Aquella noche el médico de turno del Hospital Panamá anotó la fecha y motivo de defunción del paciente: 5 de febrero de 1959, 10:45 p.m., hemorragia subaracnoidea, accidente cerebro vascular. En la habitación del nosocomio capitalino yacía un hombre moreno, de mediana estatura, que a juzgar por la cédula de identidad personal, había cumplido cuarenta y siete años, 10 meses y 21 días. El carné de identidad personal decía que se llamaba Rogelio Córdoba, cedulado 7-AV-25-579.
Así llegaba al último de sus días el canajagüeño que creyó en el acordeón, el mágico instrumento de pitos y fuelles que en los años cincuenta ya tenía un futuro prometedor. El acordeonista santeño nació en El Parador, Corregimiento del Mogollón, Distrito de Macaracas, el 15 de marzo de 1911, fruto del hogar formado por Gertrudis Córdoba y Fermín Cortés. En realidad debió apellidarse Cortés, pero por las formalidades religiosas de la época siempre llevó el apellido de su madre.
Luego de cincuenta años del suceso luctuoso, y con la objetividad que supone una distancia de medio siglo, se puede afirmar que en el aciago día murió el hombre y nació el mito. Desde entonces creció la leyenda del interiorano que había tenido el coraje de retar la hegemonía del violín y encumbrar los sonidos del acordeón. Sin percatarse Gelo Córdoba fue un signo profético de los nuevos tiempos. Lo suyo representó no sólo la ruptura con la música que bailaban los grupos que en la Península se sentían herederos de un supuesto abolengo español, su vida demuestra que nuevas fuerzas sociales demandaban otro tipo de sociedad, menos elitista y más popular.
Hay que recordar que el acordeón, hasta la primera mitad del Siglo XX, era casi un paria en nuestra tierra interiorana. En los años cuarenta, por ejemplo, nadie que se respetase acudía a un baile amenizado con el instrumento; la gente de “bien” prefería los pasillos, danzas, contradanzas y otras modalidades de la música de salón. Sin embargo, lo irónico y paradójico de la historia del acordeón consiste en percatarse que éste probablemente llegó a tierras santeñas de la mano de la Iglesia Católica, para amenizar eventos de tipo sacro, modificando los gustos musicales de la sociedad campesina de finales del Siglo XIX. La fecha más antigua de su arribo data del año 1885, cuando los sacerdotes Manuel Terrientes y Ubaldino Córdoba contratan a un acordeonista barranquillero (Cruz Montesinos Flores) para que amenizara los eventos religiosos en sus respectivas parroquias, las de Santa Liberata y la Virgen de Las Mercedes. Este fue el inicio de una imparable dinámica social que tiene a Rogelio “Gelo” Córdoba y a Dorindo Cárdenas como las cumbres más visibles de ese proceso.
Debo decir que la transición no fue fácil para un hombre como Gelo, un simple campesino de la falda del Canajagua, carente de formación educativa y proveniente de un estrado social que no gozaba de reconocimiento comunitario. Al contrario, por aquellas calendas ser campesino era un estigma, en especial si el orejano procedía de la sierra santeña. El muchacho del Canajagua había nacido en las estribaciones del cerro, pero para fortuna propia su código genético tenía la impronta Córdoba-Cortés, familias que han demostrado poseer una envidiable vena musical.
La primera experiencia musical la tuvo con sus padres, Gertrudis y Fermín, que al parecer dominaban el violín y algo del acordeón. Se dice que un papel fundamental lo desempeñó su tío, Sacramento Córdoba, de quien recibió las primeras clases sobre el uso del instrumento. De hecho Gelo se inició con el violín, instrumento con el que amenizó algunos “entierros de angelitos”, como antaño llamaban a los ritos religiosos ligados al sepelio de los infantes.
