Típico sombrero "pintao" de Panamá
Para el interiorano raizal siempre ha tenido su particular encanto el conocer la “lejana” Capital de la República. Aquélla ciudad de la que nos hablaban los padres y que en la tierna infancia se nos antojaba como la encarnación de lo mágico y misterioso. Siempre ha sido así, desde la época de la navegación en barcos veleros, pasando por los viajes en chivas gallineras, hasta los modernos autobuses que acortan distancias entre el ronroneo del motor, el típico de moda y el frescor del aire acondicionado. A través del tiempo ha variado la forma, pero el fondo ha sido el mismo; fusión entre lo rural y lo urbano, vale decir, entre el guarapo y la Coca Cola, con toda la carga económica y social que esos conceptos evocan. Por eso, elijo describir ese mundo sentado en el INAZUN o en las alas de la única aerolínea que comunica a Chitré con la capital republicana.
Viajando en chiva. Entre las dos formas de transporte que arriba he indicado prefiero la primera, quizás porque es la menos deshumanizada y en el transcurso del viaje se siente y experimenta el calor de lo nuestro; esa hermosa solidaridad que nace de haber compartido cometas, veranos tórridos e inviernos fugaces. Disyuntiva similar a la que en otro plano expresa el moderno supermercado y la calidez social de la tienda pueblerina.
Sin embargo, viajar en chiva tiene sus bemoles; para hacerlo hay que levantarse temprano, con la esperanza de que el tiempo alcance para la realización de los trámites, si es que está el pasajero interesado en regresar el mismo día. Y esto último es lo que el interiorano prefiere, al optar por las cosas del terruño y la paz de su hogar; porque aunque no lo admita le aterra la transición del campo a la ciudad. Acá, en la campiña, él es dueño de la finca, la casa, las estrellas y en la urbe le incomoda el ruido que recogen sus pabellones auriculares y ese olor a contaminación que es tan característico de algunos rincones metropolitanos. Y no se trata de que entre los estilos de vida uno sea mejor que el otro, sino de que ambas modalidades sin ser antagónicas expresan contextos y modos de vida divergentes.
Viajar temprano, al menos en el caso azuerense, es estar en el terminal antes de las cuatro de la mañana; porque las modernas chivas salen puntualmente, aspecto que habla positivamente de los cambios que se han registrado en el transporte de las provincias istmeñas. Lo incómodo es la música, el tocacintas que no para de sonar durante el viaje; cual tortura china a la que ha de someterse el pasajero durante las cuatro horas promedio que separan a los pueblos de Azuero de la urbe metropolitana.
Mientras tanto, antes que Febo muestre la cabellera que presagia el orto, la gente intenta dormir. Si puede, porque la generalidad de las veces reverbera el cerebro con múltiples meditaciones, ya sea del recuerdo de los seres que quedaron dormitando en la casa, hasta cogitaciones sobre la suerte de la nación. Luego, y hasta tanto llegue a su destino, no le queda al viajero otra opción que mirar desde la ventanilla el desfile de pueblos que van indicando poco a poco la proximidad de la capital istmeña.
Últimamente, luego de la reciente construcción de la autopista, quien viaja a Panamá ha pasado por un inesperado período de adaptación; porque la nueva cinta de cemento destruyó los puntos de referencia que tenía el viajero. Hasta las cruces piadosas desaparecieron del paisaje y pasarán años antes de que aprendamos a reconocer plenamente los nuevos íconos sociales y culturales. Sin embargo, otra vez la ternura y el amor a lo nuestro podrá más que la cosmética envoltura que expresa la modernidad.
Viajar a Panamá es saber que tendremos que parar en Penonomé, con sus restaurantes y los paisanos atentamente revisando el menú, aunque de antemano ya saben que pedirán el clásico bistec picao. También supone disfrutar del manjar blanco de Antón, el simbolismo de la Altura de Campana, la Chorrera con sus millares de inmigrantes interioranos, Arraiján (at right hand) y el Puente de Las Américas sobre esa maravilla del genio humano que es el Canal de Panamá.
El interiorano, invariablemente al recorrer el puente sobre el Canal añora el instante cuando ha de retornar para reencontrarse con su geografía de quincha, cerros y estío. “Cuando estaré otra de vez de regreso”, piensa el viajero.
