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23 febrero 2009

VIAJANDO A LA CIUDAD DE PANAMÁ

Típico sombrero "pintao" de Panamá
Para el interiorano raizal siempre ha tenido su particular encanto el conocer la “lejana” Capital de la República. Aquélla ciudad de la que nos hablaban los padres y que en la tierna infancia se nos antojaba como la encarnación de lo mágico y misterioso. Siempre ha sido así, desde la época de la navegación en barcos veleros, pasando por los viajes en chivas gallineras, hasta los modernos autobuses que acortan distancias entre el ronroneo del motor, el típico de moda y el frescor del aire acondicionado. A través del tiempo ha variado la forma, pero el fondo ha sido el mismo; fusión entre lo rural y lo urbano, vale decir, entre el guarapo y la Coca Cola, con toda la carga económica y social que esos conceptos evocan. Por eso, elijo describir ese mundo sentado en el INAZUN o en las alas de la única aerolínea que comunica a Chitré con la capital republicana.
Viajando en chiva. Entre las dos formas de transporte que arriba he indicado prefiero la primera, quizás porque es la menos deshumanizada y en el transcurso del viaje se siente y experimenta el calor de lo nuestro; esa hermosa solidaridad que nace de haber compartido cometas, veranos tórridos e inviernos fugaces. Disyuntiva similar a la que en otro plano expresa el moderno supermercado y la calidez social de la tienda pueblerina.
Sin embargo, viajar en chiva tiene sus bemoles; para hacerlo hay que levantarse temprano, con la esperanza de que el tiempo alcance para la realización de los trámites, si es que está el pasajero interesado en regresar el mismo día. Y esto último es lo que el interiorano prefiere, al optar por las cosas del terruño y la paz de su hogar; porque aunque no lo admita le aterra la transición del campo a la ciudad. Acá, en la campiña, él es dueño de la finca, la casa, las estrellas y en la urbe le incomoda el ruido que recogen sus pabellones auriculares y ese olor a contaminación que es tan característico de algunos rincones metropolitanos. Y no se trata de que entre los estilos de vida uno sea mejor que el otro, sino de que ambas modalidades sin ser antagónicas expresan contextos y modos de vida divergentes.
Viajar temprano, al menos en el caso azuerense, es estar en el terminal antes de las cuatro de la mañana; porque las modernas chivas salen puntualmente, aspecto que habla positivamente de los cambios que se han registrado en el transporte de las provincias istmeñas. Lo incómodo es la música, el tocacintas que no para de sonar durante el viaje; cual tortura china a la que ha de someterse el pasajero durante las cuatro horas promedio que separan a los pueblos de Azuero de la urbe metropolitana.
Mientras tanto, antes que Febo muestre la cabellera que presagia el orto, la gente intenta dormir. Si puede, porque la generalidad de las veces reverbera el cerebro con múltiples meditaciones, ya sea del recuerdo de los seres que quedaron dormitando en la casa, hasta cogitaciones sobre la suerte de la nación. Luego, y hasta tanto llegue a su destino, no le queda al viajero otra opción que mirar desde la ventanilla el desfile de pueblos que van indicando poco a poco la proximidad de la capital istmeña.
Últimamente, luego de la reciente construcción de la autopista, quien viaja a Panamá ha pasado por un inesperado período de adaptación; porque la nueva cinta de cemento destruyó los puntos de referencia que tenía el viajero. Hasta las cruces piadosas desaparecieron del paisaje y pasarán años antes de que aprendamos a reconocer plenamente los nuevos íconos sociales y culturales. Sin embargo, otra vez la ternura y el amor a lo nuestro podrá más que la cosmética envoltura que expresa la modernidad.
Viajar a Panamá es saber que tendremos que parar en Penonomé, con sus restaurantes y los paisanos atentamente revisando el menú, aunque de antemano ya saben que pedirán el clásico bistec picao. También supone disfrutar del manjar blanco de Antón, el simbolismo de la Altura de Campana, la Chorrera con sus millares de inmigrantes interioranos, Arraiján (at right hand) y el Puente de Las Américas sobre esa maravilla del genio humano que es el Canal de Panamá.
El interiorano, invariablemente al recorrer el puente sobre el Canal añora el instante cuando ha de retornar para reencontrarse con su geografía de quincha, cerros y estío. “Cuando estaré otra de vez de regreso”, piensa el viajero.
Viajando en avión. Las pocas veces que viajó en avión lo hago por estricta necesidad y no porque sea de mi agrado. Desde los tiempos del Aeropuerto de Paitilla, hasta el existente en el área revertida, encuentro acá otro mundo y otras relaciones sociales. La terminal aérea apenas si permite la interacción social con gente que se distrae leyendo el periódico, con faz adusta y que a lo sumo esbozará una efímera sonrisa. Se trata de paisanos que parecen provenir de la clase media pero que sus gestos y modales delatan sus ancestros orejanos. En verdad, detrás de la tarjeta de dinero plástico y la pose estudiada se oculta el rostro de la orejanidad. Sin quererlo huele a albahaca y “yerbabuena”.
