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26 mayo 2008

LA REGIÓN DE CUBITÁ Y SU APORTE A LA IDENTIDAD NACIONAL *


















Las reflexiones que siguen nacen de la toma de conciencia de un hecho incontrovertible, en Panamá coexisten diversos grupos humanos y todos ellos han contribuido a perfeccionar el rostro cultural de la nación. Algunos lo han hecho con más ímpetu y entusiasmo que otros, pero tales disparidades han de entenderse en el marco de un desarrollo social y cultural que no ha sido homogéneo, entre otros motivos por la inserción temprana de unos y la incorporación tardía de otros. A ello podríamos añadir razones que parten desde la identificación con la cultura dominante, pasan por el control hegemónico del poder e incluso por desafíos a esa dominación.
El caso que aquí presentamos se refiera a una región del país que ilustra cómo la génesis temprana de un grupo humano puede constituirse en un símbolo emblemático de una nación. Igualmente, deja constancia del costo social que ese liderazgo social ha representado para la cultura de la Región del Cubitá, que es la que aquí deseamos exponer. Para el logro de esa problemática se acomete la tarea desde tres apartados temáticos: “La identidad cultural en tiempos de mundialización”, “La región de Cubitá” y “Los desafíos contemporáneos”.
La identidad cultural en tiempos de mundialización
Desde algunos miradores teóricos la identidad cultural aparece como una expresión cargada de exotismo y como tal propia del ámbito del folclor, dicho esto no en términos despectivos, sino por las razones que paso a explicar. Acontece que para este enfoque la identidad tiene un sabor a cosa vieja, a melodías, danzas, hábitos y tradiciones de antaño. Se concibe como el encuentro entre racionalidades que entran en contradicción en el plano económico (visión campesina vs. visión empresarial), así como en el ámbito de la cultura (tradición vs. modernismo). Al final, se dice, inevitablemente se impondrá lo nuevo sobre lo viejo y forzosamente la ciudad engullirá al campo. En otros términos, la perspectiva analítica postula que estamos en presencia de antiguallas, retazos sociales que sobreviven a un cambio social acelerado, pero que están destinadas a sucumbir. Para esta visión teórica el mundo camina rumbo a la integración de las culturas; fenómeno que encarna en el plano económico la corriente que se ha denominado neoliberalismo. Visto así, la identidad cultural aparece como un auxiliar de la comercialización, en la medida que su singularidad se convierte en objeto rentable de consumo, vale decir, que la identidad cultural funciona como un gancho comercial que atrae los flujos de turistas hacia las formaciones sociales que son capaces de ofrecer un folclor que satisfaga la demanda de souvenir, vestidos, música y otras chucherías de la industria sin chimeneas.
En cambio, del otro lado aparece otra concepción. Me refiero a aquella postura teórica que sin desconocer las transformaciones sociales, pregona y defiende la necesidad de preservar algunos rasgos fundamentales de la identidad de los pueblos; ya que está convencida que la penetración cultural hace añicos el legado de siglos de interacción social y de vínculos con el entorno natural. No se trata, en este caso, de erigir una nueva “muralla china” que aísle a las sociedades subalternas de los cambios tecnológicos y los necesarios nexos de tipo cultural, no sólo porque ello es social y tecnológicamente imposible, sino porque sería tanto como pregonar el retorno al “Mundo Feliz” que planteara el inglés Aldous Huxley (1894-1963).
La identidad cultural, para el último de los enfoques, es una categoría analítica que permite definir un rostro particular dentro de la diversidad contemporánea. Porque asumir lo contrario supone pregonar la homogeneidad cultural y, de paso, negarle al hombre la naturaleza de ser pensante y hacedor de cultura. Por esta razón la última de las perspectivas analíticas hay que tomarla en consideración, porque la desordenada confluencia de culturas que propician los medios de comunicación social está contribuyendo a forjar un hombre desarraigado, hedonista, materialista e individualista. Un ser cuyo perfil social y psicológico anticiparon pensadores como Karl Marx, José Ortega y Gaset, Miguel de Unamuno y Erich Fromm, entre otros. En los tiempos actuales, psiquiatras como Enrique Rojas le han denominado “hombre light”.1
Al valorar las anteriores consideraciones, la visión teórica sobre la Región del Cubitá parte de una concepción dinámica de la identidad cultural y de ninguna manera debe o puede concebirse como una versión “fosilizada” del quehacer del hombre. La identidad del ente que algunos han llamado orejano, manuto, pati rajao, del otro lado del puente, cholo e incluso “campesino”, ha tenido un profundo impacto en la búsqueda del ser del panameño y este motivo ya es razón suficiente como para que merezca ser dilucidada. Al análisis de ese rico aporte cultural se encaminan los siguientes apartados.
