En
épocas pretéritas la estación lluviosa terminaba a finales de noviembre e
inmediatamente comenzaba el estío peninsular. La naturaleza mostraba el arribo
de la nueva temporada y un indicador de lo más llamativo era la presencia de
los vientos alisios, esas bocanadas celestiales que impactaban la personalidad
del hombre interiorano y que generaban en su alma campesina un conjunto de
sentimientos encontrados; porque, además del verano, se aproximaba la Navidad,
terminaba el período escolar y comenzaban las fiestas de final de año.
Y
todo era posible porque en nuestra cultura campestre, con arraigados valores judeocristianos,
hemos mezclado lo sacro con lo profano en un amasijo que en el fondo define la
personalidad colectiva, la que fluctúa entre la religiosidad y el hedonismo, el
canto y la congoja. De allí que la religión marcara la cosmovisión y terminara
por dar explicación a sucesos del entorno natural y cultural.
Tal
el caso de la añeja costumbre, ya en desuso, conocida como “ir a buscar el
viento”. El evento acontecía en tiempo de santa Catalina de Alejandría,
festividad religiosa del 25 de noviembre. Hacia esas fechas los paisanos
organizaban giras hacia las playas del océano Pacífico; iban en grupos, algunos
caminando, otros en carreta o a caballo, mientras cantaban viejos tamboritos y acudían
a la costa peninsular a “buscar el viento”, a traer a tierra firme el céfiro de
las playas. Aquello era una especie de perote panteísta, al estilo
santodomingueño, para retornar después con el vientecillo a sus espaldas,
gracias a que Eolo, como dirían los griegos antiguos, había escuchado las
súplicas.
La
actividad era una reminiscencia de tiempos pretéritos, sacra y profana, como
queda dicho, y propia de sociedades en donde la ciencia era suplantada por el
sentido común, el pensamiento prelógico y el goce de los sentidos. Hay en tal
actividad ventosa como un anticipo de rudimentos meteorológicos y
climatológicos, que en enero encuentran su cumbre cultural en la epifanía del 6
de enero y en la lectura de las cabañuelas, la vieja manera de pronosticar el
tiempo entre celajes y arreboles.
En
la era de la informática y las redes sociales, ya nadie acude a buscar el
viento, porque esas son -dicen- consejas de viejos, estampas de folklore y
locuras de campesinos. No sé si habrá algo de verdad en tales afirmaciones, lo
que constato es cómo el hombre contemporáneo, al racionalizar el mundo,
divorciado de natura, parece incapaz de escuchar el murmullo del viento en el
cuenco de su alma maltrecha y acongojada. El bípedo peludo vive huérfano de humanidad
e incluso temeroso de mirar la bóveda celeste o de sentir el soplo divino en la
búsqueda del viento, esa brisa que le sería de gran provecho para tonificar su espíritu
de ser montaraz y revestido de cosmética civilización.
buenas tardes profesor: soy Marisin Díaz Palma, necesito conversar con usted para una orientación literaria. Un proyecto que creo que le gustara. Envíeme un mensaje a mi correo. Gracias por su atención.
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