“Si
me querei porque no me tumbai
O
es que tenei pena de mi
O
es que querei que te tumbe yo
Dame
la mano por favor”
Mucho se ha hablado y escrito sobre el 3 de noviembre de 1903, histórico momento que recuerda la separación de Panamá de Colombia. Tanto, que en la mayoría de los distritos se ha hecho costumbre celebrar las llamadas adhesiones, eventos que en verdad acontecieron, pero que de alguna manera no tienen la relevancia que se les atribuye. Y es que noviembre se ha convertido en el mes de la patria, como comentan algunos, y no pueden faltar en la fecha los supuestos gritos, salomas libertarias que pululan por el suelo patrio y que emulan la vocinglería de la vernácula festividad de la junta de embarra, la cosecha de arroz o la tala para el sembradío.
En
efecto, conmemorar la efeméride se ha hecho común, al punto que el evento
festivo termina opacando la trascendencia del hecho histórico y se reduce,
muchas veces, a la joven que mueve la pollera, la reina del evento, la carroza
de carnaval, sin carnaval, o al ritmo pegajoso de los tambores y cornetas. Pero
no más de allí, porque el hedonismo, la búsqueda del placer, siempre ha sido
más poderosa que la razón ilustrada, así como la excusa perfecta para camuflar
intenciones no tan patrióticas.
Sin
embargo, el 3 de noviembre no es únicamente la invención de un grupo de hombres
movidos por razones crematísticas, ni tampoco el puro corazón rebosante de patriótico
sentimiento. La fecha es un hecho social y como tal ha de ser objeto de
estudio, aunque algunos la miren como leyenda negra o suceso rosa, como engendro
de la clase social dominante o como el alumbramiento de la partera que vino de
allende los mares y que le interesaba, como gallina clueca, empollar la camada
de pollitos y quedarse con algo más que el nido de la infante república.
El
suceso que conmemoramos es el fruto del andar del istmeño en la búsqueda de la
panameñidad. Y todo comenzó cuatro siglos atrás cuando Rodrigo Galván de Bastidas,
en 1501, arriba a la costa atlántica, a quien le seguirá Colón, en similares
correrías, en 1502. Lo que viene después es la conquista del Istmo, desde las
tierras colombianas y darienitas, hasta los emplazamientos en el pacífico de Nuestra
Señora de la Asunción de Panamá, la refundación de Natá y el trajinar, en la
peninsular región, para que Parita, Cubitá y Villa de Los Santos se conviertan
en la zona agraria de avituallamiento del área transístmica, que ya contaba con
las perlas urbanas de la ciudad de Panamá, Portobelo y Nombre de Dios; mientras
en el occidente istmeño los pueblos chiricanos forjan la chiricanidad, amparados por la muralla del Tabasará y junto
a la Veraguas colonial. En el otro extremo, en la región oriental, Darién
inicia el letargo que por siglos la mantendrá alejada del protagonismo que tuvo
durante el siglo XVI.
En
rasgos generales así se conforma la geografía patria, con la codiciada cintura
ístmica y el Panamá rural como apéndice de los interesas comerciales de los
grupos dominantes de la zona de tránsito, añeja crucifixión que aún viven
quienes moran en el Panamá orejano, periférico y todavía conectado al cordón
umbilical de lo que acaece en la urbe capitalina, la ciudad que mira hacia
afuera con ínfulas de cosmopolitismo.
A
despecho de lo que acontece en la Sultana de Los Mares, el hombre mestizo, el
que es producto de la fusión de españoles, negros e indios, siembra algo más
que yuca, ñame, arroz y frijol; casi sin querer edifica la casa de quincha de
la panameñidad, la vivienda que le permitirá protegerse de los aguaceros de la
penetración cultural, de los repetitivos intentos por cosificarle, convertirle
en ser desarraigado, para que se rinde ante quienes tienen una visión fenicia
de la tierra de Justo Arosemena. Y en ese empeño, el interiorano no está solo,
porque en el arrabal santanero también se cuecen quimboles criollos y lo
popular entona su mejor canción.