El tiempo que transcurre entre su vida en El Mogollón y el resurgir del acordeón aún no está bien documentado. Sabemos que Gelo es producto de un siglo en donde se producen grandes transformaciones sociales. Hay que tener presente el nacimiento de la república, la construcción de la carretera de Porras, la llegada de maestros y médicos, el arribo de las emisoras de radio y el desarrollo de los colegios secundarios. En fin, el despertar de una región que entraba en contacto con un nuevo amanecer y era portadora de un hombre interiorano que no se contentaban con el mundo que había heredado de la Colonia, ni mucho menos con los altibajos del período de unión a Colombia. Por eso el acordeón de Gelo, más que ser portador de aires musicales, grita al mundo el orgullo de un campesinado que no se avergüenza de serlo y que durante el Siglo XX contribuyó a sentar los cimientos de la identidad cultural del panameño.
Hay que comprender que Gelo llega a la cima de su popularidad a finales de los años cuarenta y durante la década del cincuenta del Siglo XX, la época de oro del Festival Nacional de La Mejorana. El santeño se hizo como músico en los años treinta, junto a coterráneos como Artemio de Jesús Córdoba López (1896), Francisco “Chico Purio” Ramírez (1902), Escolástico “Colaco” Cortéz (1904), Abraham Vergara Cedeño (1905), Clímaco Batista (1907) y Paris Vásquez (1909). La lista no termina, porque también deberíamos incluir a Ulpiano “Sombre” Herrera, Tobías Plicet, Miguel Leguísamo, Antonio “Toñito” Sáez, Justino Cortés (“Cortecito”) y José de La Rosa Cedeño, entre otros. Me refiero al momento memorable cuando nacen las cantantes Catalina del Carmen Carrasco Aguilar (1919, “Catita de Panamá”) y Eneida Cedeño (1923, “La Morenita de Purio”). En 1920, Clodomiro Juárez (“Compa Chelo”) estrena su primer pañal en Lajamina de Pocrí. También hay que decir que en 1899 nace un hombre, que sin ser músico y por su formación intelectual, comprendió a plenitud el papel de Gelo y de la brillante camada de músicos santeños. Me refiero al Dr. Manuel Fernando de Las Mercedes Zárate, padre del folclor y creador del Festival Nacional de la Mejorana.
Estamos ante un momento irrepetible de la música popular panameña, porque la región tiene en el anterior grupo a una pléyade de compositores que crecieron con el violín y que encontraron en las candencias del acordeón de Gelo una forma de proyectarse a una audiencia más numerosa. El hijo de Gertrudis retomó ese cúmulo de piezas orejanas para que retumbaran a nivel nacional creaciones como Canajagua Azul, Conejo Muleto, Arroz con Mango, Amorcito Lindo y una larga lista de producciones musicales, algunas de ellas de su propia autoría. Y hay que decir que él no está sólo en ese caminar, porque ya existen otros acordeonistas que le retan en su desempeño. La región recuerda a los acordeonistas Juan Rodríguez y Claudio Castillo, personajes que alguna vez han de ser rescatados del olvido. En efecto, el hombre nacido en el Canajagua no está sólo en el patio, pero cuando ejecuta El Mogollón la gente vibra al son de sus cadencias, porque hay derroche de vitalidad en ellas, como si toda la energía del santeño de repente se convirtiera en arrebato musical. La pieza que inmortaliza a Gelo sólo es comparable con Los Sentimientos del Alma, de Francisco “Chico Purio” Ramírez, que a diferencia del Mogollón, es todo suspiro, melancolía, amor no correspondido y congoja del alma campesina.
Al inicio el músico santeño no tenía un conjunto de planta y como apenas existían carreteras y el transporte era escaso, los integrantes del conjunto viajaban, cada uno por su cuenta, en “chivas” o a caballo cuando el toque era en poblados como Macaracas, que para aquellas calendas apenas podía comunicarse con los pueblos de la costa. El músico era versátil porque al inicio en sus bailes se escuchaba el violín y el acordeón. Para él daba lo mismo tocar una curacha montañera que amenizar un local de la costa. Don Rogelio hermanó al hombre de la montaña y de la costa con Carretera al Canajagua, La Viudita Templá, Todo en la vida pasa y Sinceridad. Sin embargo, eran tiempos de pagos exiguos, B/27.00 tocando desde las 7 de la noche hasta la madrugada. B/ 10.00 para Gelo, B/7.00 para el guitarrista, B/5.00 para el timbalero y B/2.00 para el guarachero. Esa suma ascendió a B/150.00 cuando a finales de la década del cincuenta su corazón dejó de latir. Como curiosidad digamos que un bailador pagaba B/0.40 por toda una noche de farra. Y Gelo estaba allí, sentado en su taburete, tocando su acordeón de dos chorros o hileras, mientras aspiraba el cigarrillo que se consumía entre sus labios, hasta que ya no quedaba más del tabaco y la pieza llegaba a su fin.
