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23 abril 2021

EL OREJANO DE PORRAS

 



Transcurría el mes de julio de1982 cuando me acerqué a la oficina de la profesora Paula Solís de Huerta – por aquellas calendas directora de la unidad académica- y le expuse la idea de editar el opúsculo del doctor Belisario Porras Barahona, que éste había redactado en Bogotá un siglo atrás. La simiente cayó en suelo fértil y en mi calidad de responsable de la dirección de Asuntos Estudiantiles y Extensión Cultural, que entonces jefaturaba, asumí l tarea de editarlo. El tiraje fue de mil ejemplares, impreso en la Imprenta El Crisol, empresa que ya desapareció para desdicha de la cultura herrerana.

En esa misma línea de pensamiento y preocupados por el desconocimiento de la investigación del hijo de Las Tablas, se publicó el primer boletín de la unidad académica al que se llamó, precisamente, El Orejano, cuyo ejemplar inicial vio la luz pública el 27 de abril de 1982 y el último en los meses de junio y julio del año 1991, luego de casi una década de publicación.

Justo para la redacción de este escrito he revisado los 75 números que reposan empastados en la biblioteca familiar. Al hacerlo he vuelto a tomar conciencia de que esa etapa histórica de nuestra universidad regional está documentada en las páginas a las que hago alusión.

Pues bien, a raíz de todo ello cavilo sobre las cosas que ha logrado el escrito que redactara el Hombre de Levita, El Kaiser tableño o para decirlo con la socarronería de los niños que en Las Tablas decimonónica fueron coetáneos de Belisario, de “Huevo de pava” como cariñosamente le llamaban, a lo mejor por los juveniles pecas en el rostro. Y es que en esta cultura peninsular nadie, ni Porras, se escapa al legado de los españoles del sur ibérico, añeja e inveterada costumbre de los hombres del antiguo Al Ándalus, es decir, la actual Andalucía de la que también somos herederos.

Es evidente que nuestra casa de estudios herrerana tiene el mérito de haber puesto de moda el vocablo orejano, término utilizado para referirse al sujeto de tierra adentro que creció en la sabana, cuando no en la sierra, mirando en la distancia las piruetas del ser que mora en la ciudad ubicada a la orilla del Pacífico, siempre ella con pretensiones de centro urbano y veleidades de urbe citadina.

Y toda esta situación tiene su encanto, no sólo en nuestra zona, sino en países como Argentina en donde lo orejano también asume su carga de exclusión y de olvido del hombre del campo. Por eso en la tierra de la inmensa pampa, Jorge Cafrune, al declamar El Orejano, imbuido de folklore y de aires vernáculos, pregona en el verso VIII  del poema gaullezco aquello de:

“Porque no tengo ni ande carme muerto,

soy más rico que esos que agrandan sus campos,

pagando en sancochos de tumbas resecas

al pobre peón que echa los bofes cinchando”

Lo de Belisario, en cambio, es la dura crítica soterrada, aunque elegante. La visión del texto, visto desde una perspectiva integral, es todo un requiebro desde las áreas interioranas; esa tierra que ha sido olvidada desde la conquista hasta el siglo XIX, cuando se escribe el alegato de la orejanidad; abandono que se prolonga con otros ropajes hasta nuestros días. Un trabajo de corte descriptivo, sin duda, pero lleno de mensajes que trascienden la aparente y bucólica remembranzas del autor.

El Orejano es un enfoque de antropología, folklorología, etnología y sociología del Panamá de ciruelas corraleras, canto de cancanela, repique de campanas, templos religiosos e improvisados tamboritos, luego del repello de la casa de quincha. Casi todo está allí contemplado, hasta las modalidades del habla interiorana que caen dentro de un enfoque lingüístico.

