El viento sopla fuerte y en la costa oriental azuerense los potreros
lucen chamuscados. Apenas comienza el tórrido verano y ya el paisaje se torna
achocolatado, como si anticipara lo que se avecina. El sol, un sádico que se ríe
de los cerros, castiga con intensidad lumínica los bosques peninsulares. No hay
continuidad en el monte y uno que otro árbol asoma en el horizonte. Al
detenerme miro desde la carretera el impacto de la cultura de la depredación y
recuerdo al Dr. Stanley Heckadon Moreno y su premonitorio texto Cuando se acaban los montes.
Soy santeño y me duele esta devastación que algunos confunden con producción,
generación de empleo e incluso, los más ilusos, hablan de desarrollo
sostenible, al estilo de la minería que depreda Cerro Quema y sus alrededores.
Cuentos chinos, diría Andrés Oppenheimer, no hay nada más dañino que la política
de mirar, mientras se prende el rancho confiando que de algún lado saldrá la
solución.
Tengo décadas de estudiar la zona y confieso que estoy aterrado. Pensé
que el proceso iba a ser más lento, pero el retroceso de la naturaleza supera
lo esperado. La realidad lastima, pero no se puede ocultar. Como si se tratara
de una novela costumbrista, al estilo de José del C. Saavedra Espino o Antonio
Moscoso Barrera, el azuerense se refugia en los relatos de antaño, rememorando
el bosque que conocieron y el agua que casi no está. ¡Y qué distante ha quedado
el relato de La Niña Encantada del Salto
del Pilón!
En cambio, más allá de la zona los “estudiosos” se contentan con
achacar al hombre de carne y hueso la culpa de la crisis del ambiente. Sin duda
alguna responsabilidad tendrá, pero al hacerlo olvidan que tal proceder es
producto de una estructura socioeconómica en la que el agente social actúa o
deja de hacerlo. No se trata sólo de individuos, sino del modelo productivo que
está dando evidentes muestras de cansancio y agotamiento. El hombre no es
veleta, pero tampoco pueda sustraerse a ese sistémico influjo.
El sistema social azuerense tiene quinientos años de historia y es
mestizo, como todo lo propio de la región peninsular. Hablo de lo español,
negro e indígena bajo la hegemonía cultural de los primeros. Los españoles
siembran en la zona su modelo productivo basado en rebaños y desmonte. Así fue
hasta la decimonónica centuria. Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo
XIX el mercado transitista incrementó la demanda de productos cárnicos y
promovió un desequilibrio poblacional que se evidenció a lo largo del Siglo XX,
así se generaron los flujos migratorios hacia la ciudad de Panamá y montañas de
Darién. Mientras tanto, el frente ganadero se expandió y la agricultura
retrocedió al punto que actualmente la zona boscosa solo abarca el 6% del
territorio. Es decir, el 94% de la península es talada y convertida en potrero.
Desde esta perspectiva analítica no se trata de la existencia de un
ser montaraz y satánico que anda por el mundo tumbando árboles y quemando
bosques y potreros. Santeños y herreranos, insertos en el mercado de la zona de
tránsito, producen para ésta, pero lo hacen desde una economía cuasi
autárquica, porque desde tiempos inmemoriales el orejano siempre fue dejado a
su propia suerte. No hay política agropecuaria porque los gobiernos son entes
cuyos intereses se centran en el sector terciario. Discursos politiqueros y falaces
abundan, hechos concretos, muy pocos.
Así arribamos al Siglo XXI y ahora nos extrañamos de lo que acontece.
Más que la problemática del agua lo que vivimos es una crisis estructural. Y ante los hechos consumados los remedios se
centran en la siembra de plantones, que algo ayudan, pero que no podrán
contener la depredación cuyo origen es histórico, cultural y sistémico.
Ejemplos abundan, ¿en qué quedó la problemática de la atrazina del río La
Villa? Pues, en nada, en la distribución de botella de agua y en los sueños de
opio del reciclaje de plásticos.
El meollo del asunto pasa por transformar la cultura del potrero.
Situación que no será fácil dado los intereses que existen dentro y fuera de la
zona. Ello exige la puesta en práctica de una planificación que involucre a los
agentes sociales de la región. El desarrollo de una socialización formal e
informal que rompa el paradigma del hombre como sujeto que domeña la
naturaleza, por otro que la sienta amigable y parte integral de ella. Ese
enfoque tiene que ir acompañado por la existencia de una propuesta legislativa
que, en casos extremos, no dude en sancionar a quien deprede y persiste en
creer que el libre albedrío consiste en vivir sin compromisos colectivos.
La tarea es monumental, pero no imposible. Si somos parte del
problema, tenemos que ser parte de la solución. En ese sentido el comunicado de
la Diócesis de Chitré (provincias de Los Santos y Herrera) viene a ser como una
bocanada de aire fresco en el enrarecido y desértico panorama peninsular. La
curia viene a decirnos que no estamos solos y al hacerlo se vuelve crítica y
coloca, con valentía, el dedo sobre la llaga. Lo demás es tomar conciencia del
desafío y pasar de la teoría a la praxis.
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