"La casa vieja", tal fue la frase que utilizamos en mi familia para referirnos a la vivienda de quincha que mi padre compró al finalizar los años cuarenta; década en la que pudo disponer de algunos ahorros luego de retornar de sus trabajos en la Zona de Canal. En ella estableció una tienda que con el correr de los años se mudó a su propio local. Yo no alcancé a vivir en la antigua casa de quincha, razón más que suficiente para que calaran hondo en mí los relatos paternos sobre aquél caserón de secretos y magia. Oyéndolos se me antojaba que allí residían viejos fantasmas y que en sus cuartos moraban personajes ya difuntos que se levantaban en las noches a recorrer los espacios que ayer les pertenecían. Todo esto se sazonaba con los cuentos de aparecidos; personajes de ultratumba que mi madre aseguraba vivían en el viejo inmueble. Ella decía que escuchaba cuando en la alta noche se caían los platos y una mano misteriosa mecía la hamaca. Naturalmente, al amanecer nada de ello había ocurrido y en la cocina todo estaba en su sitio.
En el aquel tiempo desconocía que nací en una época de transición histórica. Desde entonces, y para siempre, los entes fantasmagóricos emigraron a otros pueblos perseguidos por el bombillo de los tiempos modernos. Igualmente, sé que disponemos de un tiempo histórico y ocupamos un espacio geográfico. En este nicho tempo-espacial aprendemos a amar a nuestros semejantes y a construir nuestra cultura. La morada es parte importante de esa cultura. Por ser lo que es, y por representar lo que representa, la vivienda es algo más que el lugar en donde un grupo humano logra sobrevivir a las inclemencias del tiempo.
Las manifestaciones arquitectónicas siempre han hablado bien alto del rostro cultural de la sociedad. Una casa es de alguna manera un microcosmos, representa y compendia una visión del mundo e, incluso, como en el caso de la habitación de los dioses (templos), se constituye en punto de encuentro entre la deidad y los hombres.
Todos estas acotaciones y añoranzas vienen a propósito del irresponsable exterminio de la varias veces centenaria casa de quincha azuerense. Antes, cuando lo campesino fue hegemónico dentro del sistema social, la casa de quincha ejerció su dominio absoluto sobre los campos. Pero aquellos son tiempo ya idos.
Al finalizar el siglo la tradicional morada de los orejanos ha dado paso al dominio del bloque, del cinc y los pisos de granito. Notorio es el abandono de la casa de quincha, vieja y solitaria en los depauperados campos que han visto marchar a miles de emigrantes.
Con sólo realizar una visita a nuestros pueblos, no cuesta trabajo percatarse que las vernaculares residencias tienen cerradas sus puertas y en su interior los horcones añoran una época preñada de alambiques, huertas, caña de azúcar, tabaco oriano, tamborito y golpe acompasado del caballo en el trapiche. Aquella fue la época cuando la quincha y la junta de embarra reinaban por los campos interioranos. Período histórico a partir del cual el asfalto, la radio, el telégrafo, la televisión y el olor a gasolina le fueron arrinconando y le encerraron dentro del viejo baúl de la abuela.
Tiempos idos aquellos, como viejos son los abuelos que aún se sientan en sus taburetes esperando a los hijos que la capital transitista les robara un caluroso mes de marzo o que un indómito río darienita se tragara para siempre. Espera de hombres y casas viejas. Viejos y nuevos amaneceres apoyados en los pilares en donde el tiempo y los taburetes dejaron su muesca.
Casa de quincha. El portal, la sala, el cuarto, la cocina y la lima para los aperos de labranza. Ventanas de escasas dimensiones, como si a través de ellas nos clavara su mirada furtiva una mora detrás de su velo. Árabes, españoles e indios. Nuestra casa es la síntesis de tres culturas; quinientos años de historia que la arquitectura de universitarios siempre ha mirado con desdén.
Casa de quincha con jardines de margaritas y chabelitas. Vanos precisos para las puertas y ventanas, graciosas celosías y tejas que el hombre nuestro aprendió a elaborar con barros y cagajones de caballos. Cumbrera y piso de ladrillos; exquisita síntesis de lo sacro y lo terrenal.
En su interior, viejos rastros de hollín tienen los fogones. Antiguo fogón de tres piedras y de tizones que el tiempo apagó. Arriba el viejo zarzo añora los años cuando el arte culinario no se vendía en latas, ni los condimentos venían en sobrecitos, sino que se cultivaban en la huerta.
¡Qué hermosa es nuestra casa de quincha! Armonía entre sistema social, hombre, ecología y religión. Sin embargo, todo aquello ha sido hecho añicos por la modernidad y las expresiones arquitectónicas fuera de contexto. En Azuero no sólo hemos deforestado los montes, el "hacha" también ha hecho de las suyas sobre la anatomía de la vieja casa de quincha. ¡Y qué solo se han quedado nuestros hombres del ayer!; íngrimos en sus casas de barro y bejucos.
Concluyamos. La casa de quincha resume en sí la tragedia de la sociedad azuerense en el siglo XX: incorporación a la modernidad sin respeto al hombre y su identidad cultural. Como ella, los interioranos miramos la alborada del siglo XXI con una mezcla de recelo y de esperanza. Con su rebeldía a cuestas, "la casa vieja" aún sigue en pie y desafía al nuevo milenio.
….mpr…
En el aquel tiempo desconocía que nací en una época de transición histórica. Desde entonces, y para siempre, los entes fantasmagóricos emigraron a otros pueblos perseguidos por el bombillo de los tiempos modernos. Igualmente, sé que disponemos de un tiempo histórico y ocupamos un espacio geográfico. En este nicho tempo-espacial aprendemos a amar a nuestros semejantes y a construir nuestra cultura. La morada es parte importante de esa cultura. Por ser lo que es, y por representar lo que representa, la vivienda es algo más que el lugar en donde un grupo humano logra sobrevivir a las inclemencias del tiempo.
