ESA MEJORANA DEL AYER. Mis recuerdos del Festival de La Mejorana datan de los años cincuenta y sesenta, porque no alcancé a disfrutarlo desde sus primeras manifestaciones. Viví la festividad cuando ésta ya contaba con algún renombre. Sin embargo, son muchas las estampas que guardo en mi memoria. Para los que vivíamos en poblados circunvecinos, e íbamos caminando hacia “el pueblo”, porque así llamábamos a la villa guarareña, ya desde que se salíamos de la casa se escuchaba en la distancia el eco del evento; con sus voladores, las bocinas pregonando el acordeón, la mejorana y la décima cantada, y la voz de la cantalante. En la medida que el parroquiano se acercaba a Guararé, el bullicio se hacía mayor y se aligeraba el paso, porque caminábamos con esa angustia interior de quien acude a la fiesta porque ésta representa el escape a la monotonía del campo. Todos veníamos estrenando nuestro ajuar festivo, presumiendo de la “muda” que había confeccionado la costurera del pueblo.(Recuerdo a Mercedita y María). En aquellos tiempos el Parque Bibiana Pérez se me antojaba como el epicentro de un evento de proporciones épicas; con la Iglesia de La Merced y los mercaderes vendiendo sus baratijas de ocasión y aquél otro señor que invitaba a participar del juego de azar con el pregón de: “Cachimba, rosa y pescao”. Otra estampa era la fiesta taurina con el grito de las mujeres y los niños temerosos atisbando al animal, amparados tras los barrotes de la barrera con olor a carate recién cortado. En cambio, la plenitud de la festividad la encarnaba la “reina”, la hermosa guarareña que había resultado electa en los escrutinios, luego de ser respaldada por su barra y la gente agolpada en el diminuto “parque” o kiosco. Para nosotros la soberana era todo un espectáculo, y aunque muchas veces ya la conocíamos, en aquella ocasión se deseaba tocarla, que ella se percatara que uno estaba allí, entre el montón, y con una mirada quizás decirnos: “Hola, ya te vi, gracias por venir”.
En aquellos tiempos, como dijo Gabriel García Márquez, se vivía feliz e indocumentado. El festival guarareño sólo era la fiesta de septiembre. La oportunidad para ver a los manitos, los congos de Colón, el nuevo trono que había confeccionado mi pariente Juan Ureña, las pajarillas de San José y la ocasión propicia para saludar a los amigos que habíamos dejado de ver. Por eso, para los niños guarareños, Zárate y los hombres que le acompañaban eran simplemente la gente que organizaba la festividad. Bajo este prisma el Padre del Folclor era nada más un hombre con camisilla blanca, mejorana y cámara fotográfica al hombro.
LAS RAÍCES DEL FESTIVAL. Si la Ciudad de Las Tablas tuvo a Belisario Porras Barahona y Aguadulce a su Octavio Méndez Pereira, nosotros los guarareños tuvimos a Manuel Fernando de Las Mercedes Zárate; figura emblemática del folclor nacional, nacido a finales del Siglo XIX y fallecido en los años sesenta de la vigésima centuria. Al maestro que se hizo doctor en química y que en Francia observó la realización de festivales folclóricos, los que luego sembró en su tierra natal, el destino le había asignado un desafío gigantesco, el de recoger, publicar y difundir el alma del campesino interiorano que se hace carne en sus manifestaciones culturales.
Al Festival Nacional de La Mejorana, expresión excelsa de la panameñidad, hay que comprenderlo en un período histórico determinado y en unas condiciones sociales concretas. En este empeño, 1949 es una fecha clave. Este año está casi en la mitad del siglo XX y Zárate ya tiene medio siglo de existencia. La república apenas arriba a los cuarenta y seis años. El acordeón comienza a despuntar para desplazar al violín. Estamos en pleno período de postguerra; en el planeta se han silenciado los cañones y el macartismo blande su mazo. En cambio, en los campos de los países latinoamericanos, luego de cuatrocientos años de historia, el hombre de la calle tiene una identidad cultural que le hace tico, boliviano, chileno, argentino, panameño, etc. Estamos ante una forma de ser que debemos a la herencia indígena, española y africana; aunque la mezcla de esos componentes difiera según las naciones e incluso en el seno de un mismo país. La geografía cultural habla de la costa caribeña, la montaña indígena y, a veces, la sabana mestiza.