En el aeropuerto casi nadie conversa, se pasa a la sala de espera y el televisor es un inoportuno convidado para la gente que aguarda la llegada del vuelo que le corresponde. Luego del despegue sólo queda mirar desde la ventanilla los contrastes de la Ciudad de Panamá; urbe prisionera del canal y punto de encuentro de istmeños que acuden como víctimas de un centralismo que demanda la necesidad de estar en la capital para la culminación del trámite burocrático o el acostumbrado “baño de civilización”.
Desde las alturas se aprecian los barcos que esperan cruzar el canal, el Puente de Las Américas, Taboga y la quietud del Océano Pacífico. Al rato Punta Chame muestra sus encantos, Coronado es vida y Río Hato recuerda a los tomasitos corriendo desesperados el 20 de diciembre.
Miro todo ello, pero ansío ver la silueta de la península en la distancia. Luego de treinta minutos, entre las gasas de nube se divisa la tierra de Belisario y Ofelia. Allá el Santa María se interna en el mar dejando una mancha de agua chocolate. En lontananza el Canajagua asemeja un gigantesco dinosaurio echado sobre la sabana antropógena. Hacia las costas las camaroneras han devorado los manglares y los basureros de Chitré y La Villa se erigen como chimeneas de la contaminación ecológica.
Una vez en tierra cada uno toma su auto y se pierde entre barriadas que hablan de la marginalildad chitreana, junto a garzas que en la tarde se alejan como pañuelos voladores.
Breves reflexiones. Como hemos planteado, el viaje a la Capital de la República tiene un simbolismo para el interiorano. Expresa la simbiosis inevitable entre los urbano y lo rural; encuentro contrastante entre la región que ha vivido a la sombra del canal y esa otra construida a golpe de quincha y de badajo. País y nación de tránsito, dijo Méndez Pereira; coexistencia entre la cultura de la mazorca y la sociedad de las hamburguesas. Es decir, del mundo de la fonda y la comida de chatarra.
El hombre del campo panameño lleva cinco siglos en ese andar que nació de la imposición del aparato burocrático hispánico, continuó con el centralismo de la capital colombiana y acentuó el encuentro entre los mares.
Atrapado en el sistema en donde apenas cuenta, el orejano se contentó con su rol de grupo portador de la identidad de la nación, pero se le olvidó reclamar para sí los beneficios del desarrollo a que tiene derecho. Le llegaron, es cierto, algunas migajas de la modernización; pero es necesario que lo panameño no se agote sólo en el tamborito, sino que comprenda la equidad social y económica, para que lo sintamos no sólo en la autoestima cultural, sino en nuestras oquedades estomacales.
Mientras tanto, el hombre del campo continúa viajando a la Ciudad de Panamá, a la urbe latinoamericana que le robó sus hijos a la abuela y que ocasionalmente, como consuelo, le envía a sus nietos durante la Semana Santa o el carnaval.
Por eso, el viaje a la Ciudad de Panamá siempre ha estado cargado de introspección; cogitaciones en las que durante cuatro horas el hombre del Interior vuelve a reconocerse como un ser que tiene su historia y que espera la superación del centralismo, la puesta en marcha de la descentralización y la valoración de la panameñidad.
Llegar al destino siempre es una ruptura con ese manojo de deseos, al enfrentarle con la posibilidad real de hacer lo que en ese viaje se soñó (promesas de enmienda personal y nuevos proyectos). Una vez allí, el que arriba a la capitalina Terminal de Transporte, toma el taxi y se pierde entre los tranques que no han logrado superar las flamantes autopistas. Para el viajero que retorna a su pueblo, regresar implica comprender que el capitalino vive tan solo y abandonado como el que mora en Morro de Puerco.
En fin, viajar permite unir y reconocer las dos dimensiones que sin serlo el transitismo ha presentado como antagónicas: la urbe y la campiña. Conviene viajar con los ojos y la mollera bien abierta, para que la falsa dicotomía no termine por arruinar la coexistencia pacífica en un país multiétnico como el nuestro.
* Publicado en ÁGORA Y TOTUMA # 165, 30/III/2002

13 febrero 2009

LA NOVELA DE LEONIDAS SAAVEDRA ESPINO

Foto cortesía de Antonio Pinzón-Del Castillo
La presentación de un libro siempre ha de ser un suceso relevante, en especial cuando el país se encuentra sumido en promesas varias y parece haber poco interés en reflexionar sobre las cosas del espíritu, sobre lo que nosotros somos como nación y lo que deberíamos llegar a ser. Ya sabemos que esta tendencia no es nueva, es un fenómeno histórico de larga data, desde los tiempos de la conquista y colonización, la decapitación de la cultura indígena, el apaciguamiento de negros (que luego dieron en llamar mogollones) y la vida montaraz de los orejanos.
Admito que hemos avanzado desde la era de Acla, la decapitación del Adelantado, el requerimiento, los aperramientos, las entradas, las reprimendas de los obispos, las rebeliones campesinas, los conatos de independencia y la separación tutelada. Hoy pregonamos que somos una sociedad multiétnica que se abre paso entre la maraña de políticas económicas y sueños turísticos, insertos en eso que llaman la mundialización. No obstante la miríada de problemas que nos aquejan, admiro del Istmo su resistencia cultural, esto de ser “puente del mundo”, tacita de oro de intereses mercuriales y, sin embargo, continuar viviendo a la panameña, haciendo cultura y tercamente empeñados en labrarnos nuestro destino.