La Región del Cubitá 2
Llamamos Región del Cubitá a la zona geográfica y cultural que comprende las provincias de Los Santos, Herrera y la sección sur de la Provincia de Veraguas. Otros le han denominado Azuero, en particular después del establecimiento de la provincia homónima que existió hasta el medio día del Siglo XIX y que al ser suprimida pasó a designar a la famosa península istmeña. Acá le bautizamos Cubitá, para hacer justicia al grupo humano precolombino que con ese vocablo designó al río que conocemos como La Villa, así llamado desde el momento en que los hispánicos se asientan en tales parajes. Llamar Cubitá a la región tiene mucho más sentido histórico que el vocablo Azuero, que no dice mucho de la identidad regional y que remite a un personaje ajeno a nuestro quehacer histórico y cultural.3
Ya sabemos que en la Región del Cubitá se fusionan los rasgos culturales de indígenas, negros y peninsulares; siendo dominante la impronta del último de tales componentes. Ese encuentro se produce a partir del arribo de Gonzalo de Badajoz (1515) y se extiende por cinco centurias. Al respecto, conviene aclarar que en la conformación de la idiosincrasia del ente cultural regional desempeñó un papel relevante la existencia de una estructura agraria caracterizada por el predominio del minifundio, parvifundio o pequeña propiedad. Este fenómeno es de vital importancia para comprender el origen del sentimiento de identidad que aflora con ímpetu y coherencia desde el Siglo XVIII y que políticamente se expresa con el Grito de La Villa de Los Santos (1821). El minifundio desarrolla el apego no sólo a la tierra, en lo que ésta vale como bien económico, sino que hace posible, despierta y fomenta una noción de propiedad que aflora en la conciencia colectiva. A partir de allí aparecen expresiones de un sano etnocentrismo que permite que el “nosotros” pueda anteponerse al “ellos”, en la medida que la suma de rasgos regionales constituye un área cultural que rebasa las circunscripciones administrativas que durante el Siglo XIX pretendieron delimitarlo en departamentos y provincias; aunque con anterioridad el espacio geográfico ya conocía de la presencia religiosa de las parroquias. Desde entonces esa pretensión por establecer límites político administrativos nunca ha podido evitar que el área cultural los rebase. Dicho de manera más explícita, sostenemos que las actuales provincias de Herrera y Los Santos, e incluso la sección sur de Veraguas, forman en su conjunto el mismo núcleo cultural. Hay quien va más lejos y asevera que la región reúne las características básica de “nación”, lo que no implica la defensa de autonomía absoluta o federalismo a ultranza, sino el reconocimiento de un tipo de personalidad colectiva dentro de la diversidad nacional.
El aporte a la identidad nacional
Inicio este apartado ratificando que nuestro país es una colectividad multiétnica dentro de la cual diversos grupos humanos han construido la cultura nacional.4 Pues bien, dentro de esa pluralidad destaca el aporte de los orejanos de la Región del Cubitá. Digo orejano porque la orejanidad representa un singular estilo de vida, una forma de ser que ha dejado su impronta en el país canalero.5 Esa contribución, no obstante constituir un todo coherente, puede ser desagregada en diversos aspectos que conviene puntualizar. El más llamativo de todos nace de la propia expresión vernácula del grupo humano, porque a través de la danza, canto y creaciones musicales, la región ha proyectado al resto de la geografía nacional una coherencia cultural que al país le ha permitido enfrentar los foráneos embates culturales; fenómeno que en nuestra nación se acentúa con la construcción, en pleno Siglo XIX, del Ferrocarril Transístmico, se prolonga con el Canal Francés y logra su apoteosis con el Canal Norteamericano.
