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04 enero 2020

LA LITERATURA PENINSULAR Y LA NOVELA DE RITA GUILLÉN





Lo acaecido con la literatura regional es de suyo interesante. No podemos negar que nuestros escritores han realizado un esfuerzo por plasmar en las páginas en blanco, cual si fuera lienzo pictórico, la cosmovisión del mundo, del entorno en el que han nacido y morado. Porque en la península de Azuero, como en el resto del país de don Justo, Porras, Hooper, Zárate, Sinán, Miró, Méndez Pereira, Eda Nela y otros se ha producido un fenómeno similar, nadie escapa al influjo de la cultura y la tierra en la que se crece.
Ya sabemos que, en la primera mitad del siglo XX, el filósofo español José Ortega y Gasset escribió en su texto Meditaciones del Quijote, año 1914, aquello de: Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo, frase que podríamos aplicar al literato que mora en el retazo del patrio suelo que conocemos como Los Santos, Azuero, Herrera u otra denominación que pudiéramos utilizar. Porque, al fin y al cabo, somos una indisoluble unidad geográfica, histórica, cultural y sociológica, aunque algunas mentes poco informadas insistan en dividirnos como si fuéramos la sandía de sus deseos, la rodaja de sus sueños.
También sabemos que la literatura nuestra nació formalmente con el doctor Belisario Porras Barahona, quien, en escrito memorable de 1881, describe al habitante peninsular, el que para aquellas calendas era denominado orejano. Con el opúsculo del mismo nombre (El orejano) arrancan las cogitaciones sobre el ser que habita estos parajes interioranos. Y hay un tema poco advertido en ese texto, porque existe en el estudio porrista un rasgo que se replica a lo largo del siglo XX y aún en la centuria que transcurre. Me refiero a la existencia de una soterrada melancolía, una como dolencia del alma, añoranza peninsular que el coterráneo denomina congoja, con la cual quiere expresar una nostalgia indefinida, fenómeno que los gallegos llaman morriña y, saudade, los portugueses.
Al revisar los relatos de José Huerta en su libro Alma Campesina (1930) esa visión está presente, porque sus cuadros costumbristas son más que semblanzas rurales de su tierra peseense. Y ya que estamos por lares herreranas, esa es la tónica en las descripciones de la vida estudiantil del ocueño Ernesto Castillero Reyes, los cuentos de José María y Rodrigo Núñez Quintero, también de la tierra del Tijera. Lo encuentra usted en los poemas de Ofelia Hooper Polo, las musicales añoranzas de Bolívar Rodríguez, las acuarelas de Ángel Santos Barrios, el golpe de cutarra en el baile con reminiscencia indígena de los manitos y en los ensayos sobre genealogía que debemos a la pluma de Alberto Arjona Osorio. Sin olvidar al monagrillero Sergio Pérez Saavedra cantándole al río La Villa o a las espumas marineras de la playa El Retén.
Todos los escritores peninsulares experimentan esa vuelta al ayer, al arcano, acaso porque les aterra la crudeza de la modernidad y les duele en el cogollo del corazón, como decía don Miguel de Unamuno, la destrucción de la cultura campesina. Lo mismo vemos en los literatos santeños; desde Porras, pasando por Zárate hasta Sergio González Ruiz, Antonio Moscoso Barrera, los hermanos José del C. y Leonidas Saavedra Espino, Bolívar González, Luis Antonio Barahona González, Roberto Pérez Franco, Manuel Moreno Arosemena y Oscar Velarde Batista, entre otros.
En el género novela hay un mundo por describir. Existe abundante material para recorrer la zona con la avidez propia de quien busca la identidad cultural, esa personalidad colectiva mancillada en estos tiempos por canciones irreverentes, acordeones de la alienación, miríada de reinados, festivales de la intrascendencia, semanas del campesino sin campesinos, efemérides patrias carentes de importancia, culecos a toda hora, espejismos económicos y folklore adulterado.
Pienso en tres novelas que son hitos en la región. Tales los casos de Alma de Azuero, que debemos a la creatividad de José del C. Saavedra Espino, Buchí del pedasieño Antonio Moscoso Barrera y Espino Mensabé antes de Azuero, que redactara el guarareño Leonidas Saavedra Espino. Las tres son banderas literarias de nuestra zona y debieran ser lectura obligatoria en nuestros centros de enseñanzas.