Aparte de la cotidiana alharaca nacional, reconforta poder presentar un texto desde la “ciudad destruida por crueles piratas que un día soñaron con tu tesoro”, junto a las ruinas de Panamá La Vieja, los conventos y demás edificaciones que supieron de tanta historia. Aún más si la producción bibliográfica proviene de una zona que estuvo bajo su influjo, que conoció de su poder, intrigas, espadas, con la cruz en el monte y el español depauperado, sembrando maíz, degustando tasajo y susurrando plegarias en el Curato de Los Santos, en la región de Cubitá, al sur del Río de Los Maizales y en las riberas del Mensabé. Es decir, sembrando y cosechando la dialéctica temprana del transitismo y la orejanidad.
Estamos ante un hermoso encuentro entre la cultura que se arraiga en Puente del Rey, que luego echa raíces en la faldas del Ancón, con aquella otra que erige al Canajagua como paradigma orejano. Me refiero a la narración que reconstruye con gallardía, profundidad y celo istmeño el Ingeniero Leonidas Saavedra Espino. La novela ¿ESPINO?, MENSABÉ ANTES DE AZUERO, que hoy nos congrega es producto de su pluma, hija de una mente ilustrada y pletórica de amor entrañable por la tierra.
Don Leonidas Saavedra Espino es un istmeño valioso, nacido en la tierra del Festival Nacional de La Mejorana. Un santeño que ha residido por muchos años “a la sombra del Barú”, como dijera Don Rubén Darío Carles Oberto, en una de sus gustadas y oportunas reflexiones sobre la región de los doraces. Felizmente casado con Doña María Teresa Anguizola de La Lastra, la pareja tiene tres hijos. Nacido en la segunda decena del Siglo XX pertenece a una generación que ha marcado la historia regional y cuya formación educativa ha servido de acicate a las nuevas generaciones. Luego de sus estudios primarios en Guararé, se traslada al Nido de Águilas para recibirse como Bachiller en Ciencias y Letras, tempranamente laureado por su desempeño en química y francés. Estudió Ingeniería Química en Iowa y tomó cursos de ingeniería de aguas en Cincinati. Políglota, además de su lengua nativa domina el inglés, francés y alemán. Ha sido cofundador del IDAAN, institución en donde se desempeñó como Jefe de Plantas de Tratamiento y Control de Aguas. Asistió a múltiples congresos de ingeniería. Entre otros cargos también fue, por 15 años, cónsul de Francia en David. Actualmente está jubilado y se desempeña como urbanizador e incursiona en el negocio de bienes raíces.
Debo decir que desde mi mirador interiorano he admirado a esta camada de profesionales (entre los cuales se encuentra Don Leonidas) que nacen en las primeras tres décadas del Siglo XX. Me luce que son seres integrales cuyas formaciones no muestran esa lamentable dicotomía que encontramos, pongamos por caso, en algunos panameños que nacieron en la segunda mitad de la vigésima centuria. Me refiero a médicos, ingenieros y otros profesionales que nunca perdieron su humanismo y que eran capaces de leer un tratado científico, pero también se enfrascaban con ensayos filosóficos, escribían cuentos, poesías, novelas, disfrutaban del encanto de la música y se sentían a sus anchas en el amplio y dilatado mundo de la orejanidad.
Procede Don Leonidas de una familia raizal, de aquellas que vivían junto a la plaza y se ganaron el respeto, antes que por su estirpe, por su apego a las buenas costumbres y la mirada siempre puesta en el amor al terruño. A las pruebas me remito. Recordemos de pasada la labor literaria de uno de sus hermanos (José del C. “Carmelo” Saavedra Espino) a quien debe la Península de Cubitá una de las más extraordinarias novelas que se hayan escrito en la zona. Me refiero a “Alma de Azuero”, en la que el autor describe la vida social y costumbres de los años veinte del siglo XX. Hermoso compendio y dominio de la cultura, fauna y flora regional. A propósito, pertenece esta obra al grupo de las producciones literarias que han sido clasificadas como “ruralistas”. Término este que no deja de tener su dejo de despectividad, de estigmatización, como si lo rural fuera un rostro venido a menos de la inteligencia, un pobre esfuerzo de campesinos ilusos. También pertenecen a esta pléyade literatos como Sergio González Ruiz, Antonio Moscoso Barrera, José Huerta, José María y Rodrigo Núñez Quintero, entre otros.
En cambio, sin renunciar a la ruralidad, la creación de Don Leonidas representa una ruptura con todo lo que hasta la fecha narra la novelística de quienes moran en las sabanas que se extienden al este del Macizo del Canajagua. ¿Espino? Mensabé antes de Azuero es una novela histórica, o si se quiere una historia novelada de la región que se extiende al sur del Río Cubitá o Río La Villa, en la zona geográfica que el autor llama Mensabé. Podríamos decir que el texto se aleja de cierto enclaustramiento que ha caracterizado a los escritores regionales. Excepción echa de Buchí (Bushman), la novela de Antonio Moscoso, que supo vincular la región del Río Oria con los lupanares transitista de los años cuarenta del Siglo XX, en pleno auge de la Segunda Guerra Mundial
La novela de Don Leonidas se desarrolla a finales del Siglo XVII y primera mitad del Siglo XVIII, período cuando merodean los piratas y afilan sus espadas para tomarse a Panamá La Vieja, Villa de Los Santos y otros poblados. Lo relevante, sin embargo, es cómo Saavedra Espino teje los nexos entre el ataque a Panamá y lo vincula con el repoblamiento de la región de Mensabé, particularmente con los poblados de Guararé y Las Tablas, así como con el surgimiento de las aldehuelas que florecen próximas a la última de las poblaciones indicadas, al sur de la Villa de Los Santos.