En efecto, cuando en el decimonono los norteamericanos comienzan a invadir la zona de tránsito y aún tenemos en el país agrupaciones humanas culturalmente disímiles e inconexas, el hombre del Cubitá se erige en un primer muro de contención a esas pretensiones de dominio. Todavía sin una clara conciencia política de lo que acontece, la cultura de esta sección del país reciente la imposición foránea. El caso del Incidente de la Tajada de Sandía (1856) ilustra perfectamente ese primer encuentro en la figura de un vendedor de frutas, el pariteño José Manuel Luna. En este sentido, la identidad cultural que ha propiciado la Región del Cubitá encuentra en el suceso histórico la primera de sus expresiones. A partir de allí el colonialismo cultural regional se impuso por más de un siglo, si tomamos en consideración que la orejanidad domina el panorama étnico hasta los primeros dos tercios del Siglo XX. Desde entonces, en los años setenta de la aludida centuria, grupos humanos como el afro colonial y afro antillano, con justa razón, demandan el reconocimiento de su legado cultural. Esto es válido incluso para la etnia dule, que no obstante haber realizado la Revolución Tule (1925), el establecimiento de la comarca protegió su identidad, pero no siempre ha dado los frutos que merecen la laboriosidad y contribución de sus pobladores.
Con el apoyo de “la gente de allá abajo” (como le llamó Rubén Darío Carles Oberto), la nación pudo enfrentar los foráneos embates culturales vistiéndose de mejorana, polleras, camisillas, cutarras, socabón, tembleques y casa de quincha.6 Ante las pretensiones de dominio, la aludida zona responde creando el Festival Nacional de La Mejorana, El Festival del Manito, El Festival de la Pollera y El Encuentro del Canajagua. Sin duda la figura cumbre la constituye la fiesta de la tradición guarareña, evento que desde 1949 ha abanderado la defensa de la nacionalidad istmeña, incorporando a su evento las manifestaciones propias de los congos de Colón y las cuadrillas de Bocas del Toro, así como el bunde y el bullerengue darienita, sin olvidar los cucuás de la tierra de Victoriano Lorenzo.
Muy ligado a esta temática de la cultura raizal, aparece una corriente de intelectuales regionales que emprenden una profunda reflexión sobre la cuestión de la identidad nacional. Me refiero al trabajo pionero del Dr. Belisario Porras Barahona, quien publica en el Papel Periódico Ilustrado de Bogotá (1881), un ensayo de antropología cultural denominado El Orejano.7 Éste opúsculo se constituye en el más temprano y coherente alegato en defensa de la región en que nació y de paso inaugura una corriente que tuvo en Manuel Fernando Zárate su continuador y propulsor. En verdad, después de la crónica que en el Siglo XVIII (1792) redactó sobre la campiña el presbítero Juan Franco, no hay un documento que pinte y bosqueje con tanto sentimiento y precisión los rasgos fundamentales de una región del país como la que describe la pluma del Caudillo Tableño.8
La semilla que sembró Porras y que continuó Zárate, tuvo su antecedente y continuidad en una pléyade de “letrados” y compositores vernáculos que en sus creaciones exudan orejanidad. Hay en todos ellos un sentido de pertenencia al grupo, de complicidad campesina y de congoja interior. Con lo último me refiero al dolor profundo que experimentan al intuir la ruptura que los cambios sociales acarrean sobre el mundo rural que constituye el substrato de sus elaboradas creaciones. Hablo de un universo de vacas, campanarios, velorios, potreros, bailes y costumbres pueblerinas que son retadas por el avance de la gaseosa, el fotingo y los diversos medios de comunicación. Por eso, y como reacción a la modernización, el quehacer del académico y del orejano deja su impronta nacional.9
En la base social de este ethos late una identidad campesina que es producto de un largo proceso evolutivo. El hombre del campo es el hacedor de una cultura que asuma su faz desde el Siglo XVIII, se consolida en el Siglo XIX y enfrenta su mayor desafío en el Siglo XX. Sin embargo, detrás de la contribución de los letrados de la Región de Cubitá, el hombre de cutarra y la mujer empollerada son los verdaderos artífices de la identidad cultural de la zona, porque fueron ellos quienes portaron sobre sus espaldas las consecuencias del proceso de aculturación acelerada que caracterizó la vigésima centuria. En este punto conviene detenerse en dos manifestaciones trascendentales de su contribución a la identidad cultural del panameño. Me refiero a la música y el vestuario.
