Algunos afirman que el cooperativismo es una doctrina nacida en Europa y para dar fuerza a su argumento citan a los famosos pioneros de Inglaterra. Yo no regateo los méritos que éstos pudieran tener -que los tienen-, pero para mi el cooperativismo es algo más excelso y trascendente. Como afortunadamente nací en tierra de manutos, y en mi infancia he visto florecer la solidaridad humana, no me resulta extraña tal filosofía. A lo mejor conozco algo de la teoría, de todos esos entrecejos entre el socialismo utópico, los apremios de los marxistas y los “reformismos” capitalistas. Es decir, la gran “teoría” que les roba el sueño a quienes afirman que las cosas deben continuar como están o aquellos otros que pregonan la revolución y escarban en los libros su “mundo feliz”.
Sin desconocer esos apremios intelectuales, pienso que el cooperativismo, además de todo ello, es un sentimiento que ha de cultivarse con el mismo fervor con que el campesino mira crecer su maizal para poder aspirar el dulce aroma de la espiga florecida. Ese sentimiento no es un fenómeno genético, sino que es un asunto de práctica social, de la cultura que se construye en el hogar, que se prolonga en la escuela y que se hace praxis en la comunidad. En esa misma dialéctica de las cosas, en ese ir y venir, en el reflujo de la marea de la vida, el cooperativismo también debe renacer en el hogar para que los hijos vean en el padre comprometido la encarnación del movimiento social. Porque se puede ser cooperativista por imitación de los progenitores o por el mismo hecho de vivir los efectos benéficos de la mutualidad campesina. Llevar el cooperativismo en los genes sólo es una hermosa metáfora.
No por mera casualidad el movimiento ha florecido en la hermosa tierra interiorana. En la heredad rebelde que el indígena sometido, el español triunfante y el africano olvidado han domeñado en quinientos años de interacción, de errores y de aciertos. Por estos mismos motivos el cooperativismo orejano expresa en lo más profundo de sí una soterrada pugna entre los valores de la cultura campesina y el individualismo del “hombre light”. La cooperativa, como organización vive ese dilema existencial, porque su propuesta subsiste dentro de un sistema socioeconómico que se centra en la ganancia y, no pocas veces, fomenta un cooperativista atento a la distribución de excedentes, antes que a los beneficios sociales que la institución está llamada a ofrecerle como fruto de la unión y la convivencia.
Nuestro error como cooperativistas ha consistido en creer que podemos tener una empresa que prioriza balances contables, aunque no siempre recuerde su génesis campesina y su cultura solidaria. Si Rochdale y la Callejuela del Sapo son importantes, no menos lo son la peonada, las juntas y la familia laborando desde horas tempranas de la mañana. El gallo que canta en la alborada es la clarinada liberadora que despierta al dormilón que quiere llevar una vida muelle. Despierta “pendejo” parece decir. En las provincias interioranas la ética del trabajo campesino es la ideología económica de la redención y, la cooperativa, si ha de ser tal, no puede distraerse con el cacareo de las gallinas que descienden del árbol de calabazo. Tiene que ser flor y fruto, teoría y praxis popular. Menos “pifia” y más sustancia.
Yo no aspiro a que seamos una copia impensada del ayer, porque bien sé que los años pesan en las arrugas de la piel. Si hoy no tenemos los Círculos de Estudio que impulsara Ofelia Hooper Polo, ni los centavos de los zapadores de la década del cincuenta, bien podemos rescatar la “llave del cooperativismo” para que no terminemos mercantilizándonos ni olvidando que somos la propuesta de los pobres, aunque sus descendientes cuelguen licenciaturas, maestría y doctorados. A veces hasta estoy tentado a pensar que esto último ha servido de poco, porque la racionalidad y la pose estudiada han sepultado los sueños de quienes sentían el cooperativismo en el tuétano de sus huesos.
Con las herramientas de la sensatez y la precaución bien podemos, pese a todo, competir en el mercado para hacerlo nuestro y que las ganancias se traduzcan en beneficios sociales. El punto radica en no abandonar la filosofía liberadora y solidaria que ha sido el sustento del campesino e inspiración del cooperativismo interiorano. Ahora se impone un liderazgo ilustrado, uno que no reniegue de sus esencias y que acepte el desafío de integrarnos al mundo más allá del nicho en que estamos enclaustrados. La tarea en urgente y reclama a un ser con valores, visión de mundo y un corazón competitivo para no renunciar ante las primeras dificultades que nos arroja en el camino la vorágine social. El cooperativismo orejano del Siglo XXI también ha de redoblar sus luchas en el mercado, sin complejos, valorando su génesis institucional, pero consciente de su filosofía social.