En América Latina el siglo XX es el despertar de la patria boba, la educación que se hace popular, las elecciones amañadas y la democracia electorera, la salud a cuentagotas, la ampliación del mercado interno y el campesinado ilusionado por la ciudad, las ideologías políticas que ofertan un mundo conservador, liberal y socialista, la expansión de los medios de comunicación de masas y, en el fondo, el choque de culturas. La modernidad arrincona a la cultura nacional y encontramos a una elite de nuevos letrados que no siempre comprenden que no somos Madrid, París, Londres o Washington.
Al iniciarse la vigésima centuria los panameños ya hemos vivido el encuentro entre la herencia colonial, la independencia o separación, las garras de los franceses y los norteamericanos que se disputan el país para que aprendamos a decir, según el caso, “gentleman” y “mademoiselle”.
Para el campesino interiorano la vigésima centuria está llena de deslumbramientos y asombros. Por vez primera comenzamos a tener vergüenza de ser como somos; pena por los alambiques, así como de nuestros nombres hispano-griego-romano-hebreos-indígenas, miramos con desdén la vernacular casa de quincha y las viejas iglesias que heredamos de la colonia. La carreta retrocede y el “coladepato” se pasea orondo. El hacha ya es la señora de los bosques y un hombre enjuto arrea una vaca gorda. No culpemos a nadie, pero así fue. De alguna manera la escuela liberó del analfabetismo, pero sin querer puso en jaque nuestras viejas tradiciones que, al parecer, eran incompatibles con los nuevos tiempos que olían a gasolina y rastro de Fotingo. La nueva racionalidad económica se apoderó de los campos y la cultura foránea comenzó a enquistarse en la campiña. Lentamente el abuelo “cuentacuentos”, dejó de hablar sobre Señiles para dedicarse a escuchar la radio y, con posterioridad, a ver la televisión.
Sin embargo, la política liberal de los años veinte hizo una contribución importante. El Estado becó a cientos de estudiantes que en las campiñas sólo tenían por compañía el cantar de la cigarra y un soterrado deseo de mirar hacia nuevos horizontes; ansias de conocer y de auscultar a su tierra con la libertad de la cometa que se bamboleaba en el azul del cielo. Hacia la década de los treinta muchos de ellos ya habían regresado de París, Madrid, Londres, Washington, Lima y Bogotá. Gente luminoso que no renegaba de su legado cultural; eran orejanos ilustrados como Belisario Porras Barahona, José María Núñez Quintero, Cristóbal Rodríguez, Sergio González Ruiz, José Daniel Crespo y Manuel Fernando de Las Mercedes Zárate. Todos ellos eran orejanos que aprendieron a amar a su terruño, porque en sus pechos se anidó la congoja que creció con la distancia que los separaba de su tierra.
UNA PROPUESTA LIBERADORA. Cuando hace sesenta años Zárate y otros guarareños se congregan en el Parque Bibiana Pérez, asistimos a un suceso trascendente. En ese cabildo abierto de la cultura popular confluyen dos corrientes poderosas. De un lado, un reducido número de letrados y, del otro, una masa popular que acude atraída por la novedad del momento: se plantea la realización de un festival folclórico. Lo hermoso de todo lo que narramos estriba en comprender la coincidencia que estos dos grupos, aparentemente disímiles, poseen en el fondo. Sin duda está por producirse uno de los fenómenos sociales más interesantes de los últimos tiempos. A saber, la confluencia del “hombre folk” y del intelectual orgánico para hacer frente a un desafío contemporáneo: la pérdida de la identidad nacional.
Luego de seis décadas podemos decir que el éxito del Festival Nacional de La Mejorana no se debe únicamente a la visión de sus gestores; no es una concesión gratuita de Manuel y Dora, el evento resume en sí el protagonismo del hombre de la calle en un contexto histórico en donde la propuesta guarareña era un imperativo de la historia. En forma temprana comprendimos que no hay liberación cultural sin el papel fundamental del principal gestor y portador de la identidad cultural del panameño, el propio istmeño cansado de ver cómo se desprecia la panameñidad y que cubierto de abrojos atraviesa “The canal zone”. Hombre llamado orejano, “pati rajao”, manuto, campesino, cholo, buchí; motes que despectivamente atestiguan la exclusión social y el dilema histórico entre transitismo e interior, sector terciario y primario, guarapo y Coca-Cola.
