En el país hay tantas conmemoraciones que ya las mismas han perdido su fuerza original, si es que alguna vez la tuvieron. Los panameños celebramos casi todo, sin importar la relevancia del acontecimiento; lo experimentamos con las fiestas patrias, en el mes de…, en el día de…, y con los pretendidos festivales folklóricos, por ejemplo. Sí, con la churuca en la carreta, el festival de la concha de playa y tantas otras nimiedades que terminan en bailes y en libación de licores. Ya no sabemos lo que celebramos, solo que hay asueto, fiesta, y que en ella debemos lucir el vestido tradicional, la más de las veces adulterado y convertido en remedo de lo que fue vernáculo.
Lo que alguna vez los esposos Pérez y Zárate
enarbolaron como la bandera de la identidad nacional, se ha convertido en
jarana, en comparsas culturales en donde cada grupo se disputa su relevancia y
pregona su pretendida originalidad sociocultural. Blancos y negros, amarillos y
cobrizos están empeñados en desenterrar ancestros, en mostrar a los demás las
llagas de su desgracia; como en un concurso para reclamar al que habitó primero
las tierras istmeñas, olvidando que el hombre que mora en la Tierra es un ser
híbrido, mestizo, simple terrícola lleno de humanidad.
Parece dolernos el ayer y nos invade la
nostalgia sobre aquel ser que hace medio milenio alguna vez se fusionó en
Panamá. Tratamos de sacar fuerza del color de la piel y hacer de la genealogía
una búsqueda del mítico panameño. Y para ello concebimos la nación como un conjunto
de grupos humanos adoloridos de su pasado, de la exclusión que alguna vez sufrieron,
en una especie de grito desesperado para mostrar nuestra propia valía y
reafirmar la autoestima.
Lo que hace setenta años atrás estudiaron los filósofos
panameños, aún está vigente. En el fondo el interrogante, hoy como ayer, continúa
sin contestar: ¿qué es ser panameño? Respuesta difícil en un espacio geográfico
como el nuestro, en donde se acrisolan diversos tipos de culturas y el individuo
nunca termina de concretizarse. Lo que nos define, al parecer, es la
indefinición.
Debiera preocuparnos esta búsqueda incesante de
la personalidad colectiva, en este archipiélago de islas inconexas; porque cada
ínsula étnica anda en búsqueda de su Quijote. Preocupante aún más, porque la globalización
arroja sobre la nación a otras culturas en un encuentro inevitable y fusionante.
Al parecer no estamos valorando las implicaciones de estas celebraciones sobre
el ser colectivo, el que no necesariamente tiene que ser homogéneo, pero tampoco
tan marcadamente heterogéneo.
El abuso en la conmemoración del grupo cultural
-porque no me defino como ser humano por lo que soy, sino por la diferencia que
tengo con el otro- obstaculiza la socialización liberadora y nos conduce al
lugar en donde nos encontramos; con la creación de leyes para cohesionar,
mediante la norma, a la colectividad que de otro modo creemos disgregarse. Y
hay en ello un gran riesgo político, social y cultural, el de anteponer al ser
humano intereses fragmentarios, en donde cada abeja está pendiente de su celda
y cree poseer la mejor miel. De cierta manera hay mucho de aldeano en este
proceder -cuando exageramos -como en nuestro
En un planeta necesariamente interconectado el
encuentro cultural genera reacciones de erizo, nos llenamos de espinas para
colocar el anuncio de: “no pase perro bravo”, “usted no es mosca de este congo”
Y uno comprende o pretende comprender estos fenómenos sociológicos en tiempos
de mundialización, de seres íngrimos entre multitudes anónimas.
Lo preocupante, en esta fenética carrera por la
valoración grupal, es la defensa del ser humano en cuanto tal, más allá de
diferencias étnicas, biológicas o sociales. Tengo la impresión de que, en la
fase evolutiva en la que nos encontramos, hemos perdido el enfoque integral, y al
conmemorar múltiples eventos, ensalzamos las olas, pero olvidamos el mar.
.......mpr..
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