Transcurría el mes
de julio de1982 cuando me acerqué a la oficina de la profesora Paula Solís de
Huerta – por aquellas calendas directora de la unidad académica- y le expuse la
idea de editar el opúsculo del doctor Belisario Porras Barahona, que éste había
redactado en Bogotá un siglo atrás. La simiente cayó en suelo fértil y en mi
calidad de responsable de la dirección de Asuntos Estudiantiles y Extensión
Cultural, que entonces jefaturaba, asumí l tarea de editarlo. El tiraje fue de
mil ejemplares, impreso en la Imprenta El Crisol, empresa que ya desapareció
para desdicha de la cultura herrerana.
En esa misma
línea de pensamiento y preocupados por el desconocimiento de la investigación
del hijo de Las Tablas, se publicó el primer boletín de la unidad académica al que
se llamó, precisamente, El Orejano, cuyo ejemplar inicial vio la luz pública el
27 de abril de 1982 y el último en los meses de junio y julio del año 1991,
luego de casi una década de publicación.
Justo para la
redacción de este escrito he revisado los 75 números que reposan empastados en
la biblioteca familiar. Al hacerlo he vuelto a tomar conciencia de que esa
etapa histórica de nuestra universidad regional está documentada en las páginas
a las que hago alusión.
Pues bien, a raíz
de todo ello cavilo sobre las cosas que ha logrado el escrito que redactara el
Hombre de Levita, El Kaiser tableño o para decirlo con la socarronería de los
niños que en Las Tablas decimonónica fueron coetáneos de Belisario, de “Huevo
de pava” como cariñosamente le llamaban, a lo mejor por los juveniles pecas en el
rostro. Y es que en esta cultura peninsular nadie, ni Porras, se escapa al
legado de los españoles del sur ibérico, añeja e inveterada costumbre de los
hombres del antiguo Al Ándalus, es decir, la actual Andalucía de la que también
somos herederos.
Es evidente que nuestra
casa de estudios herrerana tiene el mérito de haber puesto de moda el vocablo orejano,
término utilizado para referirse al sujeto de tierra adentro que creció en la
sabana, cuando no en la sierra, mirando en la distancia las piruetas del ser
que mora en la ciudad ubicada a la orilla del Pacífico, siempre ella con
pretensiones de centro urbano y veleidades de urbe citadina.
Y toda esta
situación tiene su encanto, no sólo en nuestra zona, sino en países como
Argentina en donde lo orejano también asume su carga de exclusión y de olvido
del hombre del campo. Por eso en la tierra de la inmensa pampa, Jorge Cafrune,
al declamar El Orejano, imbuido de folklore y de aires vernáculos, pregona en el
verso VIII del poema gaullezco aquello
de:
“Porque
no tengo ni ande carme muerto,
soy
más rico que esos que agrandan sus campos,
pagando
en sancochos de tumbas resecas
al
pobre peón que echa los bofes cinchando”
Lo de Belisario,
en cambio, es la dura crítica soterrada, aunque elegante. La visión del texto,
visto desde una perspectiva integral, es todo un requiebro desde las áreas
interioranas; esa tierra que ha sido olvidada desde la conquista hasta el siglo
XIX, cuando se escribe el alegato de la orejanidad; abandono que se prolonga
con otros ropajes hasta nuestros días. Un trabajo de corte descriptivo, sin
duda, pero lleno de mensajes que trascienden la aparente y bucólica remembranzas
del autor.
El Orejano es un
enfoque de antropología, folklorología, etnología y sociología del Panamá de
ciruelas corraleras, canto de cancanela, repique de campanas, templos
religiosos e improvisados tamboritos, luego del repello de la casa de quincha.
Casi todo está allí contemplado, hasta las modalidades del habla interiorana
que caen dentro de un enfoque lingüístico.
