Con el arribo del mes de noviembre y la conmemoración del
Grito Santeño del 10 de noviembre de 1821, la pregunta machacona para ser si
existió la famosa Heroína Santeña. Y ante la dilucidación del interrogante
aparecen dos corrientes bien definidas; aquellos que defienden al personaje y
se hacen eco de la supuesta leyenda, así como quienes reclaman la
inexistencia de la partida bautismal de la fémina y como el documento no
aparece, desean sacarla – como si se tratase del mismísimo general Francisco
Franco y Bahamonde- del panteón de la nacionalidad y enterrarla en la
necrópolis de personajes mitológicos; como el Padre sin cabeza, la Tepesa,
Señiles y demás seres que moran en la cultura campesina.
En diversas ocasiones he investigado el tema y lo que como
moscardón siempre ha taladrado mi cacumen es el empeño de hacer del rufinismo
un asunto serio y no el discurso de tunantes que se adhieren a la primera
comparsa que recorre el poblado. Rufina, ciencia, mitología, patria,
liberación, campesinos, próceres e identidad son algunos de los vocablos que
gravitan sobre el tema.
El mismo debate sobre el personaje ya pone en evidencia que
se trata de un asunto sensible para el panameño y que éste lo ha internalizado
en su imaginario popular, al punto que mira con estupor a quienes osan poner en
duda su existencia, particularmente para el santeñismo que lo ha elevado a los
altares de su devoción peninsular. Para este grupo humano, Rufina es parte
consustancial de su existencia y un ícono del movimiento separatista incoado en
la tierra del Canajagua y cerro Quema. Tan relevante como la Marianne francesa
o la leyenda de la loba que amamantó a los niños y que forma parte de los
orígenes de Roma.
Valorar a Rufina Alfaro desde una de las dos vertientes
analíticas siempre me ha parecido insuficiente, tanto para un enfoque como para
el otro, porque los temas que se vinculan con la imagen de la nación no pueden
ser solo asunto de sentimientos o racionamientos pretendidamente científicos.
Pienso que en el fondo del tópico late el problema de la
identidad nacional, en un país en donde hubo un debate en la primera mitad del
siglo XX, no sólo sobre los símbolos patrios, sino sobre la existencia misma
del ser nacional, con personajes sombríos o con visión rosa del proceso
independentista. Algunos quieren una nación impoluta, inmaculada, con precisión
matemática, como si la patria fuera una ecuación pitagórica y arcángeles los
que habitamos en ella. Y en ese frenesí nos volvemos iconoclastas, sin valorar
las consecuencias de todo aquello que derrumbamos y hasta inventamos relatos para organizar un
desfile.
Los próceres, que cometieron errores y que tenían intereses
-porque no podría ser de otra manera- son el vivo ejemplo de lo planteado. Y en
ese huracán de furia le ha correspondido al personaje santeño ser el
receptáculo del escrutinio y del ojo cartesiano que reclama la paternidad que
la campesina no logra acreditar.
El estudio de Rufina Alfaro tampoco es un asunto de posiciones
eclécticas, equidistantes entre la razón y el sentimiento, sino de comprender
desde ambos enfoques el altar que el istmeño le ha erigido. Ese pueblo que
evoca su nombre cada 10 de noviembre y que ha llevado su imagen a todos los
rincones nacionales.
En cambio, mientras debatimos quién tiene la razón, si
existió o no Rufina Alfaro, la cultura istmeña es sometida a su
desnaturalización, la juventud carece de íconos que le cohesionen y de
personajes a quienes emular.
En este contexto poco importa que la campesina de La Peña
sea un símbolo del feminismo, de la libertad y de las luchas sociales del siglo
XIX. Y lo más dramático e irónico estriba en percatarse que el mítico personaje
ha hecho más por la nación que los ensayos y la sapiencia de quienes quieren
matarla por atreverse a existir, sin haber nacido, o de aquellos que la piensan
con el corazón y la niegan en la praxis liberadora.
La dialéctica sociocultural de Rufina es un ir y venir
entre apologistas y detractores; y entre más enconada se vuelve la polémica,
más crece su sombra, como la del Canajagua o el perpetuo fluir del río De Los
Maizales que en el siglo XVI describiera Gaspar de Espinosa. Y tal parece que
su estampa campesina está llamada a pensar la patria desde ambos miradores
analíticos, como si su figura estuviera destinada a despertar nuestra
escurridiza conciencia de patria.
Hoy, como ayer, sentado en las faldas de cerro El Barco,
trato de comprender y disfrutar el viejo dilema al que nos incita Rufina, tan
añejo como la historia del homínido soñador y pragmático. Y sonrío para mis
adentros, porque hasta en eso la señora Alfaro nos lega enseñanzas; demuestra
que la patria siempre ha de ser objeto de cogitaciones, de luchas y polémicas,
y que a ella se le engrandece por la vía de la razón y del corazón.
…….mpr…
No hay comentarios:
Publicar un comentario