El cantar es tan
viejo como el hombre, incluso aparece antes de que este existiera, porque los
sonidos son previos al homínido y de alguna manera la naturaleza canta en el viento,
las aves, el rumor de las olas del mar y en el lenguaje de los animales. Por esta
razón es tan vital el cantar en el hombre; como medio de acercarse al otro, de
expresar sentimientos y de no sentirse solitario en el mundo. Ya sabemos que el
intento de petrificar el sonido, de hacerlo perenne, dio paso a la escritura y
al pentagrama musical.
Con el tiempo la
música se hizo propia del grupo humano y le dio identidad comunitaria; así
nacieron las coplas, los himnos y todo un simbolismo cargado de alegrías,
tristezas y ensoñaciones. Luego vino el encuentro de esos cantares, de la
música, de los escritos y el préstamo cultural se hizo inevitable, porque ayer
como hoy, como dicen los nicas, “el que tiene más galillo traga más pinol”.
Así le aconteció al
santeñismo, esa forma tan propia del hombre que mora en la península con
apellido de colombiano santanderista. Aquí, el amasijo de lo hispánico,
indígena y del negro colonial parió a un nuevo personaje, al que hemos llamado
santeño, herrerano, azuerense, peninsular y orejano.
Al estudiar la
región se percata el investigador, que no obstante el influjo indígena y del
negro colonial, en la zona lo hispánico es dominante, hegemónico; porque el
poder siempre residió en el grupo criollo y luego mestizo que controló los
resortes de la vida; desde la tierra, pasando por los puestos burocráticos y el
control religioso del catolicismo. Porque si hay un factor trascendente en esta
parte del país, viene a ser la ética de lo católico, al moldear con valores
sociales occidentales al campesinado de la colonia, la unión a Colombia y la
era republicana.
Luego de cinco
siglos, quinientos años de caminar junto al Canajagua y El Tijera, estamos
llenos de íconos de nuestra cultura de ascendencia campesina; porque aún hoy,
debajo del barniz de la civilización, del doctor, magister, licenciado y
bachiller, está el campesino de la casa de quincha. Un ser pletórico de
gastronomía, bailes y danzas, santeñismo que aflora en nuestros símbolos
culturales: el Canajagua y Quema, Porras y Zárate, Ofelia y Bibiana, la reina
María y Ñiqui Ñaque con su canto vernáculo: “Anoche te vide un piojo y no te lo
pude cogen, qué piojo tan atrevido en dónde se ha ido a meten”.
Hemos tenido de
todo, desde la vida bohemia de Claudinita y la reina María, hasta la literatura
de Sergio, Oscar, Moscoso, Ofelia y Zoraida, así como los hermanos Saavedra
Espino (Leonidas y José del Carmen), así como el eco sonoro, en la austral
Pedasí, del Buchí de Antonio Moscoso.
En nuestra tierra
la organización campesina -la junta- se hizo cooperativa y la cooperativa fue
la junta por otros medios, institucionales y burocráticos. De esta manera
fueron surgiendo expresiones culturales e históricas que la música también hizo
suya, con instrumentos inicialmente rústicos, como la bocona, la mejorana, el
tambor, la caja, los timbales y la excelsa expresión de la décima, escrita y
cantada. Todo para que Gelo y Dorindo llevaran la cultura peninsular adherida a
los fuelles del acordeón, tanto como las notas musicales están adheridas a la
garganta de Eneida Cedeño, “La morenita de Purio, y Eutimia González, “La
brujita de El Pedregoso”.