Sin desconocer esos apremios intelectuales, pienso que el cooperativismo, además de todo ello, es un sentimiento que ha de cultivarse con el mismo fervor con que el campesino mira crecer su maizal para poder aspirar el dulce aroma de la espiga florecida. Ese sentimiento no es un fenómeno genético, sino que es un asunto de práctica social, de la cultura que se construye en el hogar, que se prolonga en la escuela y que se hace praxis en la comunidad. En esa misma dialéctica de las cosas, en ese ir y venir, en el reflujo de la marea de la vida, el cooperativismo también debe renacer en el hogar para que los hijos vean en el padre comprometido la encarnación del movimiento social. Porque se puede ser cooperativista por imitación de los progenitores o por el mismo hecho de vivir los efectos benéficos de la mutualidad campesina. Llevar el cooperativismo en los genes sólo es una hermosa metáfora.
No por mera casualidad el movimiento ha florecido en la hermosa tierra interiorana. En la heredad rebelde que el indígena sometido, el español triunfante y el africano olvidado han domeñado en quinientos años de interacción, de errores y de aciertos. Por estos mismos motivos el cooperativismo orejano expresa en lo más profundo de sí una soterrada pugna entre los valores de la cultura campesina y el individualismo del “hombre light”. La cooperativa, como organización vive ese dilema existencial, porque su propuesta subsiste dentro de un sistema socioeconómico que se centra en la ganancia y, no pocas veces, fomenta un cooperativista atento a la distribución de excedentes, antes que a los beneficios sociales que la institución está llamada a ofrecerle como fruto de la unión y la convivencia.
Nuestro error como cooperativistas ha consistido en creer que podemos tener una empresa que prioriza balances contables, aunque no siempre recuerde su génesis campesina y su cultura solidaria. Si Rochdale y la Callejuela del Sapo son importantes, no menos lo son la peonada, las juntas y la familia laborando desde horas tempranas de la mañana. El gallo que canta en la alborada es la clarinada liberadora que despierta al dormilón que quiere llevar una vida muelle. Despierta “pendejo” parece decir. En las provincias interioranas la ética del trabajo campesino es la ideología económica de la redención y, la cooperativa, si ha de ser tal, no puede distraerse con el cacareo de las gallinas que descienden del árbol de calabazo. Tiene que ser flor y fruto, teoría y praxis popular. Menos “pifia” y más sustancia.
Yo no aspiro a que seamos una copia impensada del ayer, porque bien sé que los años pesan en las arrugas de la piel. Si hoy no tenemos los Círculos de Estudio que impulsara Ofelia Hooper Polo, ni los centavos de los zapadores de la década del cincuenta, bien podemos rescatar la “llave del cooperativismo” para que no terminemos mercantilizándonos ni olvidando que somos la propuesta de los pobres, aunque sus descendientes cuelguen licenciaturas, maestría y doctorados. A veces hasta estoy tentado a pensar que esto último ha servido de poco, porque la racionalidad y la pose estudiada han sepultado los sueños de quienes sentían el cooperativismo en el tuétano de sus huesos.
Con las herramientas de la sensatez y la precaución bien podemos, pese a todo, competir en el mercado para hacerlo nuestro y que las ganancias se traduzcan en beneficios sociales. El punto radica en no abandonar la filosofía liberadora y solidaria que ha sido el sustento del campesino e inspiración del cooperativismo interiorano. Ahora se impone un liderazgo ilustrado, uno que no reniegue de sus esencias y que acepte el desafío de integrarnos al mundo más allá del nicho en que estamos enclaustrados. La tarea en urgente y reclama a un ser con valores, visión de mundo y un corazón competitivo para no renunciar ante las primeras dificultades que nos arroja en el camino la vorágine social. El cooperativismo orejano del Siglo XXI también ha de redoblar sus luchas en el mercado, sin complejos, valorando su génesis institucional, pero consciente de su filosofía social.
...mpr...
15/IX/2009
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