El hedonismo es la búsqueda del placer y, con la
manía contemporánea de la autofoto,
parecen formar la dupleta que el íngrimo ser estaba esperando. Porque hay
cierto deseo placentero, que a veces se manifiesta con ciertos ribetes
patológicos, en esto de que determinado mortal pueda mirarse en la fotografía,
solo o acompañado, pero siempre para compartir con amigos y hasta extraños.
El ser humano nunca sintió tanto regocijo, quizás
desde los tiempos de los mitológicos Adonis, Jacinto y Narciso, como ahora en
esta atribulada centuria de teléfonos inteligentes, cámaras fotográficas y
muros en los que puede colgar el rostro sonriente y la pose estudiada.
Diría que miles, por no decir millones de
instantáneas, aparecen diariamente como en un concurso de popularidad cuya
lectura se me antoja cargada de hondos significados. Los llamados selfis parecen
cumplir el papel que antaño desempeñó el espejo casero, ese rústico artefacto
para mirarse y acicalarse, aunque carente de artilugios que alimente nuestra
inconfesable deseo de verse bien, de que alguien nos halague con un like
e incluso que ose enviarnos un consolador: “¡Qué bien te ves, maravilloso!”.
Lo que el maridaje entre hedonismo y autofoto hace
patente, es la soledad del hombre contemporáneo, un ser que mora entre millones
de personas, pero cuya interacción social se ha tornado superficial y vacua.
Porque al menos el ancestro que habitaba en los bosques, formaba parte integral
de la naturaleza, de ella y con ella vivía y no había ruptura que le
arrinconara por su atrevimiento al separarse de ella; porque para ese bípedo,
mirarse en la corriente del río era un acto que no formaba parte integral de la
cultura.
En cambio, en la autofoto hay un diálogo difuso
entre lo que se piensa y lo que se ve. Me veo, luego existo, podríamos decir
emulando a Descartes; puedo recorrer mi anatomía, la mirada puesta sobre el
objetivo de la cámara, así como sobre las glorias y desventuras del rostro. El
mal llamado selfie permite la conversación imaginaria entre lo que sueño
y lo que realmente soy; con la ventaja de repetir y retocar las imágenes hasta
lograr el mítico ser que mora en mi subconsciente y que logre aminorar el
inconfeso deseo de belleza e inmortalidad.
La autofoto es la gloria de lo efímero, un fugaz
instante para jugar a Dios y hacer posible el viejo cuento del genio en la
botella. Y en este punto sí que debiéramos preocuparnos, porque podemos
terminar creyendo que la imagen es más relevante que la realidad, que la
apariencia logra suplir las esencias, que no importa el fondo, sino la forma.
La cámara en manos de un profesional, es arte. En
las de un neófito deslumbrado por las imágenes, un instrumento de alienación.
Por eso la autofoto está llena de hedonismo, cuando colocamos el producto al
servicio del “señorito satisfecho”, del que hablaba Ortega y Gasset u “hombre
light, según el decir del Enrique Rojas.
El selfi compendia la época, nos tira en cara lo
ahuecada de nuestra cultura, retrata -qué ironía- una vida que apenas supera
los sentidos y que es incapaz de desatar las potencialidades que moran en los
rincones del alma, nos distancia de las mejores manifestaciones del arte y, si
nos descuidamos, el abuso nos lleva al borde de ser bagazo del trapiche de la
vida. ©
mpinzónr
No hay comentarios:
Publicar un comentario