Por las razones expuestas el Festival es una desafiante bandera plantada en la Plaza Bibiana Pérez; una clarinada que gritar al país y al mundo nuestra personalidad colectiva de pueblo libre. Se equivocan los que piensan que el septembrino evento guarareño es una simple rumba para extenuar los cuerpos y sudar en los toldos nuestras ansias de diversión. Fácilmente se olvida que existe una misión más trascendente, una que rebasa la danza misma de los congos, el sonido de la mejorana y el desfile de carretas. En el fondo la patria se hace canción y arpegios de mejoranera, la filosofía social de un pueblo alegre logra exorcizarse y zafarse de los demonios de la alienación. El festival es la tarima, el escenario propicio para que el panameño se mire a sí mismo, libre de complejos y en ese andar de la fiesta fortalezca su autoestima.
SESENTA AÑOS PESAN. A la altura en que nos encontramos no podemos negar que los años pesan en el Festival. Bien podríamos decir que los cambios sociales que ha experimentado la nación panameña se reflejan en el evento como en un espejo cultural. Veamos. En primer lugar, el campesino ha dejado de serlo y ya no se encuentra como antaño la apabullante presencia del hombre “folk.”. Y este es un hecho social relevante, porque demuestra que la racionalidad del sistema socioeconómico ha erosionado la base de sustentación de la economía campesina. Por ejemplo, el mítico campesino santeño ha dejado de ser tal para convertirse en un ser integrado a la economía y a la cultura nacional, por muy distorsionada que la misma pueda encontrarse. El casi extermino del típico campesino ha sido un rudo golpe a la sustentabilidad de la organización folclórica que nos ocupa.
Al parecer todos los presagios que se avizoraban en los años cuarenta se han concretado con creces. La presencia de los medios de comunicación de masas, no siempre orientados hacia objetivos de fortalecimiento cultural, ha enquistado en nuestra sociedad un conjunto de prácticas de penetración cultural. Al respecto, se podría argumentar que ello es inevitable en un planeta que ahora es definido como “aldea global”, y en el que necesariamente los usos sociales se anteponen unos a otros, se camuflan y se adulteran. En este punto importa subrayar un aspecto no siempre ponderado, me refiero a que esos cambios acelerados no necesariamente poseen un origen externo. A veces, como en el caso de las coreografías inspiradas en los remanentes folklóricos, las mimas han adquirido tal relevancia que terminan por distorsionar lo que en principio ha sido su génesis constitutiva. La música, las danzas y hasta los instrumentos vernáculos sucumben ante el brillo de las monedas y lo que queda del hombre “folk” pasa a un segundo plano, perseguido por la imagen mediática que demanda de él una postura interesada.
La ironía y hasta el sarcasmo estriba en comprender que estamos ante una sociedad más educada y supuestamente con más capacidad de comprensión que los orejanos de mediados del Siglo XX. Sin embargo, muchas veces etiquetamos como folclóricos a fenómenos realmente banales y carentes de significación. Por esta razón no es fácil el nuevo escenario socioeconómico y cultural al que se enfrenta el Festival Nacional de La Mejorana. Hasta ahora la respuesta de quienes defienden la cultura vernácula ha sido de tipo jurídica, mediante el mecanismo de la prohibición legal, en un intento de erigir una muralla de contención a la avalancha que amenaza con destruir los fundamentos del festival guarareño. Los eventos de proyección folclórica abundan; a veces sujetos al capricho de sus gestores, pero no pocas veces huérfanos de investigación que le sustente. Esto lo apreciamos hasta en el propio Festival, por la sencilla razón de que el mismo no es una entelequia, la Arcadia del folclor ístmico, sino un cuerpo vivo en el que confluyen las diversas manifestaciones de la cultura nacional.
A partir de lo planteado existen dos aspectos que me parecen centrales y mucho más sistémicos y estructurales. Sin desconocer lo que podríamos hacer para contener o menguar las nuevas amenazas, importa considerar el hecho indudable de que el Festival en sí se ve imposibilitado de armar una estrategia defensiva que resulte verdaderamente efectiva. Esto lo afirmo porque los fenómenos que originan la adulteración del folclor escapan a su control; son más estructurales y ameritan la definición de una política cultural que tenga al Estado-Nación como ente propiciatorio.