Con el tiempo el acordeonista tuvo un conjunto que denominó "Pluma Negra", al parecer una ocurrencia de un integrante del conjunto (Argelio “Yeyo” Bernal) al percatarse que, con la excepción del guitarrero, todos eran morenos, descendientes de negros afrocoloniales. Para estas calendas ya Gelo había recibido clases de música en Chitré y se las arreglaba para leer el pentagrama. Su fama creció con el tiempo y ello le permitió incursionar en las emisoras de radio, tales los casos de Radio Panamericana, en la Ciudad Capital y la chitreana Radio Provincias. Luego algunos de su éxitos fueron llevados al acetato y se convirtió en un imán que atraía a los melómanos en los jardines de la Ciudad de Panamá, David, Villa de Los Santos, Macaracas, Las Tablas, Pesé, etc. En el archifamoso Festival Nacional de La Mejorana, no pocos recuerdan cómo Gelo llenaba el local del recordado empresario de fiestas Don Alexis “Beby” Jiménez.
En edad tempana la muerte sorprende a Gelo, mientras en la Ciudad de Panamá se preparaba para amenizar los carnavales del mes de febrero de 1959. Hay que decir que su desaparición física cambió la historia de la música popular panameña, porque le permitió al país tener su primer mito musical; la primera leyenda que creció como la sombra que proyecta el Canajagua cuando muere la tarde. Desde ese día Gelo se convirtió en referente musical del acordeón, en el personaje que acompaña a su pueblo más allá de su muerte. Así los entendió el Dr. Manuel F. Zárate y el grupo de guarareños que crearon el concurso Rogelio “Gelo” Córdoba, justo en el año de su fallecimiento. Una entre muchas visiones de patria nacidas de las entrañas de la cultura de los orejanos. Después de Gelo el acordeón nunca volvió a estar agazapado en las cantinas, temeroso de su poder y creatividad, como si su música fuera una afrenta a la patria y a la región del Dr. Belisario Porras Barahona. Hay más, pareciera que la desaparición física del músico se constituye en una ofrenda póstuma a su instrumento, como si fuera necesario que él dejara de existir para que el acordeón se tomara el Siglo XX y lo que transcurre de la presente centuria. Entonces vemos aparecer el nuevo relevo del acordeón y desde la campiña sedienta de patria asoman su faz los acordeones de Dorindo “El Poste de Macano Negro” Cárdenas, Roberto “Fito” Espino, Dagoberto “Yin” Carrizo, Alfredo “Fello” Escudero, Osvaldo “El Escorpión de Paritilla” Ayala, Ceferino “El Titán de las Américas” Nieto, Victorio “El Tigre de la Candelaria” Vergara y muchos otros que han dado luz y brillo a la música popular panameña.
El genial acordeonista santeño es más que un músico, constituye un componente relevante de todo un proceso social que conduce a la conformación y defensa de la identidad nacional. Apareció con el nacer de la república, al parecer por designio del Altísimo, para acompañarla. Para que los ritmos foráneos no hicieran de los panameños una cosa, un ser culturalmente amorfo, carente de objetivos y de dirección. En este sentido su acordeón fue rebelde, campesino, contrahegemónico, democrático y sembró un liderazgo musical que ha marcado la historia del Istmo.
A veces afirmamos que Gelo ha muerto, pero en el fondo del corazón nos resistimos a creerlo. Porque sabemos que su presencia está en el Festival de La Mejorana, en el compositor inspirado en aquella tarde con ocasos de oro y en ese Canajagua, guardián de la cultura regional y emblema del santeñismo. Claro que el santeño fue un músico, pero a su manera estuvo en la siembra de banderas de 1958, en los sucesos de enero de 1964 y algunos lo sentimos con su acordeón al hombro el día de la reversión canalera.
