La crisis por la que atraviesa la región azuereña posee variadas
lecturas, desde las de tipo estructural hasta las que colocan el acento en la
emoción y resienten la crítica que se endilga a los agentes que depredan ríos,
quebradas, suelos, fauna y flora.Sin embargo, quizás porque la coyuntura y la
urgencia así lo demanda, hemos dejado a un lado los aspectos históricos del
agua. Es decir, la interacción del hombre peninsular con el líquido de la vida.
En Azuero la historia escrita del agua comienza con la presencia
hispánica, más específicamente con las crónicas de Gaspar de Espinosa quien
recorre la región a inicios del Siglo XVI. Al español le impresiona la
vegetación y cultivos (en especial el maíz) del río que denominará,
precisamente, De Los Maizales, también llamado Cubitá por los indígenas y, con
posterioridad río La Villa.
De la Colonia heredamos el uso de cántaros de arcilla para almacenar el
agua, las llamadas tinajas, que han sido de tanta utilidad y que aún sobreviven
más allá de la casa de quincha. Ese legado, lejos de ser hispánico, parece
tener impronta indígena, herencia que también involucra el uso de churucas como
recipiente para transportar el acuoso elemento.
No menos relevante son las leyendas que mezclan lo hispánico-indígena y
fluvial, como en el caso de la Niña Encantada del Salto del Pilón. En efecto,
no pocas mitologías campesinas tienen, directa o indirectamente, al agua como
protagonista. Ese es el caso de la neblina que asume la etérea personalidad de
la Madre de la Noche. Esa bruma acuosa de la alta noche y el alba es lo que
hizo posible La Silampa, personaje mitológico que no por casualidad el hombre
del campo lo asocia con el frío de la madrugada. También, en el imaginario
popular, el sereno se mira como un influjo negativo sobre la salud campesina.
Aunque para no pocos paisanos la humedad nocturna produce el rocío preñado de
poéticas motivaciones.
En cambio, el sistema de aljibes es otra cosa. Aparece, hasta donde
conocemos, en el período colonial. Tales técnicas para almacenar agua son
legados de los europeos y, en el caso español, de indudable influencia árabe.
Como sabemos, el aljibe es todo pozo, cisterna o fosa para almacenar agua y,
como ha de suponerse, asume diferentes formas.
En las provincias azuereñas las manifestaciones de tal modalidad son
modestas, al estilo de pozos elaborados en la roca próxima a quebradas y ríos.
En este caso no se trata de acumular agua lluvia, sino de adquirirla por la
filtración de la corriente contigua, lo que demuestra una preocupación temprana
por la salubridad y el asocio del agua como elemento de vida, pero también de
muerte. El líquido es vida, presente en el bautismo, al mismo tiempo que
atemoriza, como en los casos de los ahogados en ríos y mares. No otra cosa
representa la arraigada amenaza de la cabeza
de agua, la que puede truncar la vida al atravesar los ríos bravíos.
En cambio, el pozo brocal, el hoyo circular que abastecía de agua pura,
fue amo y señor por mucho tiempo, al punto que su reinado se prolongó hasta los
años sesenta del Siglo XX. (¡Cómo olvidar el uso de carruchas!). A partir de
allí declina su uso, entre otros motivos por el arribo de la modalidad
artesiana que se instaura en la primera mitad de la centuria indicada.
Originario de la región francesa de Artois (Artesia), de allí retoma su nombre
para constituirse no sólo en el lugar para abastecer agua, sino en el sitio de
las tertulias de quienes acudían a la fuente hídrica provistos de churucas y
latas. El famoso pozo de manigueta marcó toda una época.
Un punto especial en la cosecha del agua lo representa la varias veces
centenaria casa de quincha. El diseño a dos aguas, con un pronunciado declive
desde la cumbrera, llevaba todo el líquido al cañizo desde el que se depositaba
en tanques colocados ex profeso. Así el hombre disponía de aguas para regar las
plantas y flores del entorno familiar, así como para aplacar al polvo
veraniego.
La existencia de la huerta campesina es otro elemento a tomar en consideración.
Ella representó la síntesis de trabajo, ocio y diversión. Ubicada en las riberas
de los ríos resume una cosmovisión agraria donde el agua se mezcla con la ética
laboral campesina, el sonido de la corriente del río que no cesa de fluir,
mientras familia e invitados disfrutan de un refrescante chapuzón. Ese río que
no pocas veces fue fuente de proteínas de pescados, camarones y otras delicias
de la gastronomía orejana. Sin olvidar los placeres de las lavanderas que a son
de manduco y charlas de comadres, lavan la ropa mientras el agua juguetona
serpentea entre las piedras.
Hay que tener presente que el Siglo XX modifica la relación que tenía
el campesino con el líquido elemento. Y conste que para aquellas calendas el
grupo humano ya se preocupaba por la escasez de agua que promovía el estío
peninsular. Tanto, que era común el uso de trojas
en quebradas y ríos. La troja era una represa rústica construida con materiales
del medio: palos, tierra, piedra, arena, etc. Su función era clara, retener el
agua y, en el caso de los ríos, prevenir el avance de la marina salinidad.
Durante esta centuria y como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial,
se introdujo algo novedoso. Como al inicio de los años cuarenta no se sabía
cuánto iba a durar la conflagración bélica y era necesario garantizar la
seguridad alimentaria, el gobierno promueve los regadíos. El 1941 el primero de
ellos se establece a la orilla del río La Villa. Esa propuesta crece en los
años sesenta al punto que, en 1969, se amplía el regadío indicado y se
construye otro en las veras del río Guararé. El proyecto, fraguado en 1966, pretendía
abarcar desde el río Parita hasta el río Oria en Pedasí. Época importante
porque el Estado comienza a institucionalizar respuestas para dotar de agua
potable a la población.
El regadío, un proyecto de tamaña magnitud, feneció por falta de visión
y decisión política. Igual aconteció con el propuesto para el valle de Tonosí
en los años setenta y, cómo olvidarlo, el fallido intento del Siglo XXI. En
efecto, durante estas dos centurias los reservorios de agua no han faltado,
pero casi siempre ligados a la actividad agrícola y ganadera, especialmente la
última. Surgen así algunos abrevaderos para las bestias que no sólo son
consumidos por los animales, sino evaporados por el sol inclemente.
De lo dicho se colige que, si bien el hombre interiorano ha impactado
negativamente el ambiente, tal proceder tiene parte de su explicación en
factores exógenos al área (mercado transitista) sumado a una herencia hispánica
que mira el monte como el lugar en el que moran animales, insectos y culebras.
Es decir, como la antítesis del progreso. Por eso la destrucción ambiental en
la zona puede llegar a confundirnos y olvidar que existe una historia del agua
que no puede ser desechada y que está íntimamente ligada a la evolución del
sistema social. La verdad es que en el siglo XX se destruye la cultura
campesina del agua. De modo que cuando se estudian tales procesos, se descubren
los pies de barro de aquellas leyendas que, irresponsablemente, se han tejido
sobre el hombre interiorano y, en particular, de la relación de este con los
componentes hídricos en el que mora. En efecto, no todo ha sido fósforo y
hacha.
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