Las manifestaciones arquitectónicas siempre han hablado bien alto del rostro cultural de la sociedad. Una casa es de alguna manera un microcosmos, representa y compendia una visión del mundo e, incluso, como en el caso de la habitación de los dioses (templos), se constituye en punto de encuentro entre la deidad y los hombres.
Todos estas acotaciones y añoranzas vienen a propósito del irresponsable exterminio de la varias veces centenaria casa de quincha azuerense. Antes, cuando lo campesino fue hegemónico dentro del sistema social, la casa de quincha ejerció su dominio absoluto sobre los campos. Pero aquellos son tiempo ya idos.
Al finalizar el siglo la tradicional morada de los orejanos ha dado paso al dominio del bloque, del cinc y los pisos de granito. Notorio es el abandono de la casa de quincha, vieja y solitaria en los depauperados campos que han visto marchar a miles de emigrantes.
Con sólo realizar una visita a nuestros pueblos, no cuesta trabajo percatarse que las vernaculares residencias tienen cerradas sus puertas y en su interior los horcones añoran una época preñada de alambiques, huertas, caña de azúcar, tabaco oriano, tamborito y golpe acompasado del caballo en el trapiche. Aquella fue la época cuando la quincha y la junta de embarra reinaban por los campos interioranos. Período histórico a partir del cual el asfalto, la radio, el telégrafo, la televisión y el olor a gasolina le fueron arrinconando y le encerraron dentro del viejo baúl de la abuela.
Tiempos idos aquellos, como viejos son los abuelos que aún se sientan en sus taburetes esperando a los hijos que la capital transitista les robara un caluroso mes de marzo o que un indómito río darienita se tragara para siempre. Espera de hombres y casas viejas. Viejos y nuevos amaneceres apoyados en los pilares en donde el tiempo y los taburetes dejaron su muesca.
Casa de quincha. El portal, la sala, el cuarto, la cocina y la lima para los aperos de labranza. Ventanas de escasas dimensiones, como si a través de ellas nos clavara su mirada furtiva una mora detrás de su velo. Árabes, españoles e indios. Nuestra casa es la síntesis de tres culturas; quinientos años de historia que la arquitectura de universitarios siempre ha mirado con desdén.
Casa de quincha con jardines de margaritas y chabelitas. Vanos precisos para las puertas y ventanas, graciosas celosías y tejas que el hombre nuestro aprendió a elaborar con barros y cagajones de caballos. Cumbrera y piso de ladrillos; exquisita síntesis de lo sacro y lo terrenal.
En su interior, viejos rastros de hollín tienen los fogones. Antiguo fogón de tres piedras y de tizones que el tiempo apagó. Arriba el viejo zarzo añora los años cuando el arte culinario no se vendía en latas, ni los condimentos venían en sobrecitos, sino que se cultivaban en la huerta.
¡Qué hermosa es nuestra casa de quincha! Armonía entre sistema social, hombre, ecología y religión. Sin embargo, todo aquello ha sido hecho añicos por la modernidad y las expresiones arquitectónicas fuera de contexto. En Azuero no sólo hemos deforestado los montes, el "hacha" también ha hecho de las suyas sobre la anatomía de la vieja casa de quincha. ¡Y qué solo se han quedado nuestros hombres del ayer!; íngrimos en sus casas de barro y bejucos.
Concluyamos. La casa de quincha resume en sí la tragedia de la sociedad azuerense en el siglo XX: incorporación a la modernidad sin respeto al hombre y su identidad cultural. Como ella, los interioranos miramos la alborada del siglo XXI con una mezcla de recelo y de esperanza. Con su rebeldía a cuestas, "la casa vieja" aún sigue en pie y desafía al nuevo milenio.
….mpr…
¡que recuerdos aquellos de las casas antiguas! ... pero ahora la modernidad esta acabando con todo aquello.
ResponderEliminarsaludos
lucia
saludos. ¿podría publicar algún escrito suyo?. para una pequeña publicación independiente, alternativa, sin fines de lucro. gracias.
ResponderEliminarDefinitivamente es un escrito que me ha hecho recordar los relatos que mi difunta abuelita nos contaba a todos los nietos, congregados sólo para escucharla a ella. Relatos que contaban con un alto grado de misticísmo pavoroso, y luego de escuchar atentamente a todo lo que nos decía, difícilmente a la luz de luna podíamos conciliar el sueño, producto de estas narraciones propias de la vida en el campo.
ResponderEliminarPor otra parte, es triste ver como la modernidad arraza con las costumbres de los pueblos interioranos y el impacto que causa en los jóvenes quiénes poco a poco dejan de mostrar su interes en las tradiciones; igualmente la concexión directa entre el hombre y su medio ambiente, parece no ser la misma al dejar de cosechar por preferir lo pre - elaborado y sintetizado.
excelente artículo, la pura realidad del campo, nuestros campesinos han cambiado sus costumbres y a veces sienten pena de sus costumbres. Quisiera yo tener una casa de quincha, su belleza unica, tranquilidad y sencillez que no se encuentran en ningun lugar de la ciudad.
ResponderEliminarEste artículo fue como poder experimentar esos tiempos muy vívidamente! Gracias! Ya que nunca tuve la oportunidad de siquiera quedarme en los veranos en una de ellas, porque la "casa vieja" estaba llena de alacranes y ya no se cabía... lastimosamente la demolieron y ahora nos hospedamos en la casa de bloque y zinc, donde todavía hay alacranes, todavía no cabemos y como extra, nos asamos! De nuevo, gracias profesor!
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