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27 mayo 2008

EL SANTEÑISMO DE SANTA LIBRADA




Santa Librada


Hace poco visité la Iglesia de Santa Librada, en la colonial y querida población de Las Tablas. Eran cerca de las cinco de la tarde y los primeros parroquianos se acercaban para participar de las populares novenas. A esa hora el ambiente en el templo era de quietud, una paz que sólo era interrumpida por alguien que rasgaba una guitarra y ensayaba un canto religioso. Algunos hombres y mujeres estaban sentados en las bancas y contemplaban con profunda fe cristiana la imagen de la Virgen y Mártir Gallega. Yo hice lo propio y la miré a Ella; allí estaba con los brazos extendidos, clavada sobre la cruz y fijando sus ojos sobre los que en ese momento la visitábamos.

A esa hora, y en ese instante, afloró en mi mente lo que siempre he intuido: que Santa Librada, sin dejar de ser un ícono religioso, se ha convertido en emblema del santeñismo. La Moñona es un símbolo de identidad regional, tanto como la pollera, el montuno, los carnavales, el Canajagua, el Festival de La Mejorana, la celebración del Corpus Christi y el 10 de Noviembre. Entiendo que el santeñismo es un estilo de vida, una forma de ser, una perspectiva del mundo que se asienta y enraiza en la historia de un pueblo que se proyecta más allá de los límites administrativos de la provincia.

La veneración de Santa Librada, o de Santa Liberata, denominación con la que también aparece registrada en los archivos parroquiales, es un fenómeno sociológico de lo más relevante. De ser una imagen religiosa introducida en el Siglo XVII, se ha tornado en portaestandarte de todo un pueblo. Por ejemplo, se puede constatar que de aquellas pequeñas procesiones que hasta mediados del Siglo XX se hacían a la Patrona Tableña, ya queda poco. Ahora las romerías se han convertido en un evento multitudinario, actividad a la que no sólo acuden comprovincianos, sino devotos de los rincones más apartados del país e incluso extranjeros atraídos por el encanto y la magia de la Virgen, todo cobijado bajo el hechizo de la cultura del Cubitá.

La cuestión social a la que hago alusión, amerita comprenderla en el contexto de una provincia que ha diseminado a gran parte de sus hijos por la geografía nacional. La migración santeña, como parte de la rica y variada cultural orejana, ha fomentado en otros lares el culto a la Virgen y Mártir Gallega. Y no se trata únicamente que la efigie religiosa aparezca por otras latitudes nacionales; acontece que también se denomina Santa Librada al quisco de la esquina, a la barriada, da nombre al trasporte colectivo, con ella también se bautiza a una asociación y hasta salas de bailes y cantinas hacen gala del apelativo religioso.

Por las razones expuestas, acudir a Las Tablas el 20 de julio es casi un imperativo moral para el santeño que emigró, especialmente si es nativo de la capital provincial. Todavía más significativo si arriba con anticipación y puede asistir a la imponente procesión que se celebra en la víspera del “día más grande de Las Tablas”. En la fecha se invierte la diáspora santeña, porque desde su altar La Moñona parece llamar a sus hijos. No importa en qué punto de la geografía se encuentre, el santeño siente la evocación del terruño en la figura maternal de La Patrona. Ella trae a su memoria las reminiscencias de infancia, el recuerdo a veces doloroso del pueblo que dejó olvidado e incluso de los cerros que reclaman desde su soledad la presencia del amigo ausente. De allí se desprende que la fiesta de Santa Librada sea una mezcla de congoja y de sana alegría. Precisamente este ambivalente estado anímico explica el gozo con que los residentes santeños reciben a los parientes que dejaron la provincia y que para la festividad retornan a su tierra. Hay la alegría del reencuentro, angustia interior por lo transitorio de la visita, así como un soterrado deseo de que la fiesta nunca termine. Todo bajo el auspicio y el halo protector de Santa Librada.

¡Qué aporte tan trascendental el de la Doncella Tableña! Así como el santeño se congrega en torno a La Patrona Tableña para rendirle pleitesía, en la misma proporción ésta unifica al núcleo familiar que durante el resto del año se encuentra disperso. Entonces se repite lo que ya aconteció en Grecia, Roma, Egipto y la vieja Mesopotamia, a saber, que inevitablemente los festejos religiosos terminan por transmutarse en fiesta de calle. Lo profano y lo sacro se abrazan bajo el palio de la Virgen y renacen con otro rostro en el quehacer cultural del hombre del Canajagua. Esa nueva y renovada faz sociológica está en los toldos, en la Plaza de Toros de Praga, en el mercadeo de banderolas y efigies, así como en las fondas que pululan por las calles atestadas de parroquianos. Ni más ni menos que el mismo público que respalda el Festival de La Pollera y que luego de la procesión se divierte, hasta altas horas de la madrugada, al son de la música de acordeones. Maravilloso sincretismo sacro-profano que aporta a la nación otro ingrediente de la panameñidad.

En fin, aquí dejo plasmadas algunas de mis cogitaciones esa tarde del sábado 15 de julio, mientras estuve sentado en las bancas de la iglesia tableña. Luego salí del templo fortalecido, caminé con mi hijo por el Parque Porras y ambos, en silencio, dimos gracias a La Moñona por este legado cultural que nunca morirá. Ese día el azul y rojo flameaba en algunos balcones, como si la brisa se regocijara gritando a los cuatro vientos el santeñismo de Santa Librada.

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