Durante gran parte del período
colonial, la unión a Colombia y la vida republicana, la zona que se conoce como
Azuero experimentó pocos acaparamientos de tierra. Incluso las propiedades de
la Iglesia Católica, hasta mediados del Siglo XIX, nunca lograron compararse
con las haciendas que se observaron en otras latitudes nacionales. En general
el latifundio –la gran propiedad- no fue un rasgo distintivo de la estructura
agraria regional. Al contrario, lo propio de esta sección ístmica fue el
minifundio o parvifundio, es decir, la pequeña propiedad. Lo cual no niega que
se pudieran encontrar algunos territorios cuyas dimensiones fueran más allá de
lo común.
Siempre he pensado que esta modalidad
de la tenencia de la tierra ha tenido una profunda repercusión sobre la
conciencia del santeñismo. Me refiero a esa forma de vida que ha encarnado en
un parroquiano orgulloso de su estirpe e identificado con la cultura nativa. En
efecto, hasta bien entrado el Siglo XX el minifundio es un factor determinante
en esa conciencia de la orejanidad. Por ello, sostengo, la ruptura contemporánea
de esa estructura agraria corroe las bases sobre la que se sustenta la
identidad cultural a la que hago alusión.
De lo dicho se colige que el
latifundio, además de ser un factor disociador, constituye una estructura
perversa y deshumanizante. En Los Santos y Herrera este tipo de propiedad
socaba los cimientos del proyecto de vida que ha sido la norma en los últimos
cinco siglos. Sin entrar a discutir lo traumatizante de la gran propiedad, a la
altura de este momento histórico lo que interesa es dejar constancia sobre lo
que está aconteciendo en la península de Belisario Porras Barahona y Ofelia
Hooper Polo.
Si el investigador revisa con ojos
escrutadores la tenencia de la tierra regional, encontrará que el mayor
latifundio de la zona es propiedad de la empresa minera que asienta sus reales
en Cerro Quema. Excepción hecha de las antiguas propiedades de la Tonosí Fruit
Company (empresa que hasta mediados del Siglo XX se apropió de casi todas las
tierras del Valle de Tonosí, fecha cuando fueron devueltas al Estado) nadie ha
tenido más tierras por estos lares; nada menos que 14,893 hectáreas de
explotación minera. Ni al más desquiciado de nuestros geófagos peninsulares
soñó jamás con un potrerito de ese
tamaño. En efecto, desde el Macizo del Canajagua, la empresa muestra su músculo
agresor al resto de los agricultores y ganaderos a quienes esas mismas tierras
les costaron sudor y lágrimas, luego de centenarios esfuerzos para poder poseer
los pequeños fundos en los que habitan.
Para quien mira desde la costa el
centro y occidente peninsular, toda esta propiedad aparece oculta detrás de la
mole del Canajagua, el cerro más emblemático de la cultura santeña. Y, ¡ay del promontorio!,
si llegara a tener algún gramo de oro, porque lo harían papilla bajo el
argumento de la generación de empleo, el respeto a la propiedad privada, la
conservación ambiental y las raciones alimenticias servidas a párvulos inocentes
que no comprenden cómo detrás de cada obsequio empresarial se oculta el valor
de una onza de oro, es decir, la aurífera y abyecta codicia minera.
Si los istmeños permitimos que se
desarrolle el proyecto minero, aparte de las secuelas ambientales (ruido,
polvo, contaminación de ríos y quebradas, etc.) y el saqueo del oro por una
suma bruta que supera los mil millones de balboas, hay otra dimensión de la
problemática que no ha sido sopesada y que conviene subrayar. Me refiero a la
incidencia del latifundio sobre la estructura agraria, social y política. Una
empresa de esta magnitud, como ya se está viendo en la práctica, no se
contentará con el despojo del oro, sino
que tratará que su poder económico extienda su brazo al control político, para
continuar gozando de los privilegios que le otorga la ley minera. Así lo hará
porque Cerro Quema no es la única mina que aspiran a explotar. Por allí está La
Pitaloza, en la Provincia de Herrera y otras que aparecerán del filón aurífero
que baja de Veraguas.
En el plano social veremos la
transformación de la peonada campesina en peonada minera. Los santeños, de
dueños y señores de su tierra (aunque fueran minifundios poco productivos), quedarán
dependiendo de los jerarcas mineros, temerosos de que les despidan y, en
consecuencia, dóciles al mandato de los nuevos amos que ya no viajan en
carabelas, sino que vigilan el cerro desde helicópteros angurrientos.
Yo no sé qué harán mis paisanos de la
costa y la montaña, así como los profesionales que crecieron conmigo comiendo
ciruelas corraleras y tuvieron la suerte de ollar Europa y otras latitudes. En
lo que a mi concierne continuaré en contra del saqueo de nuestros recursos, así
como de las pretensiones mercantilistas de los nuevos filibusteros de la era
moderna.
Excelente artículo.
ResponderEliminarSaludos Profe, Joao