He aquí a un panameño paradigmático, un hombre valioso que desde las faldas de Canajagua salvaguardó nuestra cultura campesina y gritó al mundo nuestro orgullo patrio. Ya sé que hay quien defiende al país inmolándose en Estocolmo (convirtiéndose en una antorcha humana para que los demás vivamos con decoro), que otros lo hacen en Cerro Tute con su fusil al hombro, así como una madre hace patria derramando amor sobre sus hijos. En cambio, Gelo cantó al país desde la hondonada de los cerros y la espesura de los bosques y aunque no lo quiso se ha convertido en una leyenda campesina, igual que un tal “Francisco el hombre” allá en la costa caribeña, en La Guajira colombiana.
En efecto, dicen que murió en 1959, pero no termino de creérmelo, porque el 15 de marzo de 2011 conmemoraremos el primer centenario de su nacimiento. Espero que ese día los panameños nos volquemos a la calle, publiquemos libros, organicemos mesas redondas, hagamos documentales sobre su vida, bailemos, toquemos el acordeón y sintamos en carne propia el llamado de la tierra.
Los panameños que valoramos su legado, miramos el Canajagua y nos parece sentir el latido del corazón del cerro y, muy en la distancia, como un eco entre la serranía, el sonido melancólico del acordeón. Entonces comprendemos que Gelo únicamente morirá el día que no se escuche El Mogollón, cuando los panameños silencien sus acordeones y el Canajagua deje de gritarnos que en la campiña santeña nació el más grande pionero de la música de acordeones del Istmo.
* Texto redactado en las faldas de Cerro El Barco, Villa de Los Santos, 22 de enero de 2009.
Disertación en Guararé, el 5 de febrero de 2009, en el homenaje tributado a Rogelio “Gelo” Córdoba por el Patronato del Festival Nacional de La Mejorana.
Así llegaba al último de sus días el canajagüeño que creyó en el acordeón, el mágico instrumento de pitos y fuelles que en los años cincuenta ya tenía un futuro prometedor. El acordeonista santeño nació en El Parador, Corregimiento del Mogollón, Distrito de Macaracas, el 15 de marzo de 1911, fruto del hogar formado por Gertrudis Córdoba y Fermín Cortés. En realidad debió apellidarse Cortés, pero por las formalidades religiosas de la época siempre llevó el apellido de su madre.
Luego de cincuenta años del suceso luctuoso, y con la objetividad que supone una distancia de medio siglo, se puede afirmar que en el aciago día murió el hombre y nació el mito. Desde entonces creció la leyenda del interiorano que había tenido el coraje de retar la hegemonía del violín y encumbrar los sonidos del acordeón. Sin percatarse Gelo Córdoba fue un signo profético de los nuevos tiempos. Lo suyo representó no sólo la ruptura con la música que bailaban los grupos que en la Península se sentían herederos de un supuesto abolengo español, su vida demuestra que nuevas fuerzas sociales demandaban otro tipo de sociedad, menos elitista y más popular.
Hay que recordar que el acordeón, hasta la primera mitad del Siglo XX, era casi un paria en nuestra tierra interiorana. En los años cuarenta, por ejemplo, nadie que se respetase acudía a un baile amenizado con el instrumento; la gente de “bien” prefería los pasillos, danzas, contradanzas y otras modalidades de la música de salón. Sin embargo, lo irónico y paradójico de la historia del acordeón consiste en percatarse que éste probablemente llegó a tierras santeñas de la mano de la Iglesia Católica, para amenizar eventos de tipo sacro, modificando los gustos musicales de la sociedad campesina de finales del Siglo XIX. La fecha más antigua de su arribo data del año 1885, cuando los sacerdotes Manuel Terrientes y Ubaldino Córdoba contratan a un acordeonista barranquillero (Cruz Montesinos Flores) para que amenizara los eventos religiosos en sus respectivas parroquias, las de Santa Liberata y la Virgen de Las Mercedes. Este fue el inicio de una imparable dinámica social que tiene a Rogelio “Gelo” Córdoba y a Dorindo Cárdenas como las cumbres más visibles de ese proceso.
