Hoy 7 de agosto de 2021, a las 3:38 p.m.
falleció un gran amigo. Había arribado a mi casa 13 años y 9 meses atrás. El
aprendió a amarme y yo a quererle, porque el sentimiento se hizo mutuo a golpe
de movimientos de cola y caricias sobre su cuerpo peludo. Cuando le conocí era
una mota de pelo achocolatado que siempre le acompañó hasta el último día de su
vida; esa vida que supo entregar a la familia, sin exigir retribución, como no
fuera la caricia o esos alimentos que insistía en comer, a ratos mirándome, como
para demostrarme de lo que era capaz, como si con ello hablara para decirme:
“Mira, estoy comiendo, no te preocupes”.
Muy terrenal, mi perro defendía su espacio de
vida, el patio que era de él y que no estaba dispuesto a compartirlo con nadie.
Altivo y orgulloso se paseaba por la casa y sus alrededores. Y cuando por algún
motivo apareció otro can, Elián ladraba dentro de su territorio, persiguiendo
al intruso para hacer valer su geografía canina. Así era, tan especial como
para ver alejarme en el auto, él apoyado en sus patas delanteras sobre la cerca
y yo en el automóvil mirándole por el espejo retrovisor. Sí, porque siempre
tuve la certeza de que, aunque ya no le observara, por un buen rato estaría
mirando en lontananza despidiendo a su amigo.
Sin embargo, el tiempo pasó y Elián se hizo
viejo, senil, de andar más pausado y con canas en el hocico. Entonces comprendí
que estaba próximo su final y me preparé para ello, le dediqué más tiempo y
traté de mejorar la calidad de su vida perruna; de hacer sus últimos días más
agradables. Lo que acaso no pensé, es que el proceso fuera tan rápido, y en
menos de un mes se puso más renco, tenía dificultades para andar y dormía con
más frecuencia. A veces lo encontraba tirado en el patio, a lo mejor esperando
que su amigo le colocara en su sitio preferido. Yo le cargaba y él se dejaba
llevar mientras me miraba con sus ojitos inquisidores.
En verdad, le quise y admiré mucho, porque
aún en esos últimos días, cuando me veía bajar del automóvil, movía la cola y
todo achacoso se paraba a mi lado, como exclamando: “Aún soy tu amigo”. Por
esos motivos nuestra relación se hizo más fuerte y charlábamos en silencio. No
sé, pero siempre tuve la sensación de que comprendía mis soliloquios
campesinos. De alguna manera con esas pláticas le preparé para su transición al
viaje eterno, para que aceptara su partida y supiera que era importante en
nuestra biografía.
Confieso que este día del postrer adiós ha
sido difícil para ambos, porque con Elián también se fue un retazo de mi
historia personal. Yo no sepulté a un perro, sino a un amigo, a otro miembro de
la familia. Y llegado el momento, todos estuvimos allí, en su territorio,
mientras lo inhumamos en la tierra, en el patio que tanto amó y por el que
realizaba sus correrías diurnas y nocturnas.
Mi amigo Elián yace enterrado, dormido al
lado del viejo mirto, lleno de flores blancas y con aroma a ilusión, amor y
agradecimiento. El árbol recordará al amigo, al perro fiel; porque a su lado el
pequeño túmulo de tierra es la muestra de nuestro amor familiar y de la
incomparable dicha de haberle conocido. “Buen viaje, Elián de Jesús, amigo
fiel”
En las faldas de cerro El
Barco, Villa de Los Santos, a 7 de agosto de 2021
No hay comentarios:
Publicar un comentario