Arribo al mar cuando muere la tarde y la brisa en El Uverito se vuelve cómplice; Celestina de querencias, de los recuerdos, de los amigos. Me detengo en estos arenales de vientos y miró cómo la península sonríe desde la Atalaya del Canajagua. Sé que hay magia en esta región que otrora fue isla en el piélago inmenso de la mar océano.
La mente recuerda cómo se construyó la cultura regional, con la espavé indígena, el negro afrocolonial y el español depauperado de Castilla, la Andalucía del sur, el galleguito del norte y el canto del marino vasco que luego se trocó en décimas campesinas.
Debo decirlo sin regionalismos excluyentes, hay que tener un corazón de piedra para no amar la Región de Cubitá y guardarle en algún recodo del cerebro y en las neuronas que son algo más que química pura. El hombre evolucionó de ser montaraz para cantarle en versos a su península, rasgar la mejoranera, saltar enculecado y pensar la región. A veces, inevitablemente se le añora, mientras se estudia en la vieja Europa, en las estribaciones de los Andes, a la orilla del Potomac o, quizás, viendo florecer los cerezos en la tierra del monte Fuji.
Sin embargo, hay quien pasa raudo por la Península y sus cenizas terminan por alimentar las silentes voces del olvido. En cambio, no falta quien experimenta el cantar de las Musas, y sin querer ni pretenderlo, se hace eco de las voces del tiempo y desde acá proyecta su regionalismo universal.
El amigo Raúl Vásquez Sáez pertenece al último de los grupos. De aquellos que no se avergüenzan de la madre con delantal indígena, como dijo Martí. Hijo de su tiempo, de esa fructífera década de mediados del Siglo XX; parturienta preñada de acordeones, festivales, murgas del 58 y campesinos desparramados por la geografía nacional.
Rebelde con causa, el bardo y pintor se negó a colgar licenciaturas, maestrías y doctorados. Prefirió ser hombre culto y no un bárbaro titulado que atesora puntajes para concursos domingueros. Raúl entendió que las cosas no representan necesariamente las esencias y que no hay que confundir el plumaje con el canto del ave. Situado en la encrucijada de su existencia, optó por la plástica (que no lo plástico) y por la visión trascendental del vate, del bardo, del poeta. Legó al país una forma intuitiva de enfrentarse al vacío pictórico, al reto del blanco lienzo. La suya fue otra forma ontológica de la pintura que se decodifica dejando a un lado el cartesianismo e incursionado en la mirada del chamán, aprendiendo a ser hechicero de la tribu, pintor de amuletos y receptáculo del sortilegio que esconde el caracol abandonado en las playas de Monagre.
El pintor y poeta santeño demostró que en la pintura, como en otras áreas de las artes y el conocimiento, las ruptura epistemológica es el sendero de la innovación; el camino de aquel que quiere alejarse de los callejones trillados y de la copia servil. Esta actitud frente al mundo hizo posible el alumbramiento de la llamada “Escuela de Azuero”, praxis pictórica de raíces orejanas y universales.
Basado en esta particular cosmovisión de las cosas, me atrevo a postular a Raúl como un gigante de la cultura regional y nacional. Me parece verle emerger del mar, asido a la Península, allá en la austral Pedasí, apoyado sobre su báculo, como Neptuno mitológico de ascendencia campesina.
Cuando se lee a Raúl en sus cuadros y poemas, se tiene la certeza de que estamos ante un hombre que amaba la vida, que se deslumbraba por ella, como aquellos indígenas precolombinos que dibujaban con policromía de colores al venado, la rana, los peces y los lagartos de los estuarios santeños, en tiempos de la cultura de Cubitá, allá por el año 300 d.C.
Con Dalila, la compañera y esposa, la fémina del Tijera que alimentó sus sueños, sabemos que Raúl fue un humanista en el pleno sentido del vocablo. Y ambos tuvieron que ser valientes para pregonar el valor del hombre en plena era de sueños truncados, tecnologías descarnadas y vacuidad de conductas. Utopía creativa en una época ahíta de logros coyunturales, efímeros éxitos mediáticos, rumor de mercadeo y creaciones por encargo.
Digo que hay que obrar con valentía, llenarse de coraje para ser Quijote cuando otros quieren ser Sancho. Raúl salía a caminar en un mundo así, armas en ristre, los caminos de la nación y del mundo. La Villa y París, El Rascador y Madrid, San Agustín y Tokio. Con boina, báculo y sandalia transitaba en La Villa, recorriendo las calles de su pueblo, seguro de sí y de su postura ante la sociedad y la cultura.
