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14 marzo 2011

VOLVER A VIVIR

Al salir por la puerta de emergencia del Hospital Rafael Estévez de Aguadulce, aquella mañana recibí en el rostro el resplandor del sol. Recordé que estuve en ese sanatorio no menos de diez días. Tomé conciencia que atrás comenzaba a quedar una etapa de mi vida que se cumplió a plenitud el 2 de abril del 2003. Dando un vistazo hacia el pasado conviene hacer memoria de lo acontecido, en lo que éste tiene de noble y de noche oscura.
Una cita con el destino
Todo comenzó al amanecer cuando el despertador dejó de sonar a la hora acordada, enmudeció por la sencilla razón de que olvidé programarlo. Eran las cinco, cuando generalmente me levanto a las tres para partir a las cuatro de la Terminal de Buses de Chitré. Un baño rápido y al momento estuve listo. Al salir tomé el libro Dios Pasa, de Shoghi Effendi, así como el último texto de Sergio Pérez Saavedra. Me pareció importante combinar un libro religioso con otro relativo a la cultura azuerense, viejo y tradicional hábito de lectura que mantengo desde hace muchos años. Con esos tesoros bibliográficos tomé el transporte de la ruta Chitré / Panamá. Pensé que iba a llegar tarde a la reunión del Consejo Académico y en eso acerté plenamente. Diez minutos antes de lo programado salió el busito y casi de manera instintiva tomé Dios Pasa y me zambullí en la lectura. Cuarenta minutos después escuché un ruido y al levantar la vista divisé sobre el espejo la silueta de una mula cargada de caña que se nos vino encima. No recuerdo otra cosa como no sea el verme colgando de una pierna sobre la parte delantera del transporte. Luego vino la atención de quienes me descendieron del auto, mi cuerpo sobre la grama y el rostro amable de una enfermera que conversaba conmigo en la ambulancia en ruta hacia el hospital aguadulceño.
Al rato, acostado sobre la camilla, la Sala de Emergencia se llenó de ayes, gritos y lágrimas. En silencio y apertrechado de la fortaleza interior que nunca me abandonó, recibí las atenciones propias de los mejores hospitales: enfermeras y médicos aguadulceños que nada tienen que envidiarle a sus colegas del primer mundo. Con ellos confirmé la intensidad de la fractura del brazo y la pierna derecha. Así las cosas, comencé a familiarizarme con los nombres de tres galenos que desempeñarían un papel decisivo para mi recobro: Germán Tejera, Daniel Mendoza y Dionisia Marín, trilogía de ciencia y humanismo que permite recobrar la confianza en los panameños; porque somos mucho más los istmeños que llevamos el país en el corazón y nos levantamos día a día con confianza y optimismo. Con posterioridad descubriría esa misma fibra humanista en las atenciones de un terapeuta nacido en Cuba, pero que ama a la región de Azuero como el que más: Eloy Lastra. Un profesional de conversación fluida que transmite entusiasmo y ganas de vivir.
El quirófano y algo más
El 7 y 9 de abril fui intervenido quirúrgicamente en dos operaciones que superaron cada una las cuatro horas. Acudí a ellas con confianza y sin temores; aunque nunca imaginé que en una de tales citas tendría que vivir una experiencia que aún no logro asimilar a plenitud. Como hombre de ciencia que soy he ensayado las más diversas hipótesis para dar explicación a lo que experimenté al estar tirado sobre la mesa de operaciones. Puedo argumentar que todo fue producto de la anestesia, que las vivencias sicológicas acumuladas hicieron eclosión al estar inconsciente o que viví simplemente un sueño. Sin embargo, algo grita dentro de mí que las razones esgrimidas pueden no ser necesariamente las indicadas y que lo vivido simplemente trasciende las explicaciones racionales que a diario damos a las cosas. Al fin y al cabo la ciencia se refiere únicamente a las verdades comprobadas, sin que ello niegue necesariamente la existencia de hechos que no hayan sido sometidos a prueba.
El caso es que experimenté la más extraña de las experiencias emocionales. Estando en plena operación me sentí envuelto por un magnetismo que robustecía mi espíritu. Aquello era una especie de fuerza que impregnaba de paz y armonía todo mi ser. Doy fe que esa presencia misteriosa siempre estuvo allí; yo sentí su hechizo, aunque jamás vi nada de esa magia existencial. Lo cierto es que tuve la certeza de que se trataba de seres muy ligados a mi propia historia personal. En verdad, yo jamás había experimentado un sentimiento de paz interior con tal intensidad como en aquella ocasión. Esa sensación de amor y placidez me acompañó hasta el lecho de mi propia cama de enfermo e incluso arrancó de mis ojos no pocas lágrimas de emoción.
Sobre águilas y gallinazos o la historia de la amistad y la angurria
Ahora que puedo mirar hacia el pasado, con la tranquilidad que permite hacerlo dos meses en el tiempo, entiendo que soy un hombre afortunado. Allí estuvieron, en mi lecho de enfermo, cientos de amigos de la Universidad de Panamá, familiares, hombres de los más diversos estratos sociales y hasta los compañeros de batalla de las ubérrimas tierras del Valle de Tonosí. Necesito contarlo porque ellos representan lo más noble del espíritu humano y su solidaridad fue como un halo de lluvia refrescante sobre mi adolorido cuerpo; porque no hay como la sonrisa y el cómo estás para que los resortes emocionales más íntimos revivan al contacto de una mano amiga. Así ha de ser por siempre, para que el amor florezca como el madroño, el poroporo o el guayacán en tierras azuerenses.