Debo decir que la transición no fue fácil para un hombre como Gelo, un simple campesino de la falda del Canajagua, carente de formación educativa y proveniente de un estrado social que no gozaba de reconocimiento comunitario. Al contrario, por aquellas calendas ser campesino era un estigma, en especial si el orejano procedía de la sierra santeña. El muchacho del Canajagua había nacido en las estribaciones del cerro, pero para fortuna propia su código genético tenía la impronta Córdoba-Cortés, familias que han demostrado poseer una envidiable vena musical.
La primera experiencia musical la tuvo con sus padres, Gertrudis y Fermín, que al parecer dominaban el violín y algo del acordeón. Se dice que un papel fundamental lo desempeñó su tío, Sacramento Córdoba, de quien recibió las primeras clases sobre el uso del instrumento. De hecho Gelo se inició con el violín, instrumento con el que amenizó algunos “entierros de angelitos”, como antaño llamaban a los ritos religiosos ligados al sepelio de los infantes.
El tiempo que transcurre entre su vida en El Mogollón y el resurgir del acordeón aún no está bien documentado. Sabemos que Gelo es producto de un siglo en donde se producen grandes transformaciones sociales. Hay que tener presente el nacimiento de la república, la construcción de la carretera de Porras, la llegada de maestros y médicos, el arribo de las emisoras de radio y el desarrollo de los colegios secundarios. En fin, el despertar de una región que entraba en contacto con un nuevo amanecer y era portadora de un hombre interiorano que no se contentaban con el mundo que había heredado de la Colonia, ni mucho menos con los altibajos del período de unión a Colombia. Por eso el acordeón de Gelo, más que ser portador de aires musicales, grita al mundo el orgullo de un campesinado que no se avergüenza de serlo y que durante el Siglo XX contribuyó a sentar los cimientos de la identidad cultural del panameño.
Hay que comprender que Gelo llega a la cima de su popularidad a finales de los años cuarenta y durante la década del cincuenta del Siglo XX, la época de oro del Festival Nacional de La Mejorana. El santeño se hizo como músico en los años treinta, junto a coterráneos como Artemio de Jesús Córdoba López (1896), Francisco “Chico Purio” Ramírez (1902), Escolástico “Colaco” Cortéz (1904), Abraham Vergara Cedeño (1905), Clímaco Batista (1907) y Paris Vásquez (1909). La lista no termina, porque también deberíamos incluir a Ulpiano “Sombre” Herrera, Tobías Plicet, Miguel Leguísamo, Antonio “Toñito” Sáez, Justino Cortés (“Cortecito”) y José de La Rosa Cedeño, entre otros. Me refiero al momento memorable cuando nacen las cantantes Catalina del Carmen Carrasco Aguilar (1919, “Catita de Panamá”) y Eneida Cedeño (1923, “La Morenita de Purio”). En 1920, Clodomiro Juárez (“Compa Chelo”) estrena su primer pañal en Lajamina de Pocrí. También hay que decir que en 1899 nace un hombre, que sin ser músico y por su formación intelectual, comprendió a plenitud el papel de Gelo y de la brillante camada de músicos santeños. Me refiero al Dr. Manuel Fernando de Las Mercedes Zárate, padre del folclor y creador del Festival Nacional de la Mejorana.