Esta historia novelada o novela histórica hace gala de un conocimiento profundo sobre el acontecer nacional de aquellos tiempos. Algunos de los personajes son reales, desempeñaron un papel por aquellas calendas, tan verídicos como la existencia del Santísima Trinidad, el barco con el que arriban los españoles a tierras santeñas, huyendo del acoso del pirata Morgan que destruye a Panamá La Vieja, acontecimiento que interrumpe el viaje de aquellas familias que se dirigían hacia tierras peruanas. Así lo expresa el propio autor en un comentario que introduce al lector en la temática. Le cito: “No toda la colonización española fue de buscadores de fortuna, con curas por la fe y los militares por el poder y el oro…Es la saga de las familias hispanas, que apenas cruzaron el Istmo y por la codicia humana no llegaron a su destino”.
Hay que admirar en Don Leonidas su dedicación a la temática, sus múltiples pesquisas en los archivos de España, Canadá, Colombia y Panamá. Don Leonidas se vale del relato de Ignacio de Espino, personaje novelesco quien hacia 1740 rememora los sucesos que vivió en la tierra que por mera casualidad terminaron viviendo. El texto está escrito en español antiguo, y este es un acierto del autor, porque introduce al lector en el lenguaje de aquellos tiempos, sin descuidar modismos e incluso descripciones de los barcos de antaño, haciendo gala de un vocabulario que no escatimó vocablos para pintar el mundo istmeño del Siglo XVII.
Leyendo este regalo a la inteligencia del panameño, que debemos al Ing. Leonidas Saavedra Espino, recordé una novela que leí hace algunos años: CABO TRAFALGAR, del laureado escritor español Arturo Pérez-Reverte. Producción literaria en la que encontramos un derroche informativo del mundo marino de la España de finales del Siglo XVIII e inicios del Siglo XIX, todo en el marco de la famosa batalla acaecida el 5 de octubre de 1805.
Pienso que la publicación de Saavedra Espino es de trascendental importancia, más allá de la amena narración en la que nos engancha desde el inicio. Tómese en cuenta que otros literato nacionales ya vienen haciendo algo similar. Me refiero a escritores nacionales como Rosa María Britton, Juan David Morgan, Gloria Guardia, o la hermosa saga que describe el colombiano William Ospina en El País de la Canela. Nótese que nuestros escritores están acostumbrando e introduciendo al lector a sucesos históricos de relevancia. Porque la historia en manos de una mente creativa, como acontece en el seno de una novela, es un manjar que incita a incursionar en las verdaderas raíces del ayer. No hay aquí una manipulación o adulteración con fines aviesos, nadie duda que estamos ante una novela y a ésta no se le puede divorciar de cierta inventiva e imaginación. Quienes elevan críticas en este sentido olvidan que un novelista no está redactando un ensayo o escribiendo una monografía. Al contrario, gracias a la magia de la narración esos sucesos de antaño renacen y despiertan nuestra dormilona curiosidad y corremos a empaparnos sobre el suceso histórico que da soporte a la trama literaria.
Me atrevo a afirmar que estamos ante una de las mejores novelas que se han escrito sobre y desde la Región de Cubitá. ¿Espino? Mensabé antes de Azuero no sólo nos permite comprender un momento histórico determinado, en el fondo ella es un tratado sociológico sobre el hombre del Canajagua, la génesis de sus hábitos, genealogía, origen de la toponimia, arquitectura (casa de quincha), exquisiteces culinarias y un amplio espectro de temas regionales. Por ejemplo, resulta polémica y retadora la tesis sobre el surgimiento de la décima o espinela no sólo como un asunto propio del malagueño Don Vicente Espinel, sino como legado de los cantos de los marinos provenientes de Vizcaya, es decir, los famosos bertsolaris de la cultura vasca. Curioso, porque bertsolaris se traduce literalmente en euskera como “hacedor de versos”, definiendo igualmente al sujeto popular que lo crea.
Yo debo concluir esta disertación con un agradecimiento a Don Leonidas Saavedra Espino, no porque sea lo que se estile en estas ocasiones, o porque me haya distinguido con su amistad, la que valoro y tengo en alta estima. Lo hago por el legado que deja al país y a nuestra región de Canajagua, Cubitá y Mensabé. Porque ahora no basta con visitarla, con disfrutar de los carnavales y la Semana Santa, con hacerse presente en los festivales de La Mejorana, La Pollera y El Manito. No es suficiente con el orgullo santeño del 10 de noviembre, con las celebraciones religiosas de La Moñona, el encanto de La Candelaria tonosieña, la antigua búsqueda del viento para Santa Catalina, la celebración del manito ocueño, el San Juan en Chitré y el San Miguel Arcángel de Monagrillo.