Desde siempre me ha
interesado el ensayo en mención, por lo que el texto representa para nuestra
región y el país, como eco sonoro de la identidad istmeña y de canto de la
región en que hemos nacido. Aún más por la época en que se redacta, inicio de
los años ochenta de la nonagésima centuria, cuando acontecimientos como la
construcción del transitista caballo de hierro, las sublevaciones campesinas
azuerenses de esa misma década del cincuenta, el intento de construcción del
canal francés de los años ochenta están detrás de la redacción del famoso
escrito surgido en tierras bogotanas, pero con la mente puesta en la tierra del
Canajagua.
El nieto de Mime,
casi sin proponérselo se convierte en testigo de la cultura de sus ancestros y
deja plasmado en El Papel Periódico Ilustrado, que es la revista en la que
aparece por vez primera, el retrato de una época, el conjunto de usos y
costumbres del habitante interiorano, pero particularmente del sujeto que
llamarán santeño, azuerense y herrerano. El mismo a quien le endilgan los motes
de “campesino”, “patirrajao”, orejano, del otro lado del puente e, incluso,
erróneamente y sin serlo, “cholo”.
Porras inaugura
en el país una nueva modalidad en el estudio de la sociedad rural peninsular, porque
antes que él solo encontramos referencias ocasionales, descripciones breves del
hombre del campo, del ser mestizo creado por la fusión de españoles, indígenas
y negros coloniales. Otra cosa es el Estado Federal de Panamá, enfoque político
con pinceladas geográficas y las visiones del año 1792 del presbítero Juan
Franco en BREVE NOTICIA O APUNTES DE LOS USOS Y COSTUMBRES DE LOS HABITANTES
DEL ISTMO DE PANAMÁ Y SUS PRODUCCIONES. Documento en el que cura se solaza con
informaciones de Chiriquí, Veraguas, ciudad de Panamá y el Darién, con énfasis
marcado en los grupos indígenas. Sin duda heredero, Franco, de toda una cultura
basada en las reducciones indígenas que marcaron los siglos XVI, XVII, XVIII y
aún en los pródromos del siglo XIX, porque la antigua mita, la explotación
minera y el camarico son instituciones que bordaron la génesis del hombre
interiorano.
El Orejano se
escribió justo a tiempo, cuando era necesario e imperioso, antes que la
racionalidad de la temprana modernidad hiciera de la cultura campesina el
objeto de la mofa de istmeños de “meollo endurecido” Afirma el tableño en el
escrito: “Podrá creerse que por la palabra con que encabezamos estas líneas,
que vamos a ocuparnos de los animales que no tienen la marca de su dueño…” Y
hay en la cita una lección importante de quien asume su doctorado cuando no
menos del 95% de sus paisanos no saben leer ni escribir. Admirable que se dedique
a escribir sobre su gente, en el fondo orgulloso de su progenie, cuando en el
siglo XXI no pocos, según el decir de los paisanos, les gusta “hablar por el
colmillo”, anteponer la forma al contenido y renegar de sus ancestros.
En el Bicentenario
de nuestra independencia de Panamá de España, con el portaestandarte del Grito
Santeño del 10 de noviembre 1821, bien hace la Universidad de Panamá en editar
la clarinada cultural de Porras. Honra la institución universitaria a su pueblo
y envía a la nación un mensaje claro de que no es posible conmemorar las fechas
relevantes únicamente a golpe de días de asueto y a son de jolgorios populares.
A ella, a la Universidad, le corresponde ser la sede de la inteligencia, la cima,
pero también la sabana de la sociedad y la cultura del país de Justo, Belisario,
Manuel y Dora, así como de aquellos que desde el anonimato también hacen
patria.
Así lo han
comprendido los comités creados por la Casa de Méndez Pereira para conmemorar
la excelsa fecha. Tanto más significativo si la primigenia iniciativa editorial
tiene por sede la península de Azuero, región de usos y costumbres, pléyade de
literatos, de orejanos ilustrados, con cutarras o sin ellas, y de campesinos
que miran los barcos atravesar el canal mientras ellos esperan, desde antes de los
tiempos de El Caudillo, una redención que no llega, aunque aún cargan sobre sus
espaldas el motete de la cultura raizal.
A
la sombra de cerro El Barco, Villa de Los Santos, a 12 de abril de 2021.
No hay comentarios:
Publicar un comentario