El otro aspecto al que deseo hacer alusión consiste en percatarse que los cambios sociales también afectan nuestra conceptualización de lo popular y folclórico. Esta realidad repercute sobre el mismo hecho folclórico en cuanto tal. Al parecer la pregunta que muchas veces no queremos hacer, quizás por lo polémica y comprometida, estriba en interrogarnos si aquello que hasta hora hemos definido como folclor sigue siendo un vocablo válido para los tiempos modernos. Es decir, si la transformación y el ocaso que ha experimentado el tradicional hombre folk no hacen imperativo el establecer otros parámetros clasificatorios, un nuevo perfil que lo defina para los tiempos contemporáneos. Entiendo que lo planteado es polémico y amerita una mayor disquisición de tipo teórica; cumplo, por ahora, con dejarlo planteado como una tarea que en algún momento se ha de acometer.
Pienso que esta disertación no estaría completa si dejáramos para otro momento la discusión sobre el modelo administrativo que ha hecho posible el Festival Nacional de La Mejorana. Sobre este tópico hay dos momentos; el originario, con su tradicional Comité y, el segundo, que opera bajo la forma de un Patronato. Sin duda esa transición ha sido exitosa, pero ambas han descansado en la buena voluntad de sus integrantes, en el tiempo que ellos tienen disponible para el Festival, luego de la realización de sus tareas laborales y familiares. Vale la pena subrayar este hecho, porque el evento se ha mantenido durante seis décadas sujeto a ese desprendimiento y conciencia ciudadana. La pregunta que se impone es si, de cara al futuro, la institucionalidad del evento festivo será posible manteniendo este mismo esquema. En este punto urge, por parte del Estado, el nombramiento de un personal capaz de realizar las tares administrativas, pero siempre bajo la égida del Patronato como organizador y responsables de las políticas culturales.
También un nuevo desafío del Festival Nacional de La Mejorana hace necesario que éste rescate los aspectos atinentes a la investigación folclórica y a su propia memoria histórica. Creo que este punto ha sido siempre un aspecto deficitario de la festividad. Recuerdo que hace unas décadas la Prof. Dora Pérez de Zárate intentó suplir esa debilidad al organizar un Congreso Internacional de Folclor, que resultó muy lucido y que dio sus frutos. Talvez este sea el sendero que deberemos transitar en el futuro. Me refiero a un cónclave que podría realizarse cada dos años, en fecha previa o posterior a las fiestas de septiembre. Y a largo plazo, ¡atrevámonos a soñarlo!, un Centro de Investigación de la Cultura Popular que sea, simultáneamente, el depositario de la memoria histórica del Festival
EPÍLOGO. Como en toda actividad humana, en el Festival hay aspectos que pueden ser sujetos de crítica o elogio. Lo que nadie podrá negar es el aporte desinteresado de diversas generaciones para poder arribar al aniversario número sesenta. Nuestro evento folclórico es el más longevo de la nación; un verdadero hito que demuestra la capacidad organizativa del hombre del pueblo, más allá del pírrico aporte de los gobiernos de turno. Esas mismas administraciones que debieran comprender que el Festival Nacional de La Mejorana se ha ganado el derecho a contar con una infraestructura que no riña con la prestancia del evento cultural. Me refiero a la necesidad de ejecutar un macroproyecto arquitectónico, incluyendo al Parque Bibiana Pérez y la manzana en que se encuentra el estrado de la reina, como sede permanente de eventos culturales de diversa índole; aunque el Festival continuaría siendo la gema que coronaría ese centro de la cultura regional y nacional.
Luego de sesenta años estamos seguros que nadie logrará doblegar el ímpetu del Festival Nacional de La Mejorana. Porque la mejor lección de panameñidad consiste en recorrer las calles guarareñas en tiempos del festival. Aquí está la fusión cultural; la rebeldía de la mejorana que pregona desde sus trastes artesanales la jerarquía de su aristocracia popular. Y el violín que no calla y el tamborito como señor de la calle. Porque somos el acordeón de Gelo y los congos pregonando su negritud, codo a codo con Las Pajarillas de San José, la Cuadrillas de Bocas y las danzas mestizas del Pajonal coclesano, más el Torito de Antón y los Manitos de Ocú. El Festival lo encarna Héctor González (“Tito Pito”) con su armónica tocando por millonésima vez “Guararé, Guararé”. También somos la fiesta de toros y los niños socializándose en la esperada tarde taurina. Y mis amigos del Patronato, criticado por algunos y ayudados por pocos, pero siempre inclaudicables y nacionalistas. Somos muchas cosas, somos la nación de Belisario, Bayano, Correoso, Méndez Pereira, Prestán, Ascanio, Chinto, Abraham, Martina, Ubaldino, Manuel, Dora y tantos otros. En fin, somos el Panamá que en pleno Siglo XXI no se cansa ni avergüenza de serlo. El Festival es todo eso y un poco más. La nación de orejanos que ve amenazada sus raíces, pero que sabe que tiene fortalezas y oportunidades. Yo sé que sobreviremos más allá del Siglo XXI y que el Festival, quizás con otro ropaje pero con la misma filosofía social, permitirá a las generaciones del futuro que continúen sintiéndose orgullosas de sus raíces vernáculas.