Para conocer hasta el tuétano la cultura regional hay que recorrer el mundo que describen Belisario Porras Barahona, Sergio González Ruiz, Alfredo Castillero Calvo, Alberto Osorio Osorio, José Aparicio Bernal, José del C. Saavedra, Julio Arosemena Moreno, Roberto Pérez-Franco, Manuel Fernando Zárate, Samuel Gutiérrez, Manuel Moreno Arosemena, Salvador Medina Barahona y una larga lista de personajes que han sentido vibrar en su corazón la existencia de un regionalismo sano y vigoroso, alejado de aldeanismo extenuantes e improductivos. A esa pléyade de la inteligencia y el tesón me atrevo a sumar ahora, en el marco de las ruinas de Panamá La Vieja, a la figura de Don Leonidas Saavedra Espino.
Me reitero en lo dicho, quien desee conocer la región más allá del folclorismo alienante y como una mera curiosidad turística, tiene necesariamente que leer ¿Espino? Mensabé antes de Azuero. Allí están nuestras raíces, nuestra historia novelada; la novela histórica que entrelaza a piratas, campesinos, españoles en transitismo, mientras florece el amor y una agridulce congoja, una cabanga arropa nuestra alma al recorrer el último párrafo con que concluye Don Leonidas su inolvidable narración.
Si en nuestro país la inteligencia dejara de vivir como un ánima en pena, novelas como la de Don Leonidas debieran ser de lectura obligatoria para nuestros muchachos. Qué no podríamos hacer en la tierra de Justo Arosemena Quesada y Belisario Porras Barahona con la puesta en práctica de una política coherente de un futuro Ministerio de la Cultura. Sin embargo, no me quejo, sigo creyendo en nuestras capacidades nacionales y, mientras tanto, a la sombra de la ciudad que destruyera Morgan, expreso mi gratitud de panameño y de interiorano a Don Leonidas Saavedra Espino, el autor de ¿Espino? Mensabé antes de Azuero.

* Disertación en el Convento de Las Monjas, Panamá La Vieja, el día jueves 12 de febrero de 2009, con motivo de la presentación del libro ¿Espino? Mensabé antes de Azuero de Don Leonidas Saavedra Espino

11 febrero 2009

EL MOGOLLÓN DEL CANAJAGUA

Foto cortesía de Alcibíades Cortés
El vocablo que encabeza este escrito trae evocaciones de la música de acordeones. En efecto, Mogollón es el nombre de la más conocida interpretación de Rogelio “Gelo” Córdoba, el zapador nacional del instrumento de los pitos y fuelles. Al parecer esa denominación pretendía rendir tributo a la tierra natal del acordeonista, ya que también da nombre al pequeño poblado enclavado en las estribaciones del Canajagua.
Lo anterior quizás ya se conoce, pero el objetivo de este escrito no se centra en hacer alusión a la pieza que se ha constituido en el himno de los acordeones nacionales; lo que persigo es interrogarme sobre la génesis de esta locución tan cara a la gente de la Península de Cubitá. Sobre este tópico podría plantear algunas respuestas. Por ejemplo, durante el período colonial se le denominaba “mogollón” al negro cimarrón que había sido pacificado. En informes de obispos, gobernadores y otros miembros de la Audiencia de Panamá, los funcionarios eclesiásticos y civiles se refieren con alguna frecuencia a la existencia de grupos de “mogollones” en el Istmo.
En cambio, si nos apegamos a lo planteado por la Real Academia Española de la Lengua, encontramos que la voz idiomática posee raíces italianas y árabes. El diccionario de la institución que “Limpia, fija y da esplendor” habla de moccobello, que significa propina, término que a su vez proviene del árabe muqābil que hace referencia a la existencia de una compensación por algo. Como afirma el escritor español Antonio Avia, en artículo aparecido en el Centro Virtual Cervantes (http://cvc.cervantes.es), el mogollón viene de antiguo. Dice que durante el Siglo XVII (1611), el lexicógrafo español D. Sebastián de Covarrubias (capellán del Rey Felipe II) lo señalaba como «término antiguo y muy usado y poco entendido [...] que vale tanto como comer sin escotar, comer de mogollón. [...] significa bullicioso y entremetido [...] y tal es el que se sienta a la mesa ajena sin que le conviden». Como vemos, se presta para mucho nuestro mogollón istmeño, incluso para ser apellido y andar por allí de “paracaída”.
El vocablo mogollón no es tan común en tierras santeñas, pero recuerdo haberlo escuchado para referirse a alguien que vive de “gorra”, es decir, a costa ajena. No falta aún quien diga que llegó de “mogolla”, es decir, sin ser invitado. La RAE precisa el término y señala que también significa holgazán, lío, jaleo. Este último concepto le recuerda a quien ha bailado El Mogollón que la pieza es un tremendo jaleo, una bulliciosa interpretación musical.