Desde siempre me ha interesado el ensayo en mención, por lo que el texto representa para nuestra región y el país, como eco sonoro de la identidad istmeña y de canto de la región en que hemos nacido. Aún más por la época en que se redacta, inicio de los años ochenta de la nonagésima centuria, cuando acontecimientos como la construcción del transitista caballo de hierro, las sublevaciones campesinas azuerenses de esa misma década del cincuenta, el intento de construcción del canal francés de los años ochenta están detrás de la redacción del famoso escrito surgido en tierras bogotanas, pero con la mente puesta en la tierra del Canajagua.

El nieto de Mime, casi sin proponérselo se convierte en testigo de la cultura de sus ancestros y deja plasmado en El Papel Periódico Ilustrado, que es la revista en la que aparece por vez primera, el retrato de una época, el conjunto de usos y costumbres del habitante interiorano, pero particularmente del sujeto que llamarán santeño, azuerense y herrerano. El mismo a quien le endilgan los motes de “campesino”, “patirrajao”, orejano, del otro lado del puente e, incluso, erróneamente y sin serlo, “cholo”.

Porras inaugura en el país una nueva modalidad en el estudio de la sociedad rural peninsular, porque antes que él solo encontramos referencias ocasionales, descripciones breves del hombre del campo, del ser mestizo creado por la fusión de españoles, indígenas y negros coloniales. Otra cosa es el Estado Federal de Panamá, enfoque político con pinceladas geográficas y las visiones del año 1792 del presbítero Juan Franco en BREVE NOTICIA O APUNTES DE LOS USOS Y COSTUMBRES DE LOS HABITANTES DEL ISTMO DE PANAMÁ Y SUS PRODUCCIONES. Documento en el que cura se solaza con informaciones de Chiriquí, Veraguas, ciudad de Panamá y el Darién, con énfasis marcado en los grupos indígenas. Sin duda heredero, Franco, de toda una cultura basada en las reducciones indígenas que marcaron los siglos XVI, XVII, XVIII y aún en los pródromos del siglo XIX, porque la antigua mita, la explotación minera y el camarico son instituciones que bordaron la génesis del hombre interiorano.

El Orejano se escribió justo a tiempo, cuando era necesario e imperioso, antes que la racionalidad de la temprana modernidad hiciera de la cultura campesina el objeto de la mofa de istmeños de “meollo endurecido” Afirma el tableño en el escrito: “Podrá creerse que por la palabra con que encabezamos estas líneas, que vamos a ocuparnos de los animales que no tienen la marca de su dueño…” Y hay en la cita una lección importante de quien asume su doctorado cuando no menos del 95% de sus paisanos no saben leer ni escribir. Admirable que se dedique a escribir sobre su gente, en el fondo orgulloso de su progenie, cuando en el siglo XXI no pocos, según el decir de los paisanos, les gusta “hablar por el colmillo”, anteponer la forma al contenido y renegar de sus ancestros.

En el Bicentenario de nuestra independencia de Panamá de España, con el portaestandarte del Grito Santeño del 10 de noviembre 1821, bien hace la Universidad de Panamá en editar la clarinada cultural de Porras. Honra la institución universitaria a su pueblo y envía a la nación un mensaje claro de que no es posible conmemorar las fechas relevantes únicamente a golpe de días de asueto y a son de jolgorios populares. A ella, a la Universidad, le corresponde ser la sede de la inteligencia, la cima, pero también la sabana de la sociedad y la cultura del país de Justo, Belisario, Manuel y Dora, así como de aquellos que desde el anonimato también hacen patria.

Así lo han comprendido los comités creados por la Casa de Méndez Pereira para conmemorar la excelsa fecha. Tanto más significativo si la primigenia iniciativa editorial tiene por sede la península de Azuero, región de usos y costumbres, pléyade de literatos, de orejanos ilustrados, con cutarras o sin ellas, y de campesinos que miran los barcos atravesar el canal mientras ellos esperan, desde antes de los tiempos de El Caudillo, una redención que no llega, aunque aún cargan sobre sus espaldas el motete de la cultura raizal.

A la sombra de cerro El Barco, Villa de Los Santos, a 12 de abril de 2021.

 

 

 

 

 

 

 


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