No añado más, porque sesenta años lo dicen todo. Sólo me queda expresar el regocijo de panameño por este festival tan nuestro. Y, de paso, darle un abrazo a la gente de mi pueblo por su valor, terquedad y sueños de Quijote.
Larga vida al Festival Nacional de La Mejorana.
...mpr...
En aquellos tiempos, como dijo Gabriel García Márquez, se vivía feliz e indocumentado. El festival guarareño sólo era la fiesta de septiembre. La oportunidad para ver a los manitos, los congos de Colón, el nuevo trono que había confeccionado mi pariente Juan Ureña, las pajarillas de San José y la ocasión propicia para saludar a los amigos que habíamos dejado de ver. Por eso, para los niños guarareños, Zárate y los hombres que le acompañaban eran simplemente la gente que organizaba la festividad. Bajo este prisma el Padre del Folclor era nada más un hombre con camisilla blanca, mejorana y cámara fotográfica al hombro.
LAS RAÍCES DEL FESTIVAL. Si la Ciudad de Las Tablas tuvo a Belisario Porras Barahona y Aguadulce a su Octavio Méndez Pereira, nosotros los guarareños tuvimos a Manuel Fernando de Las Mercedes Zárate; figura emblemática del folclor nacional, nacido a finales del Siglo XIX y fallecido en los años sesenta de la vigésima centuria. Al maestro que se hizo doctor en química y que en Francia observó la realización de festivales folclóricos, los que luego sembró en su tierra natal, el destino le había asignado un desafío gigantesco, el de recoger, publicar y difundir el alma del campesino interiorano que se hace carne en sus manifestaciones culturales.
Al Festival Nacional de La Mejorana, expresión excelsa de la panameñidad, hay que comprenderlo en un período histórico determinado y en unas condiciones sociales concretas. En este empeño, 1949 es una fecha clave. Este año está casi en la mitad del siglo XX y Zárate ya tiene medio siglo de existencia. La república apenas arriba a los cuarenta y seis años. El acordeón comienza a despuntar para desplazar al violín. Estamos en pleno período de postguerra; en el planeta se han silenciado los cañones y el macartismo blande su mazo. En cambio, en los campos de los países latinoamericanos, luego de cuatrocientos años de historia, el hombre de la calle tiene una identidad cultural que le hace tico, boliviano, chileno, argentino, panameño, etc. Estamos ante una forma de ser que debemos a la herencia indígena, española y africana; aunque la mezcla de esos componentes difiera según las naciones e incluso en el seno de un mismo país. La geografía cultural habla de la costa caribeña, la montaña indígena y, a veces, la sabana mestiza.
En América Latina el siglo XX es el despertar de la patria boba, la educación que se hace popular, las elecciones amañadas y la democracia electorera, la salud a cuentagotas, la ampliación del mercado interno y el campesinado ilusionado por la ciudad, las ideologías políticas que ofertan un mundo conservador, liberal y socialista, la expansión de los medios de comunicación de masas y, en el fondo, el choque de culturas. La modernidad arrincona a la cultura nacional y encontramos a una elite de nuevos letrados que no siempre comprenden que no somos Madrid, París, Londres o Washington.
Al iniciarse la vigésima centuria los panameños ya hemos vivido el encuentro entre la herencia colonial, la independencia o separación, las garras de los franceses y los norteamericanos que se disputan el país para que aprendamos a decir, según el caso, “gentleman” y “mademoiselle”.