Me inclino por pensar que, de los múltiples significados que tiene el término, lo más cercano a la realidad del Mogollón de Canajagua, acaso se pueda explicar por razones históricas. Hasta donde he podido investigar, en Los Santos nunca hubo un cimarronaje al estilo de la zona de tránsito, pero en las crónicas de segunda mitad del Siglo XVI y de los siglos XVII y XVIII encontramos múltiples referencias a indios, negros y blancos depauperados que vivían dispersos por la campiña. Obispos y demás funcionarios los estigmatizan como personas flojas y holgazanas, como mogollones, por el simple hecho de vivir en los campos. Por eso, si alguien vivía metido en los montes, alejado de poblados como Parita y Villa de Los Santos, recibía eso enojoso mote, tal y como aconteció en el Siglo XIX con el “orejano” del Dr. Porras Barahona. De modo que tenemos en el Ilustre Caudillo y en Rogelio “Gelo” Córdoba a dos santeños que rescatan del habla popular (al orejano y al mogollón) para darle un sentido de patria y de identidad nacional. He aquí una connotación muy distinta a la que anteriormente les era consustancial.
¡Qué bueno!, porque ahora en pleno siglo XXI, sin complejos, los istmeños muestran su orejanidad y se tiran al ruedo para bailar El Mogollón de Gelo. Como dice Cely Carvajal, una apreciada amiga de La Villa: “¡Qué bueno todo”

06 febrero 2009

GELO CÓRDOBA Y SU ACORDEÓN DEL CANAJAGUA

Aquella noche el médico de turno del Hospital Panamá anotó la fecha y motivo de defunción del paciente: 5 de febrero de 1959, 10:45 p.m., hemorragia subaracnoidea, accidente cerebro vascular. En la habitación del nosocomio capitalino yacía un hombre moreno, de mediana estatura, que a juzgar por la cédula de identidad personal, había cumplido cuarenta y siete años, 10 meses y 21 días. El carné de identidad personal decía que se llamaba Rogelio Córdoba, cedulado 7-AV-25-579.
Así llegaba al último de sus días el canajagüeño que creyó en el acordeón, el mágico instrumento de pitos y fuelles que en los años cincuenta ya tenía un futuro prometedor. El acordeonista santeño nació en El Parador, Corregimiento del Mogollón, Distrito de Macaracas, el 15 de marzo de 1911, fruto del hogar formado por Gertrudis Córdoba y Fermín Cortés. En realidad debió apellidarse Cortés, pero por las formalidades religiosas de la época siempre llevó el apellido de su madre.
Luego de cincuenta años del suceso luctuoso, y con la objetividad que supone una distancia de medio siglo, se puede afirmar que en el aciago día murió el hombre y nació el mito. Desde entonces creció la leyenda del interiorano que había tenido el coraje de retar la hegemonía del violín y encumbrar los sonidos del acordeón. Sin percatarse Gelo Córdoba fue un signo profético de los nuevos tiempos. Lo suyo representó no sólo la ruptura con la música que bailaban los grupos que en la Península se sentían herederos de un supuesto abolengo español, su vida demuestra que nuevas fuerzas sociales demandaban otro tipo de sociedad, menos elitista y más popular.
Hay que recordar que el acordeón, hasta la primera mitad del Siglo XX, era casi un paria en nuestra tierra interiorana. En los años cuarenta, por ejemplo, nadie que se respetase acudía a un baile amenizado con el instrumento; la gente de “bien” prefería los pasillos, danzas, contradanzas y otras modalidades de la música de salón. Sin embargo, lo irónico y paradójico de la historia del acordeón consiste en percatarse que éste probablemente llegó a tierras santeñas de la mano de la Iglesia Católica, para amenizar eventos de tipo sacro, modificando los gustos musicales de la sociedad campesina de finales del Siglo XIX. La fecha más antigua de su arribo data del año 1885, cuando los sacerdotes Manuel Terrientes y Ubaldino Córdoba contratan a un acordeonista barranquillero (Cruz Montesinos Flores) para que amenizara los eventos religiosos en sus respectivas parroquias, las de Santa Liberata y la Virgen de Las Mercedes. Este fue el inicio de una imparable dinámica social que tiene a Rogelio “Gelo” Córdoba y a Dorindo Cárdenas como las cumbres más visibles de ese proceso.
Debo decir que la transición no fue fácil para un hombre como Gelo, un simple campesino de la falda del Canajagua, carente de formación educativa y proveniente de un estrado social que no gozaba de reconocimiento comunitario. Al contrario, por aquellas calendas ser campesino era un estigma, en especial si el orejano procedía de la sierra santeña. El muchacho del Canajagua había nacido en las estribaciones del cerro, pero para fortuna propia su código genético tenía la impronta Córdoba-Cortés, familias que han demostrado poseer una envidiable vena musical.
La primera experiencia musical la tuvo con sus padres, Gertrudis y Fermín, que al parecer dominaban el violín y algo del acordeón. Se dice que un papel fundamental lo desempeñó su tío, Sacramento Córdoba, de quien recibió las primeras clases sobre el uso del instrumento. De hecho Gelo se inició con el violín, instrumento con el que amenizó algunos “entierros de angelitos”, como antaño llamaban a los ritos religiosos ligados al sepelio de los infantes.