El caso de la música es un ejemplo emblemático del aporte regional a la nacionalidad, así como de la capacidad de adaptación a los nuevos tiempos.10 Sobre el tópico sabemos que hasta los años cuarenta del Siglo XX la música de violines se enseñoreaba sobre la zona. Los bailes casi siempre se realizaban en residencias y con fines estrictamente comunitarios. Aquellos fueron tiempos de valses y pasillos que fueron retados por la versatilidad del acordeón. Todo esto acaece en la primera mitad del pasado siglo y se produce justamente cuando en la época las añejas tradiciones son desafiadas por una nueva racionalidad centrada en la oferta y la demanda. Esta época de oro de la cultura popular coincide con la destrucción de la estructura agraria que provenía de la Colonia, el repunte del crecimiento poblacional y la implementación de políticas estatales que buscaban fortalecer e integrar el Estado Nación. La consecuencia no se hicieron esperar, el desmoronamiento de la estructura agraria propició los flujos migratorios rural-rurales y rural-urbanos, corriente de emigrantes que proyectó con fuerza la cultura de la Región del Cubitá hacia el norte de Coclé, áreas circunvecinas del Canal, las zonas marginales de la Ciudad de Panamá y sobre los recónditos y boscosos parajes darienitas.11 Ese campesinado depauperado portaba una forma de ser y unos rasgos culturales que inadvertidamente sembró sobre la geografía nacional y que contribuyeron a fortalecer los cimientos de la panameñidad.
En consecuencia, el vestuario del hombre del campo pasó a ser el emblema nacional, con sus camisillas y polleras; en la misma medida que la música, inicialmente vernácula, y posteriormente “típica”, impregna los “jardines” y se apodera de los clubes sociales de la clase media y de la “crem” aristocrática. Así, el acordeón, que es el ejemplo por antonomasia, surgido de los estratos populares más humildes, termina liderando la música popular de Panamá y convertido en empresa comercial. Debemos decir que el tránsito de lo vernáculo a lo comercial, arrastra tras sí la alienación popular y el consiguiente consumo de bebidas embriagantes. Porque de los pitos y fuelles del acordeón de Rogelio “Gelo” Córdoba, pasando por el de Dorindo Cárdenas, hasta el de Osvaldo Ayala y Samy Sandoval, hay mucha transformación, no sólo musical, sino de génesis y sentido popular. Lo mismo podríamos señalar del trecho que dista entre el compositor de música típica contemporáneo y las creaciones musicales de Francisco “Chico Purio” Ramírez, Clímaco Batista, Artemio Córdoba, Colaco Cortez, Juan Vásquez, José de La Rosa Cedeño, Juan Molina, Abraham Vergara, Ulpiano “Sombre” Herrera, Miguel Leguízamo y Tobías Plicett. Sin embargo, no todo ha sido adverso, porque pese a tales desnaturalizaciones la música popular de la Región de Cubitá ha sido un muro de contención al predominio de otros géneros musicales foráneos. A ello podemos añadirle lo acaecido con la cantadera de décimas, la fiesta de toros, las fondas, las matanzas, la gastronomía en general o los archifamosos carnavales de Las Tablas, Pedasí, Villa de Los Santos, Parita y Ocú. Incluso géneros foráneos como el rock no han escapado al embrujo de la orejanidad. Me refiero al caso chitreano de Los Rabanes.12