Para el campesino interiorano la vigésima centuria está llena de deslumbramientos y asombros. Por vez primera comenzamos a tener vergüenza de ser como somos; pena por los alambiques, así como de nuestros nombres hispano-griego-romano-hebreos-indígenas, miramos con desdén la vernacular casa de quincha y las viejas iglesias que heredamos de la colonia. La carreta retrocede y el “coladepato” se pasea orondo. El hacha ya es la señora de los bosques y un hombre enjuto arrea una vaca gorda. No culpemos a nadie, pero así fue. De alguna manera la escuela liberó del analfabetismo, pero sin querer puso en jaque nuestras viejas tradiciones que, al parecer, eran incompatibles con los nuevos tiempos que olían a gasolina y rastro de Fotingo. La nueva racionalidad económica se apoderó de los campos y la cultura foránea comenzó a enquistarse en la campiña. Lentamente el abuelo “cuentacuentos”, dejó de hablar sobre Señiles para dedicarse a escuchar la radio y, con posterioridad, a ver la televisión.
Sin embargo, la política liberal de los años veinte hizo una contribución importante. El Estado becó a cientos de estudiantes que en las campiñas sólo tenían por compañía el cantar de la cigarra y un soterrado deseo de mirar hacia nuevos horizontes; ansias de conocer y de auscultar a su tierra con la libertad de la cometa que se bamboleaba en el azul del cielo. Hacia la década de los treinta muchos de ellos ya habían regresado de París, Madrid, Londres, Washington, Lima y Bogotá. Gente luminoso que no renegaba de su legado cultural; eran orejanos ilustrados como Belisario Porras Barahona, José María Núñez Quintero, Cristóbal Rodríguez, Sergio González Ruiz, José Daniel Crespo y Manuel Fernando de Las Mercedes Zárate. Todos ellos eran orejanos que aprendieron a amar a su terruño, porque en sus pechos se anidó la congoja que creció con la distancia que los separaba de su tierra.
UNA PROPUESTA LIBERADORA. Cuando hace sesenta años Zárate y otros guarareños se congregan en el Parque Bibiana Pérez, asistimos a un suceso trascendente. En ese cabildo abierto de la cultura popular confluyen dos corrientes poderosas. De un lado, un reducido número de letrados y, del otro, una masa popular que acude atraída por la novedad del momento: se plantea la realización de un festival folclórico. Lo hermoso de todo lo que narramos estriba en comprender la coincidencia que estos dos grupos, aparentemente disímiles, poseen en el fondo. Sin duda está por producirse uno de los fenómenos sociales más interesantes de los últimos tiempos. A saber, la confluencia del “hombre folk” y del intelectual orgánico para hacer frente a un desafío contemporáneo: la pérdida de la identidad nacional.
Luego de seis décadas podemos decir que el éxito del Festival Nacional de La Mejorana no se debe únicamente a la visión de sus gestores; no es una concesión gratuita de Manuel y Dora, el evento resume en sí el protagonismo del hombre de la calle en un contexto histórico en donde la propuesta guarareña era un imperativo de la historia. En forma temprana comprendimos que no hay liberación cultural sin el papel fundamental del principal gestor y portador de la identidad cultural del panameño, el propio istmeño cansado de ver cómo se desprecia la panameñidad y que cubierto de abrojos atraviesa “The canal zone”. Hombre llamado orejano, “pati rajao”, manuto, campesino, cholo, buchí; motes que despectivamente atestiguan la exclusión social y el dilema histórico entre transitismo e interior, sector terciario y primario, guarapo y Coca-Cola.
Por las razones expuestas el Festival es una desafiante bandera plantada en la Plaza Bibiana Pérez; una clarinada que gritar al país y al mundo nuestra personalidad colectiva de pueblo libre. Se equivocan los que piensan que el septembrino evento guarareño es una simple rumba para extenuar los cuerpos y sudar en los toldos nuestras ansias de diversión. Fácilmente se olvida que existe una misión más trascendente, una que rebasa la danza misma de los congos, el sonido de la mejorana y el desfile de carretas. En el fondo la patria se hace canción y arpegios de mejoranera, la filosofía social de un pueblo alegre logra exorcizarse y zafarse de los demonios de la alienación. El festival es la tarima, el escenario propicio para que el panameño se mire a sí mismo, libre de complejos y en ese andar de la fiesta fortalezca su autoestima.
SESENTA AÑOS PESAN. A la altura en que nos encontramos no podemos negar que los años pesan en el Festival. Bien podríamos decir que los cambios sociales que ha experimentado la nación panameña se reflejan en el evento como en un espejo cultural. Veamos. En primer lugar, el campesino ha dejado de serlo y ya no se encuentra como antaño la apabullante presencia del hombre “folk.”. Y este es un hecho social relevante, porque demuestra que la racionalidad del sistema socioeconómico ha erosionado la base de sustentación de la economía campesina. Por ejemplo, el mítico campesino santeño ha dejado de ser tal para convertirse en un ser integrado a la economía y a la cultura nacional, por muy distorsionada que la misma pueda encontrarse. El casi extermino del típico campesino ha sido un rudo golpe a la sustentabilidad de la organización folclórica que nos ocupa.