En todas estas cosas cavilo al ser testigo del nacimiento de otro aporte literario que tiene por escenario la región de Azuero, porque El vuelo de la golondrina de Rita Guillén González apuesta en la dirección que venimos auscultando, la del área que se resiste a dejar de ser, la pequeña nación peninsular que huele a marisma, tierra mojada, caracuchas en flor y el dulce aroma de maíz espigado.
Yo no voy a contar aquí la trama del relato novelesco, porque para eso el lector ávido sabrá dedicar el tiempo que estime. De lo que doy fe es del empeño que la autora ha puesto en la obra.  A lo mejor habrá algo de autobiográfico en esos retazos de vida campesina, dado el bucolismo inevitable con que miramos los comprovincianos la tierra de nuestra infancia y juventud. La herrerana Rita ha vivido ese mundo y la novela describe parajes, esperanzas, desamores, nostalgias y el conglomerado cultural que ella sabe tejer con su cerebro, sensibilidad y con el empeño inevitable de parir un libro. Porque de eso se trata, de poder ser fiel a ese incontenible impulso que le permite al escritor colocar en la página lo que al parecer otro personaje interior le va dictando, como si se tratara de la encarnación de otro ser que le hace partícipe de la confesión de una vida pasada.
Hay que aplaudir que la escritora de El vuelo de la golondrina haya hecho lo posible por compartir con su público el fruto de su esfuerzo, porque no pocos se contentan con dejarlo dormido en la gaveta del escritorio o en el archivo del ordenador. La novela es una vuelta al hábito, ya casi en decadencia, de vivir la cultura vernácula, por una especie de complejo o falsa pose esnobista de mirar lo peninsular como un mundo desfasado y vernáculo, ahora que la globalización mal comprendida y peor estudiada, nos hace olvidar que muchas producciones inmortales nacen de la valoración de la cultura regional que se torna universal. Dos gigantes de las letras, como el andaluz Federico García Lorca o el colombiano Gabriel García Márquez, deben su grandeza, no solo a su talento, sino a escribir sobre lo que tenían en sus narices: el canto del gallo, las musas de los ríos, la hermosa expresión del paisano que transita la calle con decenas de años a cuestas, la montaraz perdiz de llano o el habla vernácula que deja en la historia un halo de misterio y de gusto por la vida.
El libro de Rita vale más de lo que cuesta, porque no se trata de un conjunto de páginas sobre la que se deposita tinta, sino de una expresión de amor hacia su pueblo, colectividad que no pocas veces vive atiborrada de elementos distractores que le impiden valorar aquello que no es hedonismo y pragmatismo, brutal sexualidad o aguardiente que obnubila el pensamiento.
El texto es oportuno y milita en dirección contraria al abuso de redes sociales y pregona la necesidad de recuperar el libro como escaparate de la inteligencia y la cultura regional. Nos dice que es posible y viable continuar cantándole a lo nuestro, que la orejanidad está viva, que palpita entre los personajes novelescos, entre la brisa de los campos que aún lucen cañaverales con virulíes, canto de plataneras, campanillas veraneras y madroños en flor.
He leído la novela y me he sentido satisfecho del trabajo de Rita Guillén González, complacido de que otra fémina, como en otro momento lo hicieron Ofelia Hooper Polo y Zoraida Díaz, tenga el coraje de hacer volar su pensamiento y creatividad. Y eso es lo correcto en estos tiempos convulsos, porque necesitamos superar al ser eternamente quejumbroso, tener confianza en nuestras potencialidades y apropiarnos del inquebrantable convencimiento de que la orejanidad nunca muere, se transmuta, como en el El vuelo de la golondrina, hermosa alegoría peninsular. En este día otra golondrina vuela, se hace libro y Rita Guillén González es la madre de la criatura literaria, para la satisfacción de la autora y regocijo de las letras herreranas, santeñas, azuerenses, peninsulares.

…….mpr…
En las faldas de cerro El Barco a 3 de enero de 2020

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