En el plano político la contribución también es relevante y demuestra que ya en 1821 la conciencia popular asume otros caminos de expresión. En efecto, el Grito de Independencia de La Villa de Los Santos manifiesta de manera diáfana que la identidad cultural de la Región del Cubitá es más que tambor y caja, pollera montuna y cutarra, y que no estamos ante una cultura con pretensiones autárquicas y claustrofóbicas. El grito santeño es la expresión política de una identidad cultural. A partir de allí la libertad y la democracia istmeña tienen un sabor a changa y chicha de junta. Además, este hito histórico permite aflorar un malestar que estuvo latente desde los siglos XVII y XVIII; a saber, la ístmica coexistencia de dos países: el Panamá Transistista y el Panamá Interiorano. Posteriormente, esa conciencia de patria se agazapa detrás de proyectos de liberación como los que abanderaron Buenaventura Correoso, Belisario Porras, Arnulfo Arias y Omar Torrijos. En lo atinente a la región, el mayor grado de madurez política y de expresión organizativa corresponde al pensamiento decimonónico de Pedro Goitía,13 así como al de Francisco Samaniego y la Federación de Sociedades Santeñas, correspondiendo los dos últimos a los años cuarenta y cincuenta del Siglo XX.14 Incluso hay más, porque la cuestión de género tiene la primera manifestación nacional en la mítica figura de Rufina Alfaro, la heroína del Grito de La Villa de Los Santos, hecho que coloca sobre el tapete el papel de la mujer campesina en la construcción de la nacionalidad.15
Ligado al tema político, si tomamos este vocablo en su más pura acepción, surge el fenómeno social de la junta, la institución campesina de trabajo colectivo. Porque ya se trate de la modalidad de embarra o de socuela, la junta hace posible que desde el campo florezca la solidaridad humana y la importancia de la labor conjunta para solucionar los problemas sociales. Si a esta institución social, que parece ser un legado indígena, sumamos el hispánico cabildo abierto, ya tenemos los ingredientes que permiten comprender la raíz sociológica del fenómeno político que comentamos. Por eso en los años setenta de la pasada centuria el sistema de Representantes de Corregimientos y la “Yunta Pueblo – Gobierno” tuvieron como fundamento esta filosofía de trabajo y de concepción del mundo. Si bien la junta no es una institución exclusiva de la zona, no cabe duda que a nivel nacional ha alcanzado las mayores cuotas de desarrollo. Esta filosofía de trabajo es la que permite comprender el extraordinario éxito que desde los años cincuenta ha alcanzado el cooperativismo regional.16
La religión es otra faceta que no podemos obviar en el análisis sobre el aporte de la Región del Cubitá. Debemos decir que la socialización religiosa ha forjado un carácter singular, un estilo de vida que el orejano ha llevado al resto de la nación en los zurrones de los emigrantes. Algo de esto comentábamos con anterioridad, pero es conveniente dilucidar lo que Hernán Porras en su momento bautizó como “catolicismo indiferente”.17 Me refiero a que en la zona el catolicismo resume en sí un maridaje ente lo sacro y lo profano, porque el hombre de la Región del Cubitá se confiesa “católico”, pero la celebración de sus festividades patronales son un derroche de jarana en los jardines, una vez el santo patrón ha retornado a su iglesia. Tan es así, que los llamados toldos tienen nombres de santos y las vallas publicitarias pregonan vivas al patrón religioso, mientras al mismo tiempo invitan a degustar el seco o la cerveza. Esa cultura sacro - profana se ha extendido como reguero de pólvora por la geografía nacional. Y no pudo ser de otra manera, ya que el campesino pequeño propietario ha sido el depauperado heredero de la estructura social de la Colonia y del espíritu hispánico de conquista.