Sin embargo, mi accidente en general y el retorno a casa se produjeron en un ambiente en el que los enconos afloraron en el caldo de cultivo de las luchas políticas de la Universidad de Panamá. En plena campaña política de la Sede Universitaria de Herrera, a alguna mente plagada de angurria por el poder se le ocurre que el director titular ha de ser desplazado, sin consulta con el interesado, argumentando una acefalía y aprovechando la situación para insertar convenientemente el acto administrativo dentro del coyuntural discurso político. Nada nuevo, porque la mitomanía es una vieja práctica de los políticos de mentalidad pueblerina. Como resultado de ese aldeano e infantil proceder la Universidad es zarandeada en los medios de comunicación locales haciendo de un asunto interno la comidilla pública.
No voy a comentar sobre el cierre con cadenas de la Universidad, promovido por dirigentes estudiantiles sin visión, misión, ni proyecto universitario. Detrás de ellos, cómodamente y asomando de vez en cuando su testa, algunos profesores de pluma virgen disfrutaban del aberrante acto antihistórico: una universidad que se encadena por obra y gracia de la estulticia ataviada con toga y birrete. Así las cosas, lo que importa tener presente no son los insignificantes personajes de la historia, sino la enseñanza que se deriva para los universitarios herreranos. Por ello dije en aquella ocasión que ese proceder era un acto detestable, una especie de danza de gallinazos que vuelan en semicírculo al observar en tierra el momento preciso en el que muere la presa para caer sobre ella como aves de rapiña. Lástima, porque esa no es la Universidad que debemos legar a nuestros hijos, ni quienes así actuaron expresan coherentemente el querer mayoritario de una comunidad universitaria que dista mucho de asemejarse al plumífero habitante de los cielos azuerenses. ¡ Ay de aquellos que confunden el ideario de Méndez Pereira con las enseñanzas de Maquiavelo!, en pleno centenario republicano aún no entienden las razones que posee el águila para volar en las alturas del querube.
Otra vez en el bregar.
No obstante las luces y las sombras que ha proyectado el accidente en mi vida, el saldo sigue siendo positivo. He confirmado lo que siempre he creído, que la vida vale la pena y que todos hemos venido al mundo para construir nuestro propio proyecto. Para edificarlo con los demás, aunque algunos se especialicen en introducir zancadillas y sus miopías existenciales les impida ver la luz del mundo.
Debo confesar que ahora me siento mucho más animoso que antes y mi compromiso social se ha fortalecido. Amo más a los que siempre amé y la naturaleza me hace guiños desde que amanece. La sensibilidad que siempre he llevado por dentro es un tesoro que se agiganta y en ese caminar no me preocupan los que han venido al mundo para destruir lo que otros edifican. Ratifico lo que siempre pensé, que la solidaridad humana puede más que la injuria; porque los actos que se acunan en el amor no necesitan ser justificados, por la sencilla razón de que ellos mismos gritan a los cuatro vientos su pureza virginal.
La vida es corta y no hay tiempo para perderlo habitando en las sombras. Me gusta escuchar el canto de los pájaros, el agua que recorre mi cuerpo en las mañanas heladas, a mis hijos disgustándose por trivialidades y abrazándose al instante, así como llegar al campus universitario regional al que debo tantas satisfacciones. Entiendo que un accidente es eso precisamente, algo fortuito, un instante en la vida, una prueba en el camino. En mi caso lo asumo con estoicismo y desde el fondo del corazón doy gracias al Altísimo por permitirme el alto honor de que puedas leer otra crónica de alguien que no tiene la culpa de mirar el mundo con ojos en donde no cabe el desaliento, sino el entusiasmo que se deriva de sentirse otra vez en la brega diaria.

Abril de 2003

1 comentario:

  1. Me enteré en Tonosí de que había tenido un accidente y no lo podía creer porque horas antes habíamos estado conversando y compartiendo ideas. Incluso, junto a mi compañero Rodney Saavedra le hicimos la entrevista http://mediocerrado.blogspot.com/2011/03/con-las-cutarras-puestas-entrevista-con.html, y dábamos como un hecho que estaría en Tonosí, pero el profe Moreno nos comunicó lo del accidente. De nuevo lo digo, no lo podía creer. Me hubiera gustado hacerle la visita al hospital, pero tenia que volver a la ciudad al día siguiente en la mañana y no pude.

    Espero que esté muy bien y que sigan mejorando las convalecencias aunque veo que la punta de su pluma sigue bien afilada lo que ya es bastante. Prometo volver a tierras orejanas y darle la respectiva visita.

    Saludos!

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