Antonio Miguel Pinzón-Del Castillo
Yo era apenas un
niño y mi madre solía ataviarme con camisa y pantalón de pliegue para la
procesión de Domingo de Ramos. No entendía el por qué teníamos que salir a
correr detrás de aquellas mulas, pues solo me decían que sobre sus lomos iba un
importante señor llamado Jesús, que era el hijo de un abuelito con largas
barbas a quien se le rezaba y llamaba Dios. Siempre he conservado ese fragante
olor que baña de santidad las calles coloniales del pueblo en que nací, ese
perfume de caracuchas blancas o rojizas, tendidas como alfombras para dar paso
al triunfante hijo unigénito del Omnipotente.
Se puede decir que
nací detrás de la Iglesia San Atanasio de la Heroica Villa de Los Santos, en el
amplio caserón de quincha que perteneció a mis bisabuelos Estanislao y Nemesia;
los primeros juegos y tropiezos los viví en el parque de Las Viudas, donde un
inmenso árbol, que la mano del hombre destruyó, brindaba apacible y
parsimonioso su sombra vetusta e imponente. Desde mi casa, soportada por añejos
pilares y aureolada de un rosario de tejas, podía ver a tía Santo sentada en su
portal al otro lado de la pequeña plaza. La visita a su casa era obligatoria un
día como hoy, pues frente a ella pasaban las mulitas, divertimiento de niños y
devoción de algunos grandes que adornan la calle con lo más granado de la floresta
santeña. Desde su silla de ruedas, la hermana mayor de mi abuela Pura, miraba
el horizonte con sus ojos celestes como el más hermoso de los cielos, casi
esperando la absolución del tiempo. María de Los Santos Peralta Sáez Bendiburg,
que era su verdadero nombre, inspiraba la ternura y calidez que poseen todas
las abuelas, pero en especial llamaba mi atención por sus rasgos
excepcionalmente hispánicos, con una nariz que bien pudo haber sido cincelada
por los arcángeles y una piel, que aunque golpeada por el tiempo, hacía notar
la vasca genética de la hermosa tía abuela, pues creo que hasta la más augusta
de las porcelanas habría sentido envidia de aquella tez digna de una
emperatriz.
No es fácil ir a la
procesión ni pasar por allí, las veo a las dos, a las hermanas queridas, a Pura
y a Santo y a un niño huraño esperando la veloz carrera camino del parque
Rufina Alfaro, las siento en el embriagador aroma de las caracuchas que años
después Mama, mi abuela, me mandaba a recoger para colocar en los cajones de su
ropa que en los días siguientes estaría perfumada de bendición. Poso mis
ojos hacia el otrora portal, que hoy se ha convertido en la casa de un primo y no
puedo evitar evocar tantas cosas, momentos dulces de una infancia que se fue,
de dos mujeres grandiosas que partieron hacia el infinito y sonríen entre los
arreboles de la tarde que empieza a dormitar bajo el incienso floral que al
cerrar los ojos me hace algunas veces sollozar de alegría porque sé que ellas
no se habrán ido mientras atesore esos pasajes en mi mente y vuelva cada año a
ver las flores, las palmas y al Redentor pasear...
hermoso
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