Y cuando el grupo
humano se vio amenazado por los de aires foráneos, novedosos y atractivos, apareció
el momento de la interpretación basada en la razón, aunque sazonada con los latidos
del corazón. En esa coyuntura histórica el campesinado y los hombres de las
pequeñas ciudades sacaron a relucir el arma de la inteligencia, como si fueran
erizos que sintieran amenazada su integridad. Es el tiempo de Dora Pérez y
Manuel F. Zárate, así como de una pléyade de entes folk que florecen en los
festivales folklóricos de La Mejorana, La Pollera y El Manito. Dicho sea de
paso, las tres icónicas festividades que en modo alguno debieran ser retadas
por otras fiestas de menor calibre, carente de filosofía social, incapaces de
transcender el eco del volador y la tauromaquia peninsular, pero atentas al antiguo
doblón aurífero y colonial.
En el espacio del
encuentro con nosotros mismos, ocupa un rol relevante el papel de la décima y
la copla en Panamá. No por mera casualidad la expresión es el título del famoso
texto, que, bajo el mismo nombre, publicaron los esposos Zárate.
En qué momento
surgió en la zona el poema rimado, no lo sabemos. De lo que estamos conscientes
es de su origen hispánico, del papel, en el siglo XVI, del poeta español
Vicente Espinel a quien se le atribuye la gestación de la décima, en pleno
Siglo de Oro español. La misma creación que, asumiendo su apellido, se conoce
como espinela. Sin embargo, también se expresa en la modalidad de las
provincias vascongadas, cultura vasca, en donde los trovadores o versolaris
improvisan versos en una tradición de la que quizás sea parte constitutiva y
heredera la modalidad peninsular que, en nuestro caso, se ha enseñoreado por
los campos de esta tierra sabanera.
La décima hispánica,
como ya hemos planteado, se ha hecho mestiza, como tantas otras expresiones de
la cultura regional. Y aquello que puede constatarse en la campiña nuestra, en
la composición y el canto de la espinela, expresa el bertsolarismo con sabor a
changa, chicha de junta o adobo de res.
La décima y el
canto, como la mejorana, son el fruto de ese encuentro de dos mundos; íconos
peninsulares, la imagen escrita y cantada de lo que somos. De allí que la
encontremos en el canto a lo divino, en la chacotería, en la exaltación a la
mujer o como expresión de la congoja santeña, encarnación de la morriña gallega
o la saudade portuguesa.
En verdad, es
sumamente placentero ver al trovador, de evidente temple hispánico, colocado en
la misma tarima junto a otro de semblante indígena o de rasgos de negro
colonial. Hombre o mujer, Miguelito o Daira. Porque la mujer nuestra cantó
décimas mucho antes que soñáramos con teoría feministas.
Si alguna vez en su
génesis primaria, la décima pudo ser elitista, en aquellas calendas cuando la
escritura estaba casada con el grupo dominante criollo, en la sociedad
peninsular se hizo democrática, anti elitista e integrada a la cultura popular
y vernácula.
En Panamá escribieron
décimas los intelectuales, como Francisco Changmarín y Dimas Lidio Pittí, tanto
como el campesino decimero que, al frente de una taza de café, mientras en los
exteriores nocturnos la garúa cuela la silampa en la casa de quincha, él, sin
saberse descendiente de Miguel de Cervantes Saavedra, roba una hoja al cuaderno
escolar de su hijo para parir sobre la página rayada la inspiración que ha de
cantar en la festividad sacra o profana.
La fiesta, la musa
y la lingüística se matrimonian en la décima. Espinela para cantarle a la
virgen, a la reina del festival folklórico o para exaltar la biografía de un
ser probo y fecundo. Allí radica lo trascendente de la espinela, porque más
allá del canto mismo, de la expresión folklórica, ella es la voz de la tierra e
incluso la protesta soterrada del abandono social.
El decimero y la
décima son nuestros, portadores de la poesía del hombre del campo, la
encarnación de la herencia cultural que ya supera los cinco siglos de existencia
y bajo ninguna circunstancia debiera ser abandonada, tirada a su suerte,
mezclada entre la hojarasca de la modernidad.