El tiempo que transcurre entre su vida en El Mogollón y el resurgir del acordeón aún no está bien documentado. Sabemos que Gelo es producto de un siglo en donde se producen grandes transformaciones sociales. Hay que tener presente el nacimiento de la república, la construcción de la carretera de Porras, la llegada de maestros y médicos, el arribo de las emisoras de radio y el desarrollo de los colegios secundarios. En fin, el despertar de una región que entraba en contacto con un nuevo amanecer y era portadora de un hombre interiorano que no se contentaban con el mundo que había heredado de la Colonia, ni mucho menos con los altibajos del período de unión a Colombia. Por eso el acordeón de Gelo, más que ser portador de aires musicales, grita al mundo el orgullo de un campesinado que no se avergüenza de serlo y que durante el Siglo XX contribuyó a sentar los cimientos de la identidad cultural del panameño.
Hay que comprender que Gelo llega a la cima de su popularidad a finales de los años cuarenta y durante la década del cincuenta del Siglo XX, la época de oro del Festival Nacional de La Mejorana. El santeño se hizo como músico en los años treinta, junto a coterráneos como Artemio de Jesús Córdoba López (1896), Francisco “Chico Purio” Ramírez (1902), Escolástico “Colaco” Cortéz (1904), Abraham Vergara Cedeño (1905), Clímaco Batista (1907) y Paris Vásquez (1909). La lista no termina, porque también deberíamos incluir a Ulpiano “Sombre” Herrera, Tobías Plicet, Miguel Leguísamo, Antonio “Toñito” Sáez, Justino Cortés (“Cortecito”) y José de La Rosa Cedeño, entre otros. Me refiero al momento memorable cuando nacen las cantantes Catalina del Carmen Carrasco Aguilar (1919, “Catita de Panamá”) y Eneida Cedeño (1923, “La Morenita de Purio”). En 1920, Clodomiro Juárez (“Compa Chelo”) estrena su primer pañal en Lajamina de Pocrí. También hay que decir que en 1899 nace un hombre, que sin ser músico y por su formación intelectual, comprendió a plenitud el papel de Gelo y de la brillante camada de músicos santeños. Me refiero al Dr. Manuel Fernando de Las Mercedes Zárate, padre del folclor y creador del Festival Nacional de la Mejorana.
Estamos ante un momento irrepetible de la música popular panameña, porque la región tiene en el anterior grupo a una pléyade de compositores que crecieron con el violín y que encontraron en las candencias del acordeón de Gelo una forma de proyectarse a una audiencia más numerosa. El hijo de Gertrudis retomó ese cúmulo de piezas orejanas para que retumbaran a nivel nacional creaciones como Canajagua Azul, Conejo Muleto, Arroz con Mango, Amorcito Lindo y una larga lista de producciones musicales, algunas de ellas de su propia autoría. Y hay que decir que él no está sólo en ese caminar, porque ya existen otros acordeonistas que le retan en su desempeño. La región recuerda a los acordeonistas Juan Rodríguez y Claudio Castillo, personajes que alguna vez han de ser rescatados del olvido. En efecto, el hombre nacido en el Canajagua no está sólo en el patio, pero cuando ejecuta El Mogollón la gente vibra al son de sus cadencias, porque hay derroche de vitalidad en ellas, como si toda la energía del santeño de repente se convirtiera en arrebato musical. La pieza que inmortaliza a Gelo sólo es comparable con Los Sentimientos del Alma, de Francisco “Chico Purio” Ramírez, que a diferencia del Mogollón, es todo suspiro, melancolía, amor no correspondido y congoja del alma campesina.
Al inicio el músico santeño no tenía un conjunto de planta y como apenas existían carreteras y el transporte era escaso, los integrantes del conjunto viajaban, cada uno por su cuenta, en “chivas” o a caballo cuando el toque era en poblados como Macaracas, que para aquellas calendas apenas podía comunicarse con los pueblos de la costa. El músico era versátil porque al inicio en sus bailes se escuchaba el violín y el acordeón. Para él daba lo mismo tocar una curacha montañera que amenizar un local de la costa. Don Rogelio hermanó al hombre de la montaña y de la costa con Carretera al Canajagua, La Viudita Templá, Todo en la vida pasa y Sinceridad. Sin embargo, eran tiempos de pagos exiguos, B/27.00 tocando desde las 7 de la noche hasta la madrugada. B/ 10.00 para Gelo, B/7.00 para el guitarrista, B/5.00 para el timbalero y B/2.00 para el guarachero. Esa suma ascendió a B/150.00 cuando a finales de la década del cincuenta su corazón dejó de latir. Como curiosidad digamos que un bailador pagaba B/0.40 por toda una noche de farra. Y Gelo estaba allí, sentado en su taburete, tocando su acordeón de dos chorros o hileras, mientras aspiraba el cigarrillo que se consumía entre sus labios, hasta que ya no quedaba más del tabaco y la pieza llegaba a su fin.