Nade
debe dudar que desde hace mucho tiempo somos nación, porque para algunos el
sentido de pertenencia colectivo ya era patente a finales del siglo XVII, en
cambio, para otros estudiosos, desde la primera mitad del siglo XVIII. Y tienen
razón, porque aquí late la patria en la multiétnica nación que asoma su faz en
san Felipe, en las feraces tierras chiricanas, en la Veraguas añeja, en las
sabanas y serranías de los cholos coclesanos, el Colón histórico de antes y
después Aspinwall, el Darién exuberante, la caribeña zona de Bocas del Toro y
la nación campesina que dormita a la sombra del Canajagua y El Tijeras.
Todo
ese mundo que hemos descrito apretadamente, eclosiona al inicio del siglo XIX,
cuando Bolívar sueña con la América unida, una mujer de armas tomar le acompaña
en la lucha, Manuela Sáenz de Vergara y Aizpuru, los sables resuenan en la
distancia, mientras el caraqueño atraviesa los Andes y, lleno de emoción
escribe, el 13 de octubre de 1822, “Mi delirio sobre el Chimborazo”
"Observa -me
dijo-, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus
semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas los
secretos que el cielo te ha revelado: di la verdad a los
hombres". Simón Bolívar
Sin
embargo, mucho antes, en el año anterior, en un rincón interiorano enclavado en
la península que llevará el apellido de un colombiano santanderista, un grupo
de patriotas llaman a cabildo abierto y tienen la osadía de retar el poder
imperial de Fernando VII de España. Estamos en el amanecer del 10 de noviembre
de 1821, fecha del llamado Grito Santeño, el hito histórico más relevante de la
historia patria.
La
efeméride peninsular recoge todo este sentir que resume la identidad cultural
del istmeño. Porque de eso se trata, de que el 10 de noviembre es la conciencia
de la panameñidad, el Panamá lleno de abrojos y cadillos, sudoroso y sonriente,
con sabor a café con leche, queso blanco y changa recién asada. El Panamá rural
y mestizo le roba los huevos al halcón que revolotea en la zona transístmica y
le obliga a proclamar la independencia el 28 de noviembre de 1821; 18 días
después que Rufina Alfaro, mito o realidad, se convierte en la más polémica de
las mujeres istmeñas, al igual que la Marianne francesa o la colombiana
Policarpa Salavarrieta, La Pola. Y ese será su karma de mujer campesina, ser
aplaudida por unos y vilipendiada por otros, heroína de su pueblo y fantasma
histórico para quienes, borrachos de cientificismo, le condenan al ostracismo, a
borrarla del calendario de la nacionalidad por no lograr acreditar su origen de
ser montaraz, de perdiz de la sabana y del rastrojo campesino.
El
proyecto de nación independiente, inspirado en la Ilustración francesa, vivirá
el día a día del siglo XIX, con conatos de independencia, fraccionamientos administrativos
y geográficos, rebeliones en el arrabal santanero, conflicto entre liberales y
conservadores, así como campesinos colgados de sus pescuezos en la herrerana plaza
de Pesé por oponerse al conservadurismo reinante, con imperios deseosos de apoderarse
de la cinturita istmeña, sin faltar los grupos defensores del Panamá
hanseático.
Al
final del siglo XIX y principios del XX, la Guerra de los Mil Días convierte en
ruinas el país de Justo Arosemena, Pedro Goytía Meléndez y Belisario Porras
Barahona. Y así arribamos al 3 de noviembre de 1903, suceso que es un encuentro
de proyectos disímiles de república. Por eso, la génesis y conmemoración ha
sido tan polémica, porque cada grupo o clase social tiene su propia concepción
de lo que entiende por Panamá y el país vive en el siglo XX la pugna ideológica
y económica por el reparto de la res pública, la cosa pública, como expresa la
locución latina, que luego evoluciona al actual concepto de república.