Al parecer todos los presagios que se avizoraban en los años cuarenta se han concretado con creces. La presencia de los medios de comunicación de masas, no siempre orientados hacia objetivos de fortalecimiento cultural, ha enquistado en nuestra sociedad un conjunto de prácticas de penetración cultural. Al respecto, se podría argumentar que ello es inevitable en un planeta que ahora es definido como “aldea global”, y en el que necesariamente los usos sociales se anteponen unos a otros, se camuflan y se adulteran. En este punto importa subrayar un aspecto no siempre ponderado, me refiero a que esos cambios acelerados no necesariamente poseen un origen externo. A veces, como en el caso de las coreografías inspiradas en los remanentes folklóricos, las mimas han adquirido tal relevancia que terminan por distorsionar lo que en principio ha sido su génesis constitutiva. La música, las danzas y hasta los instrumentos vernáculos sucumben ante el brillo de las monedas y lo que queda del hombre “folk” pasa a un segundo plano, perseguido por la imagen mediática que demanda de él una postura interesada.
La ironía y hasta el sarcasmo estriba en comprender que estamos ante una sociedad más educada y supuestamente con más capacidad de comprensión que los orejanos de mediados del Siglo XX. Sin embargo, muchas veces etiquetamos como folclóricos a fenómenos realmente banales y carentes de significación. Por esta razón no es fácil el nuevo escenario socioeconómico y cultural al que se enfrenta el Festival Nacional de La Mejorana. Hasta ahora la respuesta de quienes defienden la cultura vernácula ha sido de tipo jurídica, mediante el mecanismo de la prohibición legal, en un intento de erigir una muralla de contención a la avalancha que amenaza con destruir los fundamentos del festival guarareño. Los eventos de proyección folclórica abundan; a veces sujetos al capricho de sus gestores, pero no pocas veces huérfanos de investigación que le sustente. Esto lo apreciamos hasta en el propio Festival, por la sencilla razón de que el mismo no es una entelequia, la Arcadia del folclor ístmico, sino un cuerpo vivo en el que confluyen las diversas manifestaciones de la cultura nacional.
A partir de lo planteado existen dos aspectos que me parecen centrales y mucho más sistémicos y estructurales. Sin desconocer lo que podríamos hacer para contener o menguar las nuevas amenazas, importa considerar el hecho indudable de que el Festival en sí se ve imposibilitado de armar una estrategia defensiva que resulte verdaderamente efectiva. Esto lo afirmo porque los fenómenos que originan la adulteración del folclor escapan a su control; son más estructurales y ameritan la definición de una política cultural que tenga al Estado-Nación como ente propiciatorio.
El otro aspecto al que deseo hacer alusión consiste en percatarse que los cambios sociales también afectan nuestra conceptualización de lo popular y folclórico. Esta realidad repercute sobre el mismo hecho folclórico en cuanto tal. Al parecer la pregunta que muchas veces no queremos hacer, quizás por lo polémica y comprometida, estriba en interrogarnos si aquello que hasta hora hemos definido como folclor sigue siendo un vocablo válido para los tiempos modernos. Es decir, si la transformación y el ocaso que ha experimentado el tradicional hombre folk no hacen imperativo el establecer otros parámetros clasificatorios, un nuevo perfil que lo defina para los tiempos contemporáneos. Entiendo que lo planteado es polémico y amerita una mayor disquisición de tipo teórica; cumplo, por ahora, con dejarlo planteado como una tarea que en algún momento se ha de acometer.
Pienso que esta disertación no estaría completa si dejáramos para otro momento la discusión sobre el modelo administrativo que ha hecho posible el Festival Nacional de La Mejorana. Sobre este tópico hay dos momentos; el originario, con su tradicional Comité y, el segundo, que opera bajo la forma de un Patronato. Sin duda esa transición ha sido exitosa, pero ambas han descansado en la buena voluntad de sus integrantes, en el tiempo que ellos tienen disponible para el Festival, luego de la realización de sus tareas laborales y familiares. Vale la pena subrayar este hecho, porque el evento se ha mantenido durante seis décadas sujeto a ese desprendimiento y conciencia ciudadana. La pregunta que se impone es si, de cara al futuro, la institucionalidad del evento festivo será posible manteniendo este mismo esquema. En este punto urge, por parte del Estado, el nombramiento de un personal capaz de realizar las tares administrativas, pero siempre bajo la égida del Patronato como organizador y responsables de las políticas culturales.
