Lo acaecido con la literatura regional es de suyo interesante. No podemos
negar que nuestros escritores han realizado un esfuerzo por plasmar en las páginas
en blanco, cual si fuera lienzo pictórico, la cosmovisión del mundo, del
entorno en el que han nacido y morado. Porque en la península de Azuero, como
en el resto del país de don Justo, Porras, Hooper, Zárate, Sinán, Miró, Méndez
Pereira, Eda Nela y otros se ha producido un fenómeno similar, nadie escapa al
influjo de la cultura y la tierra en la que se crece.
Ya sabemos que, en la primera mitad del siglo XX, el filósofo español
José Ortega y Gasset escribió en su texto Meditaciones del Quijote, año
1914, aquello de: Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no
me salvo yo, frase que podríamos aplicar al literato que mora en el retazo
del patrio suelo que conocemos como Los Santos, Azuero, Herrera u otra
denominación que pudiéramos utilizar. Porque, al fin y al cabo, somos una
indisoluble unidad geográfica, histórica, cultural y sociológica, aunque
algunas mentes poco informadas insistan en dividirnos como si fuéramos la
sandía de sus deseos, la rodaja de sus sueños.
También sabemos que la literatura nuestra nació formalmente con el doctor
Belisario Porras Barahona, quien, en escrito memorable de 1881, describe al
habitante peninsular, el que para aquellas calendas era denominado orejano. Con
el opúsculo del mismo nombre (El orejano) arrancan las cogitaciones
sobre el ser que habita estos parajes interioranos. Y hay un tema poco
advertido en ese texto, porque existe en el estudio porrista un rasgo que se
replica a lo largo del siglo XX y aún en la centuria que transcurre. Me refiero
a la existencia de una soterrada melancolía, una como dolencia del alma,
añoranza peninsular que el coterráneo denomina congoja, con la cual quiere
expresar una nostalgia indefinida, fenómeno que los gallegos llaman morriña y,
saudade, los portugueses.
Al revisar los relatos de José Huerta en su libro Alma Campesina
(1930) esa visión está presente, porque sus cuadros costumbristas son más que
semblanzas rurales de su tierra peseense. Y ya que estamos por lares
herreranas, esa es la tónica en las descripciones de la vida estudiantil del
ocueño Ernesto Castillero Reyes, los cuentos de José María y Rodrigo Núñez
Quintero, también de la tierra del Tijera. Lo encuentra usted en los poemas de
Ofelia Hooper Polo, las musicales añoranzas de Bolívar Rodríguez, las acuarelas
de Ángel Santos Barrios, el golpe de cutarra en el baile con reminiscencia
indígena de los manitos y en los ensayos sobre genealogía que debemos a la
pluma de Alberto Arjona Osorio. Sin olvidar al monagrillero Sergio Pérez
Saavedra cantándole al río La Villa o a las espumas marineras de la playa El
Retén.
Todos los escritores peninsulares experimentan esa vuelta al ayer, al
arcano, acaso porque les aterra la crudeza de la modernidad y les duele en el
cogollo del corazón, como decía don Miguel de Unamuno, la destrucción de la
cultura campesina. Lo mismo vemos en los literatos santeños; desde Porras,
pasando por Zárate hasta Sergio González Ruiz, Antonio Moscoso Barrera, los
hermanos José del C. y Leonidas Saavedra Espino, Bolívar González, Luis Antonio
Barahona González, Roberto Pérez Franco, Manuel Moreno Arosemena y Oscar
Velarde Batista, entre otros.
En el género novela hay un mundo por describir. Existe abundante material
para recorrer la zona con la avidez propia de quien busca la identidad
cultural, esa personalidad colectiva mancillada en estos tiempos por canciones
irreverentes, acordeones de la alienación, miríada de reinados, festivales de
la intrascendencia, semanas del campesino sin campesinos, efemérides patrias
carentes de importancia, culecos a toda hora, espejismos económicos y folklore
adulterado.
Pienso en tres novelas que son hitos en la región. Tales los casos de Alma
de Azuero, que debemos a la creatividad de José del C. Saavedra Espino, Buchí
del pedasieño Antonio Moscoso Barrera y Espino Mensabé antes de Azuero,
que redactara el guarareño Leonidas Saavedra Espino. Las tres son banderas
literarias de nuestra zona y debieran ser lectura obligatoria en nuestros
centros de enseñanzas.