Yo
no tomo partido aquí, ni por la leyenda rosa ni por la negra, porque comprendo
el entorno endógeno y exógeno en el que se produce el parto independentista, y
constato que en realidad ha sido el siglo XX el escenario en el que se ha
definido el entuerto de saberes y acciones contrapuestas, a través de los
cuales se perfecciona el siempre inconcluso Estado Nación. Lo cierto es que el
evento de 1903 es, también, la expresión política de la nación que así se
expresó en 1821 y que se ha venido manifestando desde entonces.
El
3 de noviembre no es entelequia, una simple propuesta de los gestores, de los
panameños que, en los albores de la vigésima centuria, por las razones que los
hayan animado, hicieron posible una república mediatizada, pero república al
fin. Pretender convertirse en jueces, verdugos o alabarderos de esos momentos
primigenios, cuando osamos ser república, no deja de ser cómodo al mirar el
suceso a más de un siglo de distancia.
A
la altura del siglo XXI, el ponernos a lamentar por lo que pudo ser y no fue,
tampoco es tarea improductiva, pero se impone, al mismo tiempo que escudriñamos
el pasado, valerse de este para fomentar el Panamá que han soñado las diversas
generaciones que han morado en nuestra hamaca ístmica. Hay que mirar hacia el ayer,
pero no hay que echar en saco roto los desafíos del presente y las tareas que
debemos asumir para ser responsables con el ciudadano del presente y del futuro.
Honrar
el 3 de noviembre de 1903, así como las efemérides que le antecedieron y le
hicieron posible, no es solo asunto de cornetas, reinados y tambores, como
queda dicho. Porque si a la altura de la encrucijada histórica en que nos
encontramos, los panameños nos interrogamos sobre lo que necesita la patria de
Méndez Pereira, acaso podamos concluir que urge transformar el sistema
educativo nacional, hacer del tema prioridad nacional, en el marco de un
proyecto de nación que reduzca drásticamente la pobreza, ponga los recursos del
fisco al servicio de la nación, con respeto al ambiente, al valor supremo del
voto, respetuoso del sistema de justicia y de la puesta en valor de la cultura
nacional.
Si
como hemos planteado, las fiestas libertarias se concentran mayoritariamente en
el onceno mes, teóricamente nos que el resto del año para honrar y hacer
posible el sueño de los próceres de los siglos XIX y XX; alentando quimeras, si
lo deseamos, porque nunca hay que subestimar el poder revolucionario de la
utopía en el pecho de quien cuelga diplomas en el cuarto de estudio o descansa
a la sombra del guácimo, luego de una agotadora jornada campesina.
En
tiempo de globalización es un imperativo ético defender el legado de nuestros
antepasados; sin poses demagógicas, populismos mesiánicos, ni liderazgos creados
con la simple fuerza de la imagen reflejada en la pantalla del televisor. El
istmeño que tenemos que forjar no puede ser un ser alienado, señorito
satisfecho, ni mucho menos hombre light que mira las efemérides patrias
pensando en qué colegio se presenta más rumboso y llamativo o para decirlo en
el habla del panameño, quién se ve más pretty.
Debe
quedar claro que el 3 de noviembre de 1903 es un alto en el largo sendero del
perfeccionamiento como pueblo libre y soberano. Miremos al futuro con el pleno
convencimiento de que el amor, sin frutos, es romanticismo decadente o, como
dice nuestra gente, alegría de caballo capón. Por eso, panameños,
recobremos el cauce que nunca debimos abandonar, valoremos nuestras gestas
patrióticas, construyamos al istmeño que reclama la patria y, entonces, ahora
sí, sintamos la emoción que vivíamos cuando niños y desfilábamos con la bandera
tricolor que se agitaba en nuestras manos de infantes e interiormente cantábamos
alborozados: Panamá la patria mía suelo grato encantador, abrazarte con gran
júbilo quisiera, expresándote mi amor
.......mpr...
Disertación
en Chitré, provincia de Herrera, el 3 de noviembre de 2020. Auditórium del
Centro Regional Universitario de Azuero.
Muchas gracias Profesor Milcíades por la más interesante y didáctica Reseña Histórica del 3 de Noviembre de 1903 que he leído en los últimos tiempos.
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