Estamos ante un momento irrepetible de la música popular panameña, porque la región tiene en el anterior grupo a una pléyade de compositores que crecieron con el violín y que encontraron en las candencias del acordeón de Gelo una forma de proyectarse a una audiencia más numerosa. El hijo de Gertrudis retomó ese cúmulo de piezas orejanas para que retumbaran a nivel nacional creaciones como Canajagua Azul, Conejo Muleto, Arroz con Mango, Amorcito Lindo y una larga lista de producciones musicales, algunas de ellas de su propia autoría. Y hay que decir que él no está sólo en ese caminar, porque ya existen otros acordeonistas que le retan en su desempeño. La región recuerda a los acordeonistas Juan Rodríguez y Claudio Castillo, personajes que alguna vez han de ser rescatados del olvido. En efecto, el hombre nacido en el Canajagua no está sólo en el patio, pero cuando ejecuta El Mogollón la gente vibra al son de sus cadencias, porque hay derroche de vitalidad en ellas, como si toda la energía del santeño de repente se convirtiera en arrebato musical. La pieza que inmortaliza a Gelo sólo es comparable con Los Sentimientos del Alma, de Francisco “Chico Purio” Ramírez, que a diferencia del Mogollón, es todo suspiro, melancolía, amor no correspondido y congoja del alma campesina.
Al inicio el músico santeño no tenía un conjunto de planta y como apenas existían carreteras y el transporte era escaso, los integrantes del conjunto viajaban, cada uno por su cuenta, en “chivas” o a caballo cuando el toque era en poblados como Macaracas, que para aquellas calendas apenas podía comunicarse con los pueblos de la costa. El músico era versátil porque al inicio en sus bailes se escuchaba el violín y el acordeón. Para él daba lo mismo tocar una curacha montañera que amenizar un local de la costa. Don Rogelio hermanó al hombre de la montaña y de la costa con Carretera al Canajagua, La Viudita Templá, Todo en la vida pasa y Sinceridad. Sin embargo, eran tiempos de pagos exiguos, B/27.00 tocando desde las 7 de la noche hasta la madrugada. B/ 10.00 para Gelo, B/7.00 para el guitarrista, B/5.00 para el timbalero y B/2.00 para el guarachero. Esa suma ascendió a B/150.00 cuando a finales de la década del cincuenta su corazón dejó de latir. Como curiosidad digamos que un bailador pagaba B/0.40 por toda una noche de farra. Y Gelo estaba allí, sentado en su taburete, tocando su acordeón de dos chorros o hileras, mientras aspiraba el cigarrillo que se consumía entre sus labios, hasta que ya no quedaba más del tabaco y la pieza llegaba a su fin.
Con el tiempo el acordeonista tuvo un conjunto que denominó "Pluma Negra", al parecer una ocurrencia de un integrante del conjunto (Argelio “Yeyo” Bernal) al percatarse que, con la excepción del guitarrero, todos eran morenos, descendientes de negros afrocoloniales. Para estas calendas ya Gelo había recibido clases de música en Chitré y se las arreglaba para leer el pentagrama. Su fama creció con el tiempo y ello le permitió incursionar en las emisoras de radio, tales los casos de Radio Panamericana, en la Ciudad Capital y la chitreana Radio Provincias. Luego algunos de su éxitos fueron llevados al acetato y se convirtió en un imán que atraía a los melómanos en los jardines de la Ciudad de Panamá, David, Villa de Los Santos, Macaracas, Las Tablas, Pesé, etc. En el archifamoso Festival Nacional de La Mejorana, no pocos recuerdan cómo Gelo llenaba el local del recordado empresario de fiestas Don Alexis “Beby” Jiménez.
En edad tempana la muerte sorprende a Gelo, mientras en la Ciudad de Panamá se preparaba para amenizar los carnavales del mes de febrero de 1959. Hay que decir que su desaparición física cambió la historia de la música popular panameña, porque le permitió al país tener su primer mito musical; la primera leyenda que creció como la sombra que proyecta el Canajagua cuando muere la tarde. Desde ese día Gelo se convirtió en referente musical del acordeón, en el personaje que acompaña a su pueblo más allá de su muerte. Así los entendió el Dr. Manuel F. Zárate y el grupo de guarareños que crearon el concurso Rogelio “Gelo” Córdoba, justo en el año de su fallecimiento. Una entre muchas visiones de patria nacidas de las entrañas de la cultura de los orejanos. Después de Gelo el acordeón nunca volvió a estar agazapado en las cantinas, temeroso de su poder y creatividad, como si su música fuera una afrenta a la patria y a la región del Dr. Belisario Porras Barahona. Hay más, pareciera que la desaparición física del músico se constituye en una ofrenda póstuma a su instrumento, como si fuera necesario que él dejara de existir para que el acordeón se tomara el Siglo XX y lo que transcurre de la presente centuria. Entonces vemos aparecer el nuevo relevo del acordeón y desde la campiña sedienta de patria asoman su faz los acordeones de Dorindo “El Poste de Macano Negro” Cárdenas, Roberto “Fito” Espino, Dagoberto “Yin” Carrizo, Alfredo “Fello” Escudero, Osvaldo “El Escorpión de Paritilla” Ayala, Ceferino “El Titán de las Américas” Nieto, Victorio “El Tigre de la Candelaria” Vergara y muchos otros que han dado luz y brillo a la música popular panameña.
