Ha estudiado a Chitré visto a través del templo a San Juan Bautista (Historia esquemática de la iglesia de Chitré, 1910-2010), está su aporte sobre Parita (Orígenes históricos del pueblo de Santo Domingo de Guzmán de Parita), la incursión sobre la Villa de Los Santos (La Villa de Los Santos y el padrón de 1774), el Pesé histórico y de próxima aparición el recorrido por la Tierra de Los Manitos, Ocú, con un texto que se denominará Aproximación a los orígenes históricos del pueblo de San Sebastián de Ocú. Y entre sus planes está la investigación sobre el resto de los distritos peninsulares.
Y como lúcido habitante de la península, ese trozo de patria que se interna en el océano Pacífico, también se muestra admirador del más ilustre estadista que ha tenido la república de Panamá, el doctor Belisario Porras Barahona, el hijo de Juana Gumersinda Barahona De León y Demetrio Porras Cavero, el nieto de Francisca De León, esa estoica santeña conocida en su época como Mime. Y es precisamente a ella a quien dedica su último libro: BELISARIO PORRAS BARAHONA: NIÑEZ Y ADOLESCENCIA CON SU ABUELA MIME EN LAS TABLAS.
Yo no voy a entrar aquí en los pormenores y detalles del último de los textos citados, porque el objetivo de esta aproximación a la vida del escritor herrerano solo intenta destacar algunos aspectos distintivos del perfil existencial e investigativo. Y en ese sentido no puedo excluir lo que Arjona Osorio representa en el estudio de la genealogía peninsular.
Sabe el herrerano, porque lo ha vivido, que la fuente regional más relevante en el estudio de las familias peninsulares reposa en los archivos parroquiales, ese conjunto de documentos, celosamente custodiados por la Iglesia Católica, que no son solamente patrimonio de la nación, sino la fuente primaria para reconstruir la genealogía de nuestro pueblo desde las primeras décadas del siglo XVIII. Allí está la vida misma escrita con caligrafías, a veces ininteligibles, de los curas que en siglos pasados registraban nacimientos, matrimonios, sepelios, así como reportes de obispos que ocasionalmente recorrían estas tierras de Pedro Goitía Meléndez, Belisario Porras Barahona, Manuel Fernando de Las Mercedes Zárate, Ofelia Hooper Polo, Sergio González Ruiz y Zoraida Díaz Camize.
Estoy convencido que cuando se escriba la evolución de la genealogía en el área, inevitablemente habrá que mencionar a Alberto Arjona Osorio como uno de los pilares sobre los que se edifica esta rama de la historia. Antecedentes que nos remontan más atrás a la egregia figura del pedasieño Antonio Moscoso (Los Moscoso de Pedasí hasta la quinta generación) y contemporáneamente a Oscar Velarde Batista y Manuel Moreno Arosemena.
Lo de Arjona Osorio es un canto al trabajo fecundo, un homenaje a nuestras raíces, el convencimiento de que la historia regional puede y debe ser analizada, que el conocimiento no tiene necesariamente que provenir del transitismo fenicio, sino de los mismos protagonistas de la región, de ese hombre nuestro que sabe divertirse, a veces en demasía, pero que ha venido reflexionando sobre sí mismo en las últimas dos centurias. Esas reflexiones que comienzan siendo políticas mediante gritos y rebeliones campesinas. Y por qué no decirlo, culturales, a través de tunas, tamboritos, mejoranas, festivales, carnavales y otras manifestaciones no menos relevantes de la inteligencia que calza cutarras. Porque don Alberto – con el birrete de académico- desentierra sucesos y personajes históricos, así como nuestra gente escribe en el folklore el orgullo sano de quien se siente poseedor de un legado centenario.
La vida del peseense-chitreano ha de ser valorada, ahora que los jóvenes necesitan a quien emular, cuando urge la presencia de liderazgos ilustrados, que como el de Alberto Arjona Osorio, supera al típico y quejumbroso habitante del istmo. Leyendo sus libros renace la fe en nuestras potencialidades, para gloria de una nación llamada Panamá, y el sano orgullo de una región en donde florece el blanco inmaculado del madroño, el amarillo intenso del guayacán y el milagro navideño de la campanilla veranera; mientras la milenaria mole del Canajagua otea el horizonte en busca de sus mejores hijos para premiar, como es este caso, la inteligencia y el tesón.

.......mpr...
En las faldas de cerro El Barco, a 6 de diciembre de 2019. Exposición en la misma fecha en el campus regional de la Universidad de Panamá, sito en la ciudad de Las Tablas.


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