Bajo esta perspectiva analítica es como debe comprenderse el espíritu de colonización del orejano, así como su cultura ecológica. Para él la destrucción del bosque es una postura ante la naturaleza, al considerarla como la encarnación de un impedimento para el progreso. Muy en la visión del europeo que arriba a nuestras costas, para el orejano la selva está llena de alimañas que hay que exterminar. En ese proceso lo urbano ha de enseñorearse sobre lo rural, porque desde su perspectiva la campiña tiene que ser el universo ecológico en el que reinan las vacas. Por esta razón los cuadrúpedos se ligan a su mundo festivo, además de constituirse en un símbolo de poder y prestigio social. De esta manera el potrero, el santo patrón, las vacas, el acordeón y los reinados impregnan el universo cultural del orejano.18
Toda esta cosmovisión es la que permite indagar el alto vuelo que adquiere en la zona la realización del “reinado”. Al parecer el campesino pequeño propietario que surge en la Colonia, no obstante estar excluido de los resortes del poder, idealizó el papel de la Monarquía hispánica. La hizo suya a su manera, para que surgiera, como producto de una dinámica social compleja, la figura de “la reina”. Desde entonces casi no existe evento social que escape al hechizo del reinado. Lucir una diadema se ha convertido en un símbolo de prestigio para una sociedad cuya utilización del ocio ha quedado atrapada en el mundo de la jarana, hábito de indudable legado andaluz. Este rasgo cultural adquirió un inusitado empuje durante el Siglo XX y, particularmente, en la segunda mitad de esa centuria. En ese período la costumbre festiva impregna el tejido social más allá de la región, caminar al que se le añade la comercialización del evento y el entusiasmo que le imprimen los centros educativos. La figura del reinado es otro componente que desde la región se ha añadido al rostro cultural de la nación, con el agravante de que tras esa expresión popular cabalga el “parrampán” de la alienación, acompañado de Mercurio que se camufla como “mojiganga” y al hacerlo aparece como otro componente del universo cultural del orejano.
En síntesis, los aportes regionales a la identidad cultural del panameño tienen como denominador común una ética del trabajo que mira a éste como un instrumento de liberación y ascenso social. Todo ello en el marco de una filosofía social impregnada de lo que podríamos denominar como un “humanismo encutarrao”19. Me refiero a que la Región del Cubitá representa en lo más profundo de sí, no sólo una muralla de contención a los modismos que han pretendido desnaturalizar la personalidad colectiva del Istmo, ella resume y ampara una visión solidaria de la sociedad; habla de un panameño que al arroparse con su cultura nativa se resiste a ser juguete de los intereses culturales, políticos y económicos que tienen en la zona de tránsito la plataforma para su expansión. En este sentido la cuestión de la identidad cultural, además de ser un tópico que atañe a folclorólogos, etnólogos, sociólogos y antropólogos, debería ser un tema presente en la agenda de Estado; en especial porque al arribar al Siglo XXI la región ya no se encuentra sola en su empeño de preservar lo más preciado de nuestra identidad nacional.
Los desafíos contemporáneos
El Siglo XX fue trascendental para la cultura de la Región del Cubitá, porque en la centuria la sociedad se enfrentó a las dos caras de Jano. Para decirlo en un lenguaje coloquial, tuvo que hacer frente a un sistema con ínfulas de “hoja de caimito”. Por un lado la apertura económica y social significó un desarrollo que impregnó todos los órdenes de la vida social, y aunque los principales problemas sociales no se han resuelto, difícilmente se puede afirmar que al final de la centuria la gente de la región vive en iguales condiciones que al inicio del siglo. En cambio, y esta es la otra cara de Jano, la modernización significó un alto costo para las expresiones culturales nativas. Ese conjunto de temores ya subyace en el opúsculo decimonónico de Belisario Porras y la preocupación por lo vernáculo de los esposos Zárate (Dora y Manuel), así como de quienes con posterioridad han asumido el relevo generacional.20
El gran desafío del Siglo XXI radica en determinar la estrategia a seguir en tiempos de neoliberalismo, Internet, reingeniería y calidad total. Porque si durante el siglo pasado la región se abrió a la nación para ofrecer lo mejor de su experiencia vital para el logro de una panameñidad, no siempre los gobiernos han retribuido adecuadamente el costo social que tal empeño ha implicado para los orejanos de la Región del Cubitá. En esta época, el esfuerzo por conservar lo más incólume posible la cuestión cultural nativa, pasa necesariamente por el fortalecimiento de instituciones regionales (centros educativos y organizaciones de la sociedad civil), pero en el marco de una política cultural del Estado Nación.
Si queremos que culturas como la que caracteriza la Región del Cubitá continúen aportando a la identidad cultural del panameño, los grupos organizados de la zona deben disfrutar de la suficiente autonomía como para que esa política gubernamental nazca de la base de la sociedad orejana y se constituya en un verdadero soporte al desarrollo. Este apoyo supone la creación de organismos regionales responsables del estudio y la preservación de la cultura. Estos centros no tienen que ser necesariamente estatales, pero han de contar con su auspicio.
