Yo soy la
Península
y tengo no menos de 60 millones de años. Existo desde mucho antes que
apareciera Centroamérica. Y aunque no te lo parezca, antaño fui una isla en el
inmenso piélago marino, cuando los océanos Pacífico y Atlántico eran una sola
masa de agua. Debo decirte que me tomó milenios el poder crear la maravillosa vida
vegetal y animal que te rodea. Millones de años para que ahora puedas mirar un
árbol o tomarte un vaso de agua.
Con anterioridad
viví sin nombre, porque en verdad no lo necesitaba, ni los preciso aún. Sin
embargo, el homínido que cobijo por algún motivo se empeñó en ponerme un mote.
¡Tan fácil que es llamarme Península!, aunque me cuentan que hay otras parecidas
y que necesitan diferenciarme de ellas. Por eso me han apodado según los
accidentes geográficos de mi cuerpo; casi siempre un cerro, un río y hasta un
apellido: Azuero, Cubitá, Canajagua, Mensabé, etc. Y a lo mejor, por allí
aparecerán otros.
Mientras tanto,
¿sabes qué disfruto?, pues ver salir el sol, el orto, sentirme iluminada luego
de haber disfrutado el espectáculo de las estrellas. Temprano el astro rey se
levanta sobre la mar océano mientras los pájaros vuelan desde sus escondrijos
arbóreos. Allá, en los manglares, se escucha una alharaca de pericos y loros,
mientras cientos de garzas bolleras se mueven hacia el occidente, siempre
inquietas en pos de su alimento. Y en el mar los pelícanos y tijeretas arman
sus bandadas, emulando flechas que intentan herir a imaginarios
enemigos en el cielo.
Todas las
mañanas renace la vida y sobre la piel siento el trajinar de borrigueros,
sapos, culebras y otros reptiles que se mueven sobre mi panza… Mira, no me
molesta la hierba ni los árboles que tengo alojados sobre la tierra. Al contrario,
forman parte de mi existencia; se nutren de ella mientras yo disfruto del rocío
matutinal y me extasío con el
espectáculo multicolor de pájaros que vuelan y se posan sobre la rama de los
árboles. Todo es maravilloso en esta creación de la que soy parte y de la que
disfruto. Por allí escuché decir que mi heredad es obra de Dios; yo no lo discuto ni lo pongo en duda, solo
doy fe sobre lo sorprendente de estar vivo y poder ser una brizna en
el universo.
Los que me depredan
debieran comprender algo básico y fundamental: No se puede vivir escupiendo la
creación, porque tarde o temprano el escupitajo termina por involucrarnos en
ese mundo de impuras excrecencias.
Otras veces
atalayo desde las cimas del Canajagua, Quema, Hoya, Tijeras y me duele lo que
veo. Ellos cerros son las cumbres de mis tierras; titanes para los especímenes
que cargo sobre mi motete de rocas, tierra, ríos, quebradas, sabanas, bosques,
valles y desfiladeros. Y me conduelo del ser a quien llaman hombre, el homínido
que con apenas 12 mil años de existencia ya ha destruido en un siglo lo que forjé en tantas noches de desvelo. Aunque no siempre fue así, porque los primigenios habitantes deforestaron
y domeñaron el monte, pero lo dejaban en barbecho para que se reprodujera y
terminara por ser hermosa selva. En cambio, en los últimos quinientos años, la
codicia por la tierra y el pastoreo convirtieron en potrero lo que antes fue
berbesí.
Yo lo recuerdo y
lo miro todo, mientras en la zona austral el mar se llena de espumas y las olas
se estrellan contra los arrecifes, desde Punta Mala hasta Morro de Puerco,
Varadero y Restingue.
Ya lo vez, mi
mundo es grande y pequeño, porque apenas mido 80 kilómetros de ancho por 100 de
largo. Y aún así no me conocen a plenitud, quisiera que visitaran Torio,
Malena, Arenas, Quebro, Flores y otras perlas del occidente peninsular. A lo mejor
la dejadez geográfica la cauce mi protuberancia, ese lomo que se abulta en el Macizo
del Canajagua y que al partirme, separa a unos de otros. La costa de la
montaña.
Bien que lo sé,
el día que desde la cima de Cerro Quema aprendan a mirarme, a lo mejor
advertirán la maravilla que represento. ¡Qué portento!, el agua -que es vida-
fluye desde mis manantiales. Desde la noche de los tiempos ha sido gratuita y
yo sólo pido que respeten mis ríos: La Villa, Mensabé, Salado, Pedasí, Tonosí,
Pocrí, Quebro, Parita, Estivaná, Guararé y tantos caminos acuosos que viertan
su contenido al mar.
No reclamo nada
y lo entrego todo en un gesto que me ennoblece, pero que pocos comprenden. ¡Te
imaginas las miles de generaciones que he alimentado! Y aún así, pretenden convertirme
en desierto, como si yo fuera algo que se pueda desechar. En mala cosa están
estas gentes, porque cuando el oro se valora más que el gentío, señal es de que
algo no anda bien y que urge reflexionar ante la ausencia de un verdadero
proyecto de vida.
Yo soy la Península, la Madre Tierra, pero las cosas
se están poniendo feas. Mira los manglares destruidos y los ríos contaminados
(¡Pobre Mensabé, Guararé, La Villa y Estivaná!). Y qué decir de esas porquerizas
que expelen un tufo a marrano, o del paisano que destruye bosques y de ese otro
salvaje que mata venados, saínos, monos y cuanta criatura encuentre sobre mis
acongojadas tierras. Yo he sentido el latido de sus corazones, perseguidos por
perros y acosados por cazadores desalmados. He visto a cervatillos llorando
porque mataron a su madre o a la paisana
temerosa, muy quieta, rezando en la copa de los árboles. ¡Ah!, claro que me
duele tanta injusticia, pero siento la impotencia de quien mira cómo se le
agotan los días sin poder hacer nada.
No medejes morir, Yo soy la Península. ¡Qué más quieres de mí! Ya no puedo con la congoja y el desamor; también
quieren devorar mis entrañas, buscando oro y plata, cómo si el metal se comiera
y la vida dependiera de su pocesión. A veces he pensado, y luego me arrepiento,
que de todas la criaturas que he cobijado, el hombre es la más depravada, el
más desagradecido e irracional de los seres. Les he dado maíz, frutas, otros
animales para su subsistencia y no se sacia. Quiere más, mientras sueña con
oropel, alienta su hedonismo y asume ante la vida un materialismo que le corroe
el alma.
¡Pobre
hombrecito!, no tiene idea de lo que le espera. Yo soy la Península y sobreviviré, con este ropaje o con otro, con
su presencia o sin ella. Seré desierto, piélago o monte, qué más da; pero el
bípedo parlante se esfumará y cuando pasen los milenios, nadie recordará su angustiada
existencia.
Tú que puedes,
dile que aún estamos a tiempo, que hay una herencia que proteger, un patrimonio
que está en la obligación de custodiar, quizás con el mismo amor que le profesa
a sus hijos. Se lo digo yo, que Soy la
Península y que no quisiera que mis hijos perezcan devorados por su propia
codicia e insensibilidad humana.
Ya es hora, no
seas inclemente; anda, andariego peregrino, levántate y camina. Aún estás a
tiempo, aquí te espero, porque Yo soy la
Península, el soporte de tu vida.
…..mpr…
7/VII/2012
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