El genial acordeonista santeño es más que un músico, constituye un componente relevante de todo un proceso social que conduce a la conformación y defensa de la identidad nacional. Apareció con el nacer de la república, al parecer por designio del Altísimo, para acompañarla. Para que los ritmos foráneos no hicieran de los panameños una cosa, un ser culturalmente amorfo, carente de objetivos y de dirección. En este sentido su acordeón fue rebelde, campesino, contrahegemónico, democrático y sembró un liderazgo musical que ha marcado la historia del Istmo.
A veces afirmamos que Gelo ha muerto, pero en el fondo del corazón nos resistimos a creerlo. Porque sabemos que su presencia está en el Festival de La Mejorana, en el compositor inspirado en aquella tarde con ocasos de oro y en ese Canajagua, guardián de la cultura regional y emblema del santeñismo. Claro que el santeño fue un músico, pero a su manera estuvo en la siembra de banderas de 1958, en los sucesos de enero de 1964 y algunos lo sentimos con su acordeón al hombro el día de la reversión canalera.
He aquí a un panameño paradigmático, un hombre valioso que desde las faldas de Canajagua salvaguardó nuestra cultura campesina y gritó al mundo nuestro orgullo patrio. Ya sé que hay quien defiende al país inmolándose en Estocolmo (convirtiéndose en una antorcha humana para que los demás vivamos con decoro), que otros lo hacen en Cerro Tute con su fusil al hombro, así como una madre hace patria derramando amor sobre sus hijos. En cambio, Gelo cantó al país desde la hondonada de los cerros y la espesura de los bosques y aunque no lo quiso se ha convertido en una leyenda campesina, igual que un tal “Francisco el hombre” allá en la costa caribeña, en La Guajira colombiana.
En efecto, dicen que murió en 1959, pero no termino de creérmelo, porque el 15 de marzo de 2011 conmemoraremos el primer centenario de su nacimiento. Espero que ese día los panameños nos volquemos a la calle, publiquemos libros, organicemos mesas redondas, hagamos documentales sobre su vida, bailemos, toquemos el acordeón y sintamos en carne propia el llamado de la tierra.
Los panameños que valoramos su legado, miramos el Canajagua y nos parece sentir el latido del corazón del cerro y, muy en la distancia, como un eco entre la serranía, el sonido melancólico del acordeón. Entonces comprendemos que Gelo únicamente morirá el día que no se escuche El Mogollón, cuando los panameños silencien sus acordeones y el Canajagua deje de gritarnos que en la campiña santeña nació el más grande pionero de la música de acordeones del Istmo.
* Texto redactado en las faldas de Cerro El Barco, Villa de Los Santos, 22 de enero de 2009.
Disertación en Guararé, el 5 de febrero de 2009, en el homenaje tributado a Rogelio “Gelo” Córdoba por el Patronato del Festival Nacional de La Mejorana.
Este fue un hombre grandioso, no solo por la herencia que le dejó al país, si no a su descendencia.
ResponderEliminarProfesor, hoy y siempre, marcará el derrotero de la interpretación de nuestra música, ejecutada en el acordeón, y en mi personal opinión, debe ser materia de estudio, en todas las escuelas, para que no se pierda nuestro legado cultural
ResponderEliminarGran artista , músico y compositor, y es icono de la música panameña
ResponderEliminarExcelente escrito dedicado a este pionero, sin duda dejó una huella indeleble a su paso.
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