El fundamento de esta cruzada de rescate ha de tener presente la ejecución de una filosofía cuyo eje central gire en torno al respeto de las manifestaciones culturales, sin ingerencias que logren desnaturalizar una dinámica social que debe seguir su propio curso. En este sentido la Región del Cubitá es un verdadero laboratorio social que permite contrastar lo que acontece en la zona con otras del mosaico cultural ístmico. Un ejemplo bastará para ilustrar lo que deseamos plantear.
Tómese en consideración lo acontecido con el Festival Nacional de la Mejorana, que de ser una cita popular de los grupos vernáculos, el influjo de la comercialización ha hecho del festejo una expresión que ilustra perfectamente cómo el cambio social y cultural incide sobre las manifestaciones de tales agrupaciones y termina por adulterar las expresiones vernáculas.21
En fin, al reflexionar sobre el tema no propugnamos por un retorno del ayer, en una especie de añoranza romántica de los tiempos pasados, porque comprendemos que nuestro deber radica en ponderar nuestras raíces ancestrales, para evitar que terminemos siendo una caricatura de antaño y la cultura nacional quede convertida en la tusa de la modernidad.22
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* Ponencia elaborada para el III CONGRESO INTERNACIONAL DE FOLKLORE EN PANAMÁ, evento organizado por el INSTITUTO DE ESTUDIO DE TRADICIONES ÉTNICAS Y CULTURALES de la Universidad de Panamá. Realizado en Penonomé, Provincia de Coclé, del 2 al 6 de agosto de 2005. Igualmente se presentó en el I Congreso Científico efectuado por la Universidad de Panamá en el Centro Regional Universitario de Azuero, Chitré, Provincia de Herrera, del 10 al 14 de octubre de 2005.
1 Rojas Montes, Enrique. EL HOMBRE LIGTH. España: Temas de Hoy, 1998, 181 págs. Consultar del mismo autor EL AMOR INTELIGENTE. España: Temas de hoy, 1999, 262 págs. Igualmente: REMEDIOS PARA EL DESAMOR. Argentina: Tema de Hoy, 254 págs.
2 La problemática de la identidad nacional ha sido analizada por el autor en: “Interior panameño e identidad nacional”; en IDENTIDAD CENTROAMERÍCANA (Órgano del Consejo de Facultades Humanísticas de Centroamérica), # 7 y 8, Panamá: Imprenta Universitaria, 2004, págs. 33-37
3 Pinzón Rodríguez, Milcíades. “Vicente Azuero y Plata (1787 – 1844)”, en ÁGORA Y TOTUMA, Año 5, No 105, 30/IV/1996.
4 Una importante reflexión sobre esta temática aparece en: Rivera, Pedro. PANAMÁ: CUATRO PAÍSES, CUATRO IDENTIDADES. Panamá: Imprenta Universitaria, 2003, 20 págs. La rica diversidad panameña también se analiza en un conjunto de ensayos compilados por Gólcher, Ileana. ESTE PAÍS, UN CANAL: ENCUENTRO DE CULTURAS. Panamá: CEASPA/ONU, 1999, 212 págs.
5 Pinzón Rodríguez, Milcíades. “Nuestra orejanidad”, en ÁGORA Y TOTUMA, Año 2, No. 37, julio de 1993.
6 Carles Oberto, Rubén Darío. LA GENTE DE ALLÁ ABAJO. Panamá: Talleres de The Star Herald Co., 1943, 124 págs.
7 Porras Barahona, Belisario. EL OREJANO. Chitré: Impresora Crisol S.A., 1982, 19 págs.
8 Franco, Juan. BREVE NOTICIA O APUNTES DE LOS USOS Y COSTUMBRES DE LOS HABITANTES DEL ISTMO DE PANAMÁ Y SUS PRODUCCIONES 1792. Panamá: Impresora de La Nación, 1978, 61 págs. Introducción de Omar Jaén Suárez.
9 Para el estudio y conocimiento de los escritores de la zona véase: Aparicio Bernal, José I. "Introducción a la bibliografía histórica de Azuero 1519-1990"; en REVISTA CULTURAL LOTERÍA, # 398, noviembre-diciembre de 1993, págs. 35-46.
