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17 agosto 2008

EN MEMORIA DE UNA OREJANA EJEMPLAR

Ahora llueve sobre el campus del Centro Universitario, se moja la grama y se posa sobre mi ventana el mismo ruiseñor que durante largos años me ha acompañado en la oficina de siempre. Canta y su gorjeo no tiene el encanto de ayer, será porque se marchitaron las flores de mi jardín interior.

Pienso en ti, jardinera de mi vida. En tu figura pequeña y en tus pasos cansados de transitar la casa, el rancho, el patio y el portal. Tengo que recordarte como lo que fuiste: campesina de escuela primaria, compañera de mi padre, madre de tres hijos y forjadora de un apellido que me llevaré a la tumba.

Ya sé que no te encontraré el domingo, ni me llamarás al trabajo para decirme el número de la buena suerte, regalarme la camisa que me hace falta o preguntar por la nieta que tanto amaste. Es decir, para llenarme la vida con esas pequeñas atenciones que son las que realmente importan.

Sí, ahora comprendo lo que quería decir Unamuno cuando se refería a que le dolía el cogollo del corazón. Hay cosas que no se pueden expresar, que se sienten y nada más. Una cosa es la razón y otra el sentimiento; se puede pensar lo que se siente, pero no necesariamente sentir lo que se piensa.

Uno cree que los suyos le van a durar toda la vida, luego viene la Parca y le hace añicos sus proyectos nunca acabados y sus ilusiones de siempre. Entonces, todo lo cotidiano adquiere una dimensión que nunca sospechaste. Y hay que vivir de recuerdos para que la realidad de las cosas no te griten la ausencia.

Cuando florezcan los macanos y los madroños vistan sus mejore galas, sabré que estás allí para alentarme en mis sueños de Quijote o en mis cansancios de Sancho. Ahora confirmo lo que siempre supuse, que ambos guardamos nuestra complicidad de campesinos, de orejanos innatos por los senderos de La Guaca y el camino a la escuela con los zapatos enlodados y la mochila al hombro.

Confieso mi orgullo de hombre de pueblo, el haber venido al mundo de tu vientre rural y transitar el tiempo entre las brisas veraniegas de diciembre.

Siempre me dijiste que no te gustaba el invierno porque el canto de los pájaros, en los coposos árboles de nuestro patio, te entristecía y te ponían melancólica. Tenías razón, todo sucedió en un septiembre melancólico. En el mes de la patrona pueblerina de donde mis abuelos calcaron tu nombre: Mercedes. Septiembre, mes lluvioso del 88.

Uno tiene tantas cosas de los padres. De ti el amor a la naturaleza. Usted, una mujer que adoraba las flores, colocaba vasijas con agua y regaba arroz en el patio para que los azulejos y tórtolas no se murieran de hambre en verano. Eso, que viví en mi casa, ha sido más decisivo que todos los libros y ensayos sociológicos.

Todo aquello fue posible con mi padre, esa otra parte de ti con la que compartiste cuarenta años de vida. No será fácil para él, se repondrá porque para quien ama sin egoísmos las satisfacciones vividas son un consuelo.

Tenía que decirte estas cosas, Madre, ponértelas en blanco y negro para que las leas en algún sitio o las reproduzcas sobre los pétalos de las rosas rojas que, en el jardín de nuestra casa, extrañan tu presencia.

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