En todas estas cosas cavilo al ser testigo del nacimiento de otro aporte
literario que tiene por escenario la región de Azuero, porque El vuelo de la
golondrina de Rita Guillén González apuesta en la dirección que venimos
auscultando, la del área que se resiste a dejar de ser, la pequeña nación
peninsular que huele a marisma, tierra mojada, caracuchas en flor y el dulce
aroma de maíz espigado.
Yo no voy a contar aquí la trama del relato novelesco, porque para eso el
lector ávido sabrá dedicar el tiempo que estime. De lo que doy fe es del empeño
que la autora ha puesto en la obra. A lo
mejor habrá algo de autobiográfico en esos retazos de vida campesina, dado el
bucolismo inevitable con que miramos los comprovincianos la tierra de nuestra
infancia y juventud. La herrerana Rita ha vivido ese mundo y la novela describe
parajes, esperanzas, desamores, nostalgias y el conglomerado cultural que ella
sabe tejer con su cerebro, sensibilidad y con el empeño inevitable de parir un
libro. Porque de eso se trata, de poder ser fiel a ese incontenible impulso que
le permite al escritor colocar en la página lo que al parecer otro personaje
interior le va dictando, como si se tratara de la encarnación de otro ser que le hace partícipe de la confesión de una vida pasada.
Hay que aplaudir que la escritora de El vuelo de la golondrina
haya hecho lo posible por compartir con su público el fruto de su esfuerzo,
porque no pocos se contentan con dejarlo dormido en la gaveta del escritorio o
en el archivo del ordenador. La novela es una vuelta al hábito, ya casi en
decadencia, de vivir la cultura vernácula, por una especie de complejo o falsa
pose esnobista de mirar lo peninsular como un mundo desfasado y vernáculo, ahora
que la globalización mal comprendida y peor estudiada, nos hace olvidar que
muchas producciones inmortales nacen de la valoración de la cultura regional
que se torna universal. Dos gigantes de las letras, como el andaluz Federico
García Lorca o el colombiano Gabriel García Márquez, deben su grandeza, no solo
a su talento, sino a escribir sobre lo que tenían en sus narices: el canto del
gallo, las musas de los ríos, la hermosa expresión del paisano que transita la
calle con decenas de años a cuestas, la montaraz perdiz de llano o el habla
vernácula que deja en la historia un halo de misterio y de gusto por la vida.
El libro de Rita vale más de lo que cuesta, porque no se trata de un
conjunto de páginas sobre la que se deposita tinta, sino de una expresión de amor
hacia su pueblo, colectividad que no pocas veces vive atiborrada de elementos
distractores que le impiden valorar aquello que no es hedonismo y pragmatismo,
brutal sexualidad o aguardiente que obnubila el pensamiento.
El texto es oportuno y milita en dirección contraria al abuso de redes
sociales y pregona la necesidad de recuperar el libro como escaparate de la
inteligencia y la cultura regional. Nos dice que es posible y viable continuar
cantándole a lo nuestro, que la orejanidad está viva, que palpita entre los
personajes novelescos, entre la brisa de los campos que aún lucen cañaverales
con virulíes, canto de plataneras, campanillas veraneras y madroños en flor.
He leído la novela y me he sentido satisfecho del trabajo de Rita Guillén
González, complacido de que otra fémina, como en otro momento lo hicieron
Ofelia Hooper Polo y Zoraida Díaz, tenga el coraje de hacer volar su
pensamiento y creatividad. Y eso es lo correcto en estos tiempos convulsos,
porque necesitamos superar al ser eternamente quejumbroso, tener confianza en
nuestras potencialidades y apropiarnos del inquebrantable convencimiento de que
la orejanidad nunca muere, se transmuta, como en el El vuelo de la
golondrina, hermosa alegoría peninsular. En este día otra golondrina vuela,
se hace libro y Rita Guillén González es la madre de la criatura literaria,
para la satisfacción de la autora y regocijo de las letras herreranas,
santeñas, azuerenses, peninsulares.
…….mpr…
En las faldas de cerro El Barco a 3 de enero
de 2020
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