Se equivocan los que piensan que el santeño era sólo un pintor, un chamán. Vásquez era distinto y vestía distinto, no por esnobismo, sino porque en el fondo su andar pausado quería ser una replica pensante de su gente, encarnación de sus sueños. Intelectual orgánico, podríamos decir, el que lleva sobre sus hombros el peso cultural de sus ancestros. Campesino revestido de civilización, como Herasto Reyes Barahona (ese otro compañero generacional). Trabajadores de la cultura que son capaces de llorar en silencio la suerte de la arruga en la frente de la anciana. Hombres que miran en el niño la suerte de la patria y la esperanza truncada. ¡Qué manera de amar la de esos corazones que se desangran por dentro!
Cuando un país o una región como la nuestra ve nacer a un Belisario Porras Barahona, a Gelo Córdoba o a un Raúl Vásquez Sáez, se congratula por ello, pero corre un riesgo mayor; el de construir un nicho para la exaltación y olvidar, sin percibirlo, el verdadero legado cultural, el que fue fruto del esfuerzo y la meditación.
Ya sabemos que en países iguales al nuestro el trabajo cultural es arduo, la paga pírrica y el reconocimiento tardío. Por eso es tan loable el proyecto de Dalila, porque no se trata únicamente de preservar la memoria de Raúl. Ella pretende conservar su legado más allá del propio Raúl, para que los polluelos artísticos algún día vuelen con alas propias y las vicisitudes que otros pasaron no tengan que experimentarla los que bregan con la pintura, la poesía y las artes en general.
Al parecer es bueno que la inteligencia se abra paso, que un proyecto liberador toque a la puerta. Basado en el aporte de Raúl no sólo hay que hacerlo, es urgente su concreción. Y aunque estos desafíos no son fáciles, hay que recordar que la creación es hija del silencio, del esfuerzo y de la terquedad. Alguien ya dijo que otro mundo es posible, que el arte no tiene que continuar ocupando el sótano presupuestario, ni la investigación tiene que verse precisada a consumir las sobras de los comensales.
En consecuencia, lo repito, el reto de Raúl no se circunscribe únicamente a la preservación de su aporte pictórico. La Escuela de Azuero tiene que continuar, aunque ya no cuente con el más representativo de sus pintores. Creo que esa brisa del Pacífico, que en El Uverito encrespa el mar y revienta las olas sobre los litorales santeños, llama al compromiso. Inteligencia y tesón es la clave, para que la pluma y el pincel no corran la suerte del que dibuja arábicas figuras sobre la arena mojada.
* Disertación en el homenaje a Raúl Vásquez Sáez. Hotel La Luna, Playa El Uverito, Las Tablas, 13 de marzo de 2009.
La mente recuerda cómo se construyó la cultura regional, con la espavé indígena, el negro afrocolonial y el español depauperado de Castilla, la Andalucía del sur, el galleguito del norte y el canto del marino vasco que luego se trocó en décimas campesinas.
Debo decirlo sin regionalismos excluyentes, hay que tener un corazón de piedra para no amar la Región de Cubitá y guardarle en algún recodo del cerebro y en las neuronas que son algo más que química pura. El hombre evolucionó de ser montaraz para cantarle en versos a su península, rasgar la mejoranera, saltar enculecado y pensar la región. A veces, inevitablemente se le añora, mientras se estudia en la vieja Europa, en las estribaciones de los Andes, a la orilla del Potomac o, quizás, viendo florecer los cerezos en la tierra del monte Fuji.
Sin embargo, hay quien pasa raudo por la Península y sus cenizas terminan por alimentar las silentes voces del olvido. En cambio, no falta quien experimenta el cantar de las Musas, y sin querer ni pretenderlo, se hace eco de las voces del tiempo y desde acá proyecta su regionalismo universal.
El amigo Raúl Vásquez Sáez pertenece al último de los grupos. De aquellos que no se avergüenzan de la madre con delantal indígena, como dijo Martí. Hijo de su tiempo, de esa fructífera década de mediados del Siglo XX; parturienta preñada de acordeones, festivales, murgas del 58 y campesinos desparramados por la geografía nacional.
Rebelde con causa, el bardo y pintor se negó a colgar licenciaturas, maestrías y doctorados. Prefirió ser hombre culto y no un bárbaro titulado que atesora puntajes para concursos domingueros. Raúl entendió que las cosas no representan necesariamente las esencias y que no hay que confundir el plumaje con el canto del ave. Situado en la encrucijada de su existencia, optó por la plástica (que no lo plástico) y por la visión trascendental del vate, del bardo, del poeta. Legó al país una forma intuitiva de enfrentarse al vacío pictórico, al reto del blanco lienzo. La suya fue otra forma ontológica de la pintura que se decodifica dejando a un lado el cartesianismo e incursionado en la mirada del chamán, aprendiendo a ser hechicero de la tribu, pintor de amuletos y receptáculo del sortilegio que esconde el caracol abandonado en las playas de Monagre.