Viajando en avión. Las pocas veces que viajó en avión lo hago por estricta necesidad y no porque sea de mi agrado. Desde los tiempos del Aeropuerto de Paitilla, hasta el existente en el área revertida, encuentro acá otro mundo y otras relaciones sociales. La terminal aérea apenas si permite la interacción social con gente que se distrae leyendo el periódico, con faz adusta y que a lo sumo esbozará una efímera sonrisa. Se trata de paisanos que parecen provenir de la clase media pero que sus gestos y modales delatan sus ancestros orejanos. En verdad, detrás de la tarjeta de dinero plástico y la pose estudiada se oculta el rostro de la orejanidad. Sin quererlo huele a albahaca y “yerbabuena”.
En el aeropuerto casi nadie conversa, se pasa a la sala de espera y el televisor es un inoportuno convidado para la gente que aguarda la llegada del vuelo que le corresponde. Luego del despegue sólo queda mirar desde la ventanilla los contrastes de la Ciudad de Panamá; urbe prisionera del canal y punto de encuentro de istmeños que acuden como víctimas de un centralismo que demanda la necesidad de estar en la capital para la culminación del trámite burocrático o el acostumbrado “baño de civilización”.
Desde las alturas se aprecian los barcos que esperan cruzar el canal, el Puente de Las Américas, Taboga y la quietud del Océano Pacífico. Al rato Punta Chame muestra sus encantos, Coronado es vida y Río Hato recuerda a los tomasitos corriendo desesperados el 20 de diciembre.
Miro todo ello, pero ansío ver la silueta de la península en la distancia. Luego de treinta minutos, entre las gasas de nube se divisa la tierra de Belisario y Ofelia. Allá el Santa María se interna en el mar dejando una mancha de agua chocolate. En lontananza el Canajagua asemeja un gigantesco dinosaurio echado sobre la sabana antropógena. Hacia las costas las camaroneras han devorado los manglares y los basureros de Chitré y La Villa se erigen como chimeneas de la contaminación ecológica.
Una vez en tierra cada uno toma su auto y se pierde entre barriadas que hablan de la marginalildad chitreana, junto a garzas que en la tarde se alejan como pañuelos voladores.
Breves reflexiones. Como hemos planteado, el viaje a la Capital de la República tiene un simbolismo para el interiorano. Expresa la simbiosis inevitable entre los urbano y lo rural; encuentro contrastante entre la región que ha vivido a la sombra del canal y esa otra construida a golpe de quincha y de badajo. País y nación de tránsito, dijo Méndez Pereira; coexistencia entre la cultura de la mazorca y la sociedad de las hamburguesas. Es decir, del mundo de la fonda y la comida de chatarra.
El hombre del campo panameño lleva cinco siglos en ese andar que nació de la imposición del aparato burocrático hispánico, continuó con el centralismo de la capital colombiana y acentuó el encuentro entre los mares.
Atrapado en el sistema en donde apenas cuenta, el orejano se contentó con su rol de grupo portador de la identidad de la nación, pero se le olvidó reclamar para sí los beneficios del desarrollo a que tiene derecho. Le llegaron, es cierto, algunas migajas de la modernización; pero es necesario que lo panameño no se agote sólo en el tamborito, sino que comprenda la equidad social y económica, para que lo sintamos no sólo en la autoestima cultural, sino en nuestras oquedades estomacales.
Mientras tanto, el hombre del campo continúa viajando a la Ciudad de Panamá, a la urbe latinoamericana que le robó sus hijos a la abuela y que ocasionalmente, como consuelo, le envía a sus nietos durante la Semana Santa o el carnaval.
Por eso, el viaje a la Ciudad de Panamá siempre ha estado cargado de introspección; cogitaciones en las que durante cuatro horas el hombre del Interior vuelve a reconocerse como un ser que tiene su historia y que espera la superación del centralismo, la puesta en marcha de la descentralización y la valoración de la panameñidad.
Llegar al destino siempre es una ruptura con ese manojo de deseos, al enfrentarle con la posibilidad real de hacer lo que en ese viaje se soñó (promesas de enmienda personal y nuevos proyectos). Una vez allí, el que arriba a la capitalina Terminal de Transporte, toma el taxi y se pierde entre los tranques que no han logrado superar las flamantes autopistas. Para el viajero que retorna a su pueblo, regresar implica comprender que el capitalino vive tan solo y abandonado como el que mora en Morro de Puerco.