Consultar, además, a Oscar Velarde en LA CONTRIBUCION SANTEÑA A LA BIBLIOGRAFÍA NACIONAL. Las Tablas: Talleres de Imprenta Hermanas Ramírez, 1994, 17 págs. Ver, igualmente, de Melquíades Villarreal Castillo. CIEN AÑOS DE LITERATURA EN LOS SANTOS. Chitré: Rapid Impresos, 2003, 119 págs.
10 Pinzón Rodríguez, Milcíades. “De Gelo Córdoba a Los Rabanes”; en ÁGORA Y TOTUMA, Año 4, No. 89, 15/IX/95. Además, “Acordeones interioranos: cara y sello”, en ÁGORA Y TOTUMA, Año 2, No. 36, junio de 1993. Sobre el tema Dora Pérez de Zárate publicó SOBRE NUESTRA MÚSICA TÍPICA. Panamá: Imprenta Universitaria, 1996, 96 págs.
11 El problema ha sido analizado por el autor en el siguiente ensayo: "Agro y capitalismo en Los Santos: Las políticas estatales en la primera mitad del siglo XX", en REVISTA ANTATAURA # 1, Chitré: Impresora Crisol S.A, 1987, págs., 39-66. La segunda parte del escrito puede consultarse en REVISTA ANTATAURA No. 2, Chitré: Impresora Crisol S.A., 1988, págs. 49-66.
12 “De Gelo Córdoba a Los Rabanes”; en ÁGORA Y TOTUMA, Año 4, No. 89, septiembre de 1995.
13 Un bosquejo sobre el papel de Pedro Goitía y su época puede leerse en: Pinzón Rodríguez, Milcíades. “Conservadores, liberales y campesino en Panamá”; en REVISTA PANAMEÑA DE SOCIOLOGÍA No. 3. Panamá: Imprenta Universitaria, 1987, págs. 27-42.
14 “Vida e ideario del Dr. Francisco Samaniego”; en ÁGORA Y TOTUMA, Año 7, No. 118, junio de 1998.
15 Pinzón Rodríguez, Milcíades. “La mujer en la cultura de Azuero”; en REVISTA LOTERÍA, No. 453, marzo abril de 2004, págs, 23 - 32.
16 “Cooperativismo orejano”; en ÁGORA Y TOTUMA, Año 2, No. 45, junio de 1993.
17 Porras, Hernán. PAPEL HISTÓRICO DE LOS GRUPOS HUMANOS DE PANAMÁ. Panamá: Impresora Panamá, 1973.
18 Del autor y sobre la región leer: “El santeño y la identidad cultural”; en LUZ DEL COOPERATIVISMO. LA REVISTA DE COOESAN. Las Tablas: Litografía Any S.A., 1999, 7 págs. Igualmente: EL HOMBRE Y LA CULTURA DE AZUERO, Chitré/Herrera, Impresora Crisol S.A., 1990, 47 págs. Otro aporte aparece en el libro CON LA CUTARRAS PUESTAS. Panamá: Imprenta Universitaria, 2002, 300 págs. Ver, de la misma manera: VOCES DEL CUBITÁ. Chitré: Rapid Impresos, 2004, 20 págs.
19 Sobre este tópico puede leerse del autor: “Humanismo y ciencias sociales en Azuero. Villa de Los Santos: mimeo, 1999, 5 págs. Igualmente, las reflexiones de Francisco Changmarín en un opúsculo titulado "Sergio Pérez Saavedra y el alma de los pueblos"; en Sergio Pérez Saavedra. COSAS DE PUEBLO. Chitré: Impresora Crisol S.A., 1998, págs. 221-227.
20 En relación con el aporte de Manuel F. Zárate consultar la REVISTA DEL CÍRCULO DE ESCRITORES DE AZUERO, Vol. 1, No. 1, Septiembre – diciembre de 1999, 139 págs.
21 Pinzón Rodríguez, Milcíades. “Evolución y retos del festival guarareño”; en GUARARÉ. CXXXV ANIVERSARIO DEL DISTRITO. Villa de Los Santos: Litografía Any S. A., 2004, págs. 50 - 52.
22 “Sociología de la tusa”; en ÁGORA Y TOTUMA, Año 7. No. 117, mayo de 1998.

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