En esa línea de proceder
resulta estimulante y ejemplarizante el esfuerzo que realiza el Club de Leones
de Guararé, organización de larga data, cuyos frutos múltiples son difíciles de
emular. En especial, en una sociedad como la peninsular, mucho más volcada a la
jarana por la jarana misma, al deporte como mercancía y distracción de
problemas vitales, o a la simple loa de algunos políticos efímeros y
coyunturales.
La mancuerna, entre
esta noble organización de la sociedad civil y el Festival Nacional de La
Mejorana, es la ruta para seguir, un sendero que ya tiene más de medio siglo de
transitar. Los leones rugen desde Guararé, esta vez en la sabana antropógena, a
la orilla del río homónimo, no solo de Manuel y Dora, sino de los cantadores de
mejorana, de los escritores de décimas con quienes la nación aún está en deuda.
La publicación de
DÉCIMAS DE ORO, en poco menos de cien páginas, compendia las décimas ganadoras
de concurso que anualmente el Club de Leones guarareño convoca en el marco del
Festival Nacional de La Mejorana. Con muy buen tino las décimas vienen
precedidas de comentarios de Mara Olimpia García Castillero, David Vergara
García y Antonio Pinzón Del Castillo. Sin olvidar el aporte, en otros avatares
de Melvin Espino y Rogelio Bustamante. Así como la presencia solidaria del
equipo directivo y el resto de los Hermanos Leones.
Desde todo punto de
vista la presentación del libro es un rotundo acierto. Y luce no solo certero,
sino oportuno. Nace en plena coyuntura histórica de la globalización, del
encuentro con otros mundos, cuando la evolución de la cultura es inevitable y
necesaria, y debemos asumir el riesgo de desdibujar la personalidad colectiva
que heredamos de nuestros antepasados.
Nadie duda que hay
que abrirse al mundo, al desafío que ya avizoraba el ente folk de antaño y que,
por ausencia de una teoría integral y explicativa, quedó registrado en las
décimas de Min Domínguez, Ubaldino García y otros cultores del género. Y como
no podemos construir en Divisa una muralla China para contener el cambio social
y cultural, lo inteligente estriba en sostener, conservar y proyectar aquellos
elementos estructurales de la cultura criolla.
Entre tales
elementos fundamentales brilla la décima escrita y cantada. Para ese logro necesitamos
no sólo investigación seria y bien pensada, alejada de fanatismos y de deseos
de figuración, sino la existencia de políticas de Estado y de mecenas que estén
dispuestos a apostar por la inteligencia, el buen gusto y la valoración de lo
que somos.
A la décima la
amenaza no solo el influjo de lo foráneo, en lo que el mismo pudiera tener de
negativo, sino desde el mismo guacho cultural que proviene de nuestra propia
sociedad peninsular, hedonista y excesivamente fiestera. Al contrario de lo que
observamos, debemos permitir que fluya la décima auténticamente popular, aún
con imperfecciones métricas y gramaticales, paralelamente a esa otra de corte
académico o culto. La última, la de toga y birrete, no debe arrinconar a la de pollera
y camisilla. Aquí vale aquella sabiduría popular que pregona: “Cada loro en su
estaca”.
Debemos comprender que
nuestra defensa radica en la existencia de ambas, en un mundo en el que las
emociones se divorcian de la razón; porque en el siglo XXI hay muchas cosas en
el asador. Esperemos que triunfe la inteligencia, que la décima y la copla
sigan siendo nuestro estandarte, porque ellas abanderan el canto de lo que
fuimos, somos y deberíamos ser. Como santeño y guarareño me alegra que el Club
de Leones haga coro en la tuna correcta y que camine al lado de su gente. Ese
es su deber institucional, llevar en la diestra una vela encendida y en la
izquierda, acurrucado contra el pecho, el libro de décimas. La tuna de la
inteligencia no puede dejar de cantar, porque la décima es el cuenco en el que
se cobija la panameñidad.
…….mpr…
5/VII/2022
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