El pintor y poeta santeño demostró que en la pintura, como en otras áreas de las artes y el conocimiento, las ruptura epistemológica es el sendero de la innovación; el camino de aquel que quiere alejarse de los callejones trillados y de la copia servil. Esta actitud frente al mundo hizo posible el alumbramiento de la llamada “Escuela de Azuero”, praxis pictórica de raíces orejanas y universales.
Basado en esta particular cosmovisión de las cosas, me atrevo a postular a Raúl como un gigante de la cultura regional y nacional. Me parece verle emerger del mar, asido a la Península, allá en la austral Pedasí, apoyado sobre su báculo, como Neptuno mitológico de ascendencia campesina.
Cuando se lee a Raúl en sus cuadros y poemas, se tiene la certeza de que estamos ante un hombre que amaba la vida, que se deslumbraba por ella, como aquellos indígenas precolombinos que dibujaban con policromía de colores al venado, la rana, los peces y los lagartos de los estuarios santeños, en tiempos de la cultura de Cubitá, allá por el año 300 d.C.
Con Dalila, la compañera y esposa, la fémina del Tijera que alimentó sus sueños, sabemos que Raúl fue un humanista en el pleno sentido del vocablo. Y ambos tuvieron que ser valientes para pregonar el valor del hombre en plena era de sueños truncados, tecnologías descarnadas y vacuidad de conductas. Utopía creativa en una época ahíta de logros coyunturales, efímeros éxitos mediáticos, rumor de mercadeo y creaciones por encargo.
Digo que hay que obrar con valentía, llenarse de coraje para ser Quijote cuando otros quieren ser Sancho. Raúl salía a caminar en un mundo así, armas en ristre, los caminos de la nación y del mundo. La Villa y París, El Rascador y Madrid, San Agustín y Tokio. Con boina, báculo y sandalia transitaba en La Villa, recorriendo las calles de su pueblo, seguro de sí y de su postura ante la sociedad y la cultura.
Se equivocan los que piensan que el santeño era sólo un pintor, un chamán. Vásquez era distinto y vestía distinto, no por esnobismo, sino porque en el fondo su andar pausado quería ser una replica pensante de su gente, encarnación de sus sueños. Intelectual orgánico, podríamos decir, el que lleva sobre sus hombros el peso cultural de sus ancestros. Campesino revestido de civilización, como Herasto Reyes Barahona (ese otro compañero generacional). Trabajadores de la cultura que son capaces de llorar en silencio la suerte de la arruga en la frente de la anciana. Hombres que miran en el niño la suerte de la patria y la esperanza truncada. ¡Qué manera de amar la de esos corazones que se desangran por dentro!
Cuando un país o una región como la nuestra ve nacer a un Belisario Porras Barahona, a Gelo Córdoba o a un Raúl Vásquez Sáez, se congratula por ello, pero corre un riesgo mayor; el de construir un nicho para la exaltación y olvidar, sin percibirlo, el verdadero legado cultural, el que fue fruto del esfuerzo y la meditación.
Ya sabemos que en países iguales al nuestro el trabajo cultural es arduo, la paga pírrica y el reconocimiento tardío. Por eso es tan loable el proyecto de Dalila, porque no se trata únicamente de preservar la memoria de Raúl. Ella pretende conservar su legado más allá del propio Raúl, para que los polluelos artísticos algún día vuelen con alas propias y las vicisitudes que otros pasaron no tengan que experimentarla los que bregan con la pintura, la poesía y las artes en general.
Al parecer es bueno que la inteligencia se abra paso, que un proyecto liberador toque a la puerta. Basado en el aporte de Raúl no sólo hay que hacerlo, es urgente su concreción. Y aunque estos desafíos no son fáciles, hay que recordar que la creación es hija del silencio, del esfuerzo y de la terquedad. Alguien ya dijo que otro mundo es posible, que el arte no tiene que continuar ocupando el sótano presupuestario, ni la investigación tiene que verse precisada a consumir las sobras de los comensales.
En consecuencia, lo repito, el reto de Raúl no se circunscribe únicamente a la preservación de su aporte pictórico. La Escuela de Azuero tiene que continuar, aunque ya no cuente con el más representativo de sus pintores. Creo que esa brisa del Pacífico, que en El Uverito encrespa el mar y revienta las olas sobre los litorales santeños, llama al compromiso. Inteligencia y tesón es la clave, para que la pluma y el pincel no corran la suerte del que dibuja arábicas figuras sobre la arena mojada.
* Disertación en el homenaje a Raúl Vásquez Sáez. Hotel La Luna, Playa El Uverito, Las Tablas, 13 de marzo de 2009.
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