En fin, viajar permite unir y reconocer las dos dimensiones que sin serlo el transitismo ha presentado como antagónicas: la urbe y la campiña. Conviene viajar con los ojos y la mollera bien abierta, para que la falsa dicotomía no termine por arruinar la coexistencia pacífica en un país multiétnico como el nuestro.
Viajando en chiva. Entre las dos formas de transporte que arriba he indicado prefiero la primera, quizás porque es la menos deshumanizada y en el transcurso del viaje se siente y experimenta el calor de lo nuestro; esa hermosa solidaridad que nace de haber compartido cometas, veranos tórridos e inviernos fugaces. Disyuntiva similar a la que en otro plano expresa el moderno supermercado y la calidez social de la tienda pueblerina.
Sin embargo, viajar en chiva tiene sus bemoles; para hacerlo hay que levantarse temprano, con la esperanza de que el tiempo alcance para la realización de los trámites, si es que está el pasajero interesado en regresar el mismo día. Y esto último es lo que el interiorano prefiere, al optar por las cosas del terruño y la paz de su hogar; porque aunque no lo admita le aterra la transición del campo a la ciudad. Acá, en la campiña, él es dueño de la finca, la casa, las estrellas y en la urbe le incomoda el ruido que recogen sus pabellones auriculares y ese olor a contaminación que es tan característico de algunos rincones metropolitanos. Y no se trata de que entre los estilos de vida uno sea mejor que el otro, sino de que ambas modalidades sin ser antagónicas expresan contextos y modos de vida divergentes.
Viajar temprano, al menos en el caso azuerense, es estar en el terminal antes de las cuatro de la mañana; porque las modernas chivas salen puntualmente, aspecto que habla positivamente de los cambios que se han registrado en el transporte de las provincias istmeñas. Lo incómodo es la música, el tocacintas que no para de sonar durante el viaje; cual tortura china a la que ha de someterse el pasajero durante las cuatro horas promedio que separan a los pueblos de Azuero de la urbe metropolitana.
Mientras tanto, antes que Febo muestre la cabellera que presagia el orto, la gente intenta dormir. Si puede, porque la generalidad de las veces reverbera el cerebro con múltiples meditaciones, ya sea del recuerdo de los seres que quedaron dormitando en la casa, hasta cogitaciones sobre la suerte de la nación. Luego, y hasta tanto llegue a su destino, no le queda al viajero otra opción que mirar desde la ventanilla el desfile de pueblos que van indicando poco a poco la proximidad de la capital istmeña.
Últimamente, luego de la reciente construcción de la autopista, quien viaja a Panamá ha pasado por un inesperado período de adaptación; porque la nueva cinta de cemento destruyó los puntos de referencia que tenía el viajero. Hasta las cruces piadosas desaparecieron del paisaje y pasarán años antes de que aprendamos a reconocer plenamente los nuevos íconos sociales y culturales. Sin embargo, otra vez la ternura y el amor a lo nuestro podrá más que la cosmética envoltura que expresa la modernidad.
Viajar a Panamá es saber que tendremos que parar en Penonomé, con sus restaurantes y los paisanos atentamente revisando el menú, aunque de antemano ya saben que pedirán el clásico bistec picao. También supone disfrutar del manjar blanco de Antón, el simbolismo de la Altura de Campana, la Chorrera con sus millares de inmigrantes interioranos, Arraiján (at right hand) y el Puente de Las Américas sobre esa maravilla del genio humano que es el Canal de Panamá.
El interiorano, invariablemente al recorrer el puente sobre el Canal añora el instante cuando ha de retornar para reencontrarse con su geografía de quincha, cerros y estío. “Cuando estaré otra de vez de regreso”, piensa el viajero.
Viajando en avión. Las pocas veces que viajó en avión lo hago por estricta necesidad y no porque sea de mi agrado. Desde los tiempos del Aeropuerto de Paitilla, hasta el existente en el área revertida, encuentro acá otro mundo y otras relaciones sociales. La terminal aérea apenas si permite la interacción social con gente que se distrae leyendo el periódico, con faz adusta y que a lo sumo esbozará una efímera sonrisa. Se trata de paisanos que parecen provenir de la clase media pero que sus gestos y modales delatan sus ancestros orejanos. En verdad, detrás de la tarjeta de dinero plástico y la pose estudiada se oculta el rostro de la orejanidad. Sin quererlo huele a albahaca y “yerbabuena”.