Con el tiempo el acordeonista tuvo un conjunto que denominó "Pluma Negra", al parecer una ocurrencia de un integrante del conjunto (Argelio “Yeyo” Bernal) al percatarse que, con la excepción del guitarrero, todos eran morenos, descendientes de negros afrocoloniales. Para estas calendas ya Gelo había recibido clases de música en Chitré y se las arreglaba para leer el pentagrama. Su fama creció con el tiempo y ello le permitió incursionar en las emisoras de radio, tales los casos de Radio Panamericana, en la Ciudad Capital y la chitreana Radio Provincias. Luego algunos de su éxitos fueron llevados al acetato y se convirtió en un imán que atraía a los melómanos en los jardines de la Ciudad de Panamá, David, Villa de Los Santos, Macaracas, Las Tablas, Pesé, etc. En el archifamoso Festival Nacional de La Mejorana, no pocos recuerdan cómo Gelo llenaba el local del recordado empresario de fiestas Don Alexis “Beby” Jiménez.
En edad tempana la muerte sorprende a Gelo, mientras en la Ciudad de Panamá se preparaba para amenizar los carnavales del mes de febrero de 1959. Hay que decir que su desaparición física cambió la historia de la música popular panameña, porque le permitió al país tener su primer mito musical; la primera leyenda que creció como la sombra que proyecta el Canajagua cuando muere la tarde. Desde ese día Gelo se convirtió en referente musical del acordeón, en el personaje que acompaña a su pueblo más allá de su muerte. Así los entendió el Dr. Manuel F. Zárate y el grupo de guarareños que crearon el concurso Rogelio “Gelo” Córdoba, justo en el año de su fallecimiento. Una entre muchas visiones de patria nacidas de las entrañas de la cultura de los orejanos. Después de Gelo el acordeón nunca volvió a estar agazapado en las cantinas, temeroso de su poder y creatividad, como si su música fuera una afrenta a la patria y a la región del Dr. Belisario Porras Barahona. Hay más, pareciera que la desaparición física del músico se constituye en una ofrenda póstuma a su instrumento, como si fuera necesario que él dejara de existir para que el acordeón se tomara el Siglo XX y lo que transcurre de la presente centuria. Entonces vemos aparecer el nuevo relevo del acordeón y desde la campiña sedienta de patria asoman su faz los acordeones de Dorindo “El Poste de Macano Negro” Cárdenas, Roberto “Fito” Espino, Dagoberto “Yin” Carrizo, Alfredo “Fello” Escudero, Osvaldo “El Escorpión de Paritilla” Ayala, Ceferino “El Titán de las Américas” Nieto, Victorio “El Tigre de la Candelaria” Vergara y muchos otros que han dado luz y brillo a la música popular panameña.
El genial acordeonista santeño es más que un músico, constituye un componente relevante de todo un proceso social que conduce a la conformación y defensa de la identidad nacional. Apareció con el nacer de la república, al parecer por designio del Altísimo, para acompañarla. Para que los ritmos foráneos no hicieran de los panameños una cosa, un ser culturalmente amorfo, carente de objetivos y de dirección. En este sentido su acordeón fue rebelde, campesino, contrahegemónico, democrático y sembró un liderazgo musical que ha marcado la historia del Istmo.
A veces afirmamos que Gelo ha muerto, pero en el fondo del corazón nos resistimos a creerlo. Porque sabemos que su presencia está en el Festival de La Mejorana, en el compositor inspirado en aquella tarde con ocasos de oro y en ese Canajagua, guardián de la cultura regional y emblema del santeñismo. Claro que el santeño fue un músico, pero a su manera estuvo en la siembra de banderas de 1958, en los sucesos de enero de 1964 y algunos lo sentimos con su acordeón al hombro el día de la reversión canalera.
He aquí a un panameño paradigmático, un hombre valioso que desde las faldas de Canajagua salvaguardó nuestra cultura campesina y gritó al mundo nuestro orgullo patrio. Ya sé que hay quien defiende al país inmolándose en Estocolmo (convirtiéndose en una antorcha humana para que los demás vivamos con decoro), que otros lo hacen en Cerro Tute con su fusil al hombro, así como una madre hace patria derramando amor sobre sus hijos. En cambio, Gelo cantó al país desde la hondonada de los cerros y la espesura de los bosques y aunque no lo quiso se ha convertido en una leyenda campesina, igual que un tal “Francisco el hombre” allá en la costa caribeña, en La Guajira colombiana.
En efecto, dicen que murió en 1959, pero no termino de creérmelo, porque el 15 de marzo de 2011 conmemoraremos el primer centenario de su nacimiento. Espero que ese día los panameños nos volquemos a la calle, publiquemos libros, organicemos mesas redondas, hagamos documentales sobre su vida, bailemos, toquemos el acordeón y sintamos en carne propia el llamado de la tierra.
Los panameños que valoramos su legado, miramos el Canajagua y nos parece sentir el latido del corazón del cerro y, muy en la distancia, como un eco entre la serranía, el sonido melancólico del acordeón. Entonces comprendemos que Gelo únicamente morirá el día que no se escuche El Mogollón, cuando los panameños silencien sus acordeones y el Canajagua deje de gritarnos que en la campiña santeña nació el más grande pionero de la música de acordeones del Istmo.

* Texto redactado en las faldas de Cerro El Barco, Villa de Los Santos, 22 de enero de 2009.
Disertación en Guararé, el 5 de febrero de 2009, en el homenaje tributado a Rogelio “Gelo” Córdoba por el Patronato del Festival Nacional de La Mejorana.