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08 septiembre 2020

CONTEXTO HISTÓRICO Y SOCIOCULTURAL DEL FESTIVAL GUARAREÑO

 


                              Para Pedro Vásquez y Candelaria Vergara, él, artesano de la mejorana y, ella, fiel orejana de mi tierra. 

Cuando evocamos la imagen del Festival de La Mejorana acuden a la mente personajes valiosos que tuvieron un papel relevante en su génesis organizacional. Sin duda esa perspectiva es correcta, pero no suficiente, porque los hechos sociales no son solo hechura de liderazgos individuales, sino la consecuencia de estructuras sociales y de acontecimientos acaecidos en diversos planos del acontecer nacional e internacional. 

La fiesta guarareña, que data de 1949, nace justo en la medianía del siglo XX, centuria caracterizada por la ruptura del mundo heredado de la época colonial, sociedad que aún a la altura decimonónica apenas comienza a ser horadada por los sucesos que le caracterizaron, a saber, la construcción del ferrocarril transístmico, el inconcluso Canal Francés, el embrionario desarrollo educativo que impulsara Buenaventura Correoso y, en general, el impacto de la nueva racionalidad económica que se abre paso para desafiar la sociedad tradicional y rural de las áreas interioranas. 

Con la separación de Panamá de Colombia, la construcción por los estadounidenses de la zanja interoceánica, las progresistas políticas liberales de inicio del siglo XX, el arribo de nuevas corrientes ideológicas y el incipiente empuje de nuevas fuerzas sociales, tanto en las zonas urbanas como en las rurales, otro escenario asuma su faz para romper con la rutina del campo istmeño. 

Este proceso de aceleradas transformaciones sociales es un fenómeno en el que vive inmerso cada país latinoamericano, con sus particulares especificidades, pero en el fondo respondiendo a un modelo común. En todas partes la cultura tradicional, esa de la que se nutre el folklore, comienza a ser vista como cosa vieja, antigualla de otra época, asunto de manuto y de seres montaraces. 

El desarraigo campesino, con migrantes cuyos fundos han sido destruidos por la angurria y la rapiña por la tierra, el flujo de emigrantes que marchan a las ciudades y que portan en sus motetes existenciales la danza, música, gastronomía, vestuarios, instrumentos autóctonos, valores sociales y la perspectiva de vida que no pocas veces choca con las luces de la gran ciudad; centros urbanos que en pocas décadas estarán asumiendo lo que en principio rechazan como aldeanismos del hombre montuoso y sabanero. 

Este acontecer social, largo y complejo, de idas y venidas, con préstamos culturales entre regiones y países, fue la tónica de la primera mitad del siglo XX. En toda América Latina, como si se tratase de la reacción de un erizo, los diversos grupos humanos resienten la destrucción del sistema social en el que crecieron y cuya cultura también fue el legado de padres y abuelos. 

En este contexto y hacia mediados del siglo XX, las condiciones están dadas para dar forma a una propuesta más coherente, para no quedarse en la queja, en el lamento nostálgico del ayer. La literatura regional presiente ese encontrón y lo plasma en novelas y poemarios cargados de ruralidad. Y es precisamente esta marea de sucesos, endógenos y exógenos, los que hacen eclosión en la península de Azuero y en el caso concreto de Guararé. La zona se “moderniza” y se constata cómo, hacia la década del veinte, aparecen nuevos estilos arquitectónicos que retan a la vernacular casa de quincha; así como en los treinta y cuarenta los registros parroquiales ya anotan John por Juan y Elizabeth por Isabel. 

También la región luce mayor presencia de instituciones gubernamentales, el agro lentamente despierta y en los pueblos se ha forjado un núcleo pequeño de profesionales que miran más allá de la torre del templo. Entre tales visionarios surge el guarareño Manuel Fernando de Las Mercedes Zárate, ingeniero químico graduado en Francia, quien tiene la formación académica para comprender las consecuencias, que, para la cultura panameña y la identidad del istmeño, se derivan de ese encuentro entre el guarapo y la gaseosa importada, entre la changa y la gastronomía foránea. El Festival Nacional de La Mejorana, pionero en América Latina, nace en esa encrucijada, montado a caballo entre el ayer y la nueva época que mira con desdén la cultura campesina, la misma que Porras describe en su memorable opúsculo, El Orejano, redactado en Bogotá y publicado en El Papel Periódico Ilustrado de inicios de los años ochenta del siglo XIX. 

En este punto hay que dejar sentada otra verdad, el festival guarareño vivió desde el inicio el antagonismo de querer preservar lo que ya estaba dejando de ser, al pretender valorar la cultura de una sociedad que se estaba volviendo fenicia y que se dejaba hechizar por los cantos de sirena de la modernización. Por eso, desde sus orígenes, el evento vive la paradoja de izar la bandera de la cultura nacional en un mundo que transitaba hacia lo que Marshal McLujan denominó la aldea global y que contemporáneamente llamamos mundialización, globalización. 

El conocer los factores estructurales que gravitaron sobre la génesis de la festividad folklórica, es tan relevante como el esclarecer la coyuntura contemporánea. La reacción ante los hechos descritos demuestra que el evento folklórico ha sido un esfuerzo, no sólo meritorio, sino titánico. El liarse con la formación social imperante no ha sido fácil, porque mientras los impulsores del festival intentan mantener incólume la fiesta de Dora Pérez y su esposo, otros lo miran como la coyuntura propicia para lucrar con la masa de asistentes que andan tras los retazos de patria que intentan rescatar y dignificar el folklore 

Al festival del ayer le sobraban los entes folk, al de hoy le acosan las proyecciones folklóricas, los folkloristas adulteradores, los negociantes de bebidas embriagantes y los cazadores de autofotos que pretenden lucirse en las redes sociales. En la coyuntura el festival no sólo es expresión cultural, sino mercancía en el mercado. De allí que en el siglo XXI se avizore la transformación radical del evento guarareño. Es decir, la actividad cultural ya no puede continuar siendo similar a la que concibieron los pioneros, porque el contexto socioeconómico y cultural de antaño ya no existe o no responde plenamente al perfil primigenio. 

El dilema contemporáneo radica en cómo lograr la sobrevivencia de los elementos que le han dado rostro a la festividad y constituir con ellos el perfil cultural del siglo XXI. Esta es una renovada propuesta que muchas veces escapa a la toma de decisión de los organizadores de la festividad, porque se vincula con la propia teoría del hecho folklórico, la dinámica social y la nula injerencia gubernamental en la definición de políticas de Estado. 

Lo cierto es que el Festival de La Mejorana en Guararé sigue siendo otra muestra de la provechosa terquedad del santeñismo, el empeño interiorano de valorar la identidad cultural del panameño, de negarse a ser la imagen en el espejo de otro, aunque tenga que luchar contra molinos de viento, enfrentar las aspas que mueve la alienación, la crítica infundada y el añejo hanseatismo que se asienta en la zona de tránsito y que desnaturaliza la multiétnica personalidad colectiva de la nación. 

© m.pinzón.r

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