También un nuevo desafío del Festival Nacional de La Mejorana hace necesario que éste rescate los aspectos atinentes a la investigación folclórica y a su propia memoria histórica. Creo que este punto ha sido siempre un aspecto deficitario de la festividad. Recuerdo que hace unas décadas la Prof. Dora Pérez de Zárate intentó suplir esa debilidad al organizar un Congreso Internacional de Folclor, que resultó muy lucido y que dio sus frutos. Talvez este sea el sendero que deberemos transitar en el futuro. Me refiero a un cónclave que podría realizarse cada dos años, en fecha previa o posterior a las fiestas de septiembre. Y a largo plazo, ¡atrevámonos a soñarlo!, un Centro de Investigación de la Cultura Popular que sea, simultáneamente, el depositario de la memoria histórica del Festival
EPÍLOGO. Como en toda actividad humana, en el Festival hay aspectos que pueden ser sujetos de crítica o elogio. Lo que nadie podrá negar es el aporte desinteresado de diversas generaciones para poder arribar al aniversario número sesenta. Nuestro evento folclórico es el más longevo de la nación; un verdadero hito que demuestra la capacidad organizativa del hombre del pueblo, más allá del pírrico aporte de los gobiernos de turno. Esas mismas administraciones que debieran comprender que el Festival Nacional de La Mejorana se ha ganado el derecho a contar con una infraestructura que no riña con la prestancia del evento cultural. Me refiero a la necesidad de ejecutar un macroproyecto arquitectónico, incluyendo al Parque Bibiana Pérez y la manzana en que se encuentra el estrado de la reina, como sede permanente de eventos culturales de diversa índole; aunque el Festival continuaría siendo la gema que coronaría ese centro de la cultura regional y nacional.
Luego de sesenta años estamos seguros que nadie logrará doblegar el ímpetu del Festival Nacional de La Mejorana. Porque la mejor lección de panameñidad consiste en recorrer las calles guarareñas en tiempos del festival. Aquí está la fusión cultural; la rebeldía de la mejorana que pregona desde sus trastes artesanales la jerarquía de su aristocracia popular. Y el violín que no calla y el tamborito como señor de la calle. Porque somos el acordeón de Gelo y los congos pregonando su negritud, codo a codo con Las Pajarillas de San José, la Cuadrillas de Bocas y las danzas mestizas del Pajonal coclesano, más el Torito de Antón y los Manitos de Ocú. El Festival lo encarna Héctor González (“Tito Pito”) con su armónica tocando por millonésima vez “Guararé, Guararé”. También somos la fiesta de toros y los niños socializándose en la esperada tarde taurina. Y mis amigos del Patronato, criticado por algunos y ayudados por pocos, pero siempre inclaudicables y nacionalistas. Somos muchas cosas, somos la nación de Belisario, Bayano, Correoso, Méndez Pereira, Prestán, Ascanio, Chinto, Abraham, Martina, Ubaldino, Manuel, Dora y tantos otros. En fin, somos el Panamá que en pleno Siglo XXI no se cansa ni avergüenza de serlo. El Festival es todo eso y un poco más. La nación de orejanos que ve amenazada sus raíces, pero que sabe que tiene fortalezas y oportunidades. Yo sé que sobreviremos más allá del Siglo XXI y que el Festival, quizás con otro ropaje pero con la misma filosofía social, permitirá a las generaciones del futuro que continúen sintiéndose orgullosas de sus raíces vernáculas.
No añado más, porque sesenta años lo dicen todo. Sólo me queda expresar el regocijo de panameño por este festival tan nuestro. Y, de paso, darle un abrazo a la gente de mi pueblo por su valor, terquedad y sueños de Quijote.
Larga vida al Festival Nacional de La Mejorana.
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En las faldas de Cerro El Barco, Villa de Los Santos, a 15 de septiembre de 2009.
Disertación en la Biblioteca Pública de Guararé, Festival Nacional de La Mejorana, 25/IX/2009
Disertación en la Biblioteca Pública de Guararé, Festival Nacional de La Mejorana, 25/IX/2009
Foto: Lourdes Guadalupe Brandao Delgado, Reina del LIX Festival Nacional de La Mejorana
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