En el aeropuerto casi nadie conversa, se pasa a la sala de espera y el televisor es un inoportuno convidado para la gente que aguarda la llegada del vuelo que le corresponde. Luego del despegue sólo queda mirar desde la ventanilla los contrastes de la Ciudad de Panamá; urbe prisionera del canal y punto de encuentro de istmeños que acuden como víctimas de un centralismo que demanda la necesidad de estar en la capital para la culminación del trámite burocrático o el acostumbrado “baño de civilización”.
Desde las alturas se aprecian los barcos que esperan cruzar el canal, el Puente de Las Américas, Taboga y la quietud del Océano Pacífico. Al rato Punta Chame muestra sus encantos, Coronado es vida y Río Hato recuerda a los tomasitos corriendo desesperados el 20 de diciembre.
Miro todo ello, pero ansío ver la silueta de la península en la distancia. Luego de treinta minutos, entre las gasas de nube se divisa la tierra de Belisario y Ofelia. Allá el Santa María se interna en el mar dejando una mancha de agua chocolate. En lontananza el Canajagua asemeja un gigantesco dinosaurio echado sobre la sabana antropógena. Hacia las costas las camaroneras han devorado los manglares y los basureros de Chitré y La Villa se erigen como chimeneas de la contaminación ecológica.
Una vez en tierra cada uno toma su auto y se pierde entre barriadas que hablan de la marginalildad chitreana, junto a garzas que en la tarde se alejan como pañuelos voladores.
Breves reflexiones. Como hemos planteado, el viaje a la Capital de la República tiene un simbolismo para el interiorano. Expresa la simbiosis inevitable entre los urbano y lo rural; encuentro contrastante entre la región que ha vivido a la sombra del canal y esa otra construida a golpe de quincha y de badajo. País y nación de tránsito, dijo Méndez Pereira; coexistencia entre la cultura de la mazorca y la sociedad de las hamburguesas. Es decir, del mundo de la fonda y la comida de chatarra.
El hombre del campo panameño lleva cinco siglos en ese andar que nació de la imposición del aparato burocrático hispánico, continuó con el centralismo de la capital colombiana y acentuó el encuentro entre los mares.
Atrapado en el sistema en donde apenas cuenta, el orejano se contentó con su rol de grupo portador de la identidad de la nación, pero se le olvidó reclamar para sí los beneficios del desarrollo a que tiene derecho. Le llegaron, es cierto, algunas migajas de la modernización; pero es necesario que lo panameño no se agote sólo en el tamborito, sino que comprenda la equidad social y económica, para que lo sintamos no sólo en la autoestima cultural, sino en nuestras oquedades estomacales.
Mientras tanto, el hombre del campo continúa viajando a la Ciudad de Panamá, a la urbe latinoamericana que le robó sus hijos a la abuela y que ocasionalmente, como consuelo, le envía a sus nietos durante la Semana Santa o el carnaval.
Por eso, el viaje a la Ciudad de Panamá siempre ha estado cargado de introspección; cogitaciones en las que durante cuatro horas el hombre del Interior vuelve a reconocerse como un ser que tiene su historia y que espera la superación del centralismo, la puesta en marcha de la descentralización y la valoración de la panameñidad.
Llegar al destino siempre es una ruptura con ese manojo de deseos, al enfrentarle con la posibilidad real de hacer lo que en ese viaje se soñó (promesas de enmienda personal y nuevos proyectos). Una vez allí, el que arriba a la capitalina Terminal de Transporte, toma el taxi y se pierde entre los tranques que no han logrado superar las flamantes autopistas. Para el viajero que retorna a su pueblo, regresar implica comprender que el capitalino vive tan solo y abandonado como el que mora en Morro de Puerco.
En fin, viajar permite unir y reconocer las dos dimensiones que sin serlo el transitismo ha presentado como antagónicas: la urbe y la campiña. Conviene viajar con los ojos y la mollera bien abierta, para que la falsa dicotomía no termine por arruinar la coexistencia pacífica en un país multiétnico como el nuestro.
* Publicado en ÁGORA Y TOTUMA # 165, 30/III/2002
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