a. Aquella tardecita…
Aquella tardecita llegué al Colegio José Daniel Crespo, templo del
saber que se erige en la capital herrerana. Eran las primeras horas de la noche
y el pasillo del centro escolar estaba repleto de estudiantes de la Escuela
Nocturna. Pregunté por la oficina del Centro Regional Universitario de Azuero y
alguien informó que estaba al final del pasillo, en la planta baja. En efecto,
allí encontré la dependencia; la que ocupaba un espacio cuyas dimensiones eran
más que modestas. En primer plano estaba colocado el pupitre de la secretaria,
seguidamente un anaquel que hacía las veces de biblioteca y detrás de éste el escritorio
de la directora Paula Solís de Huerta.
Debo aclarar que el que allí arribaba era un profesional joven, con la
cabeza llena de proyectos y con ganas de aportar al desarrollo regional. Yo
esperaba más de la Casa de Méndez Pereira y esa primera impresión no fue del
todo grata. “Así que ésta es la Universidad”, pensé para mis adentros. Lo
cierto es que esa primera imagen se borró con el trato dispensado por la Sra. Argelis
Edilma Mendieta de López, la secretaria. Más tarde, la conversación con la
Profesora Paula contribuyó a disipar el aura de ese primer encuentro, incluso
la directiva se dignó acompañarme durante la presentación en las aulas de
clases.
En realidad el nuevo “catedrático” era un mozalbete que muchas veces
tenía que impartir clases a estudiantes que en algunos casos doblaban su edad.
Debo afirmar que quien escribe no pretendía quedarse en este reducto
interiorano de la educación superior. El caso es que con el pasar de los días
resultó agradable el nuevo papel social y le fui tomando cariño a la docencia
universitaria; a lo mejor porque el nuevo rol brindaba la oportunidad de
adentrar al educando en un mundo distinto, con una perspectiva sociológica que
para ellos podría resultar novedosa y hasta comprometedora.
Ya para aquella época tenía la costumbre de leer toda la literatura que
podía sobre Azuero, porque no veía el motivo por el cual la región no pudiera
ser un área de estudio, así como otros analistas habían hecho de la zona de
tránsito el nicho de sus investigaciones. Admito que para esas calendas un
sociólogo era un “bicho” raro en las provincias de Herrera y Los Santos y pensé,
erróneamente, que era el único especialista que se agitaba en estos menesteres.
Estaba consciente que la disciplina hasta este momento había sido asunto de
pedagogos y filósofos. Salvo mejor criterio, creo que fue don Moisés Chong
Marín quien tuvo la responsabilidad de impartir la disciplina de Augusto Comte,
Emilio Durkheim, Max Weber y Karl Marx.
Digo que estaba errado, porque una noche, justo frente al local de la
dirección, se acercó una hermosa zagala
para decirme, “Disculpe, es Usted el nuevo sociólogo” y a renglón seguido afirmó
que se llamaba Dina Mabel Solís de Peralta y que ella también impartía clases
de sociología. Así nació una amistad que el tiempo sólo ha hecho confirmar, con
hechos tangibles, que la Dra. Solís es una persona de fina sensibilidad y sólida
formación intelectual. Desde entonces me honro en tenerla como colega.
Hablando de vínculos profesionales y sociales, en ese período de tiempo,
de inicio de los años ochenta del Siglo XX, el azar trajo a mi encuentro un
grupo de colegas docentes que no puedo enumerar en su totalidad. Entre ellos
destaco la presencia de los profesores Néstor González Tello, Luis Carlos Innis
Cedeño, Raúl González Guzmán, Manuel Rodríguez y el ya indicado Moisés Chong
Marín. Sin olvidar a Rina Márquez de Lombardo, David Solís y un largo listado de
profesionales a quienes debe la Provincia de Herrera el empeño por construir
una universidad popular y democrática.
Y pasaron los años y un buen día fui designado Director de Asuntos
Estudiantiles y Extensión Cultural de la unidad académica a la que un día
arribé sin mucho ánimo de quedarme. Corría el año 1981 y la nueva ley
universitaria demandaba la selección del director, subdirector, secretario
administrativo y director de asuntos estudiantiles. Respectivamente, esos
cargos recayeron en Paula Solís de Huerta, Néstor González Tello, Luis Carlos
Innis Cedeño y quien suscribe. Exceptuando el primero y tercero de los cargos,
no se recibía remuneración alguna, aunque los restantes tampoco significaban un
salario digno de tal desempeño.
Recuerdo que al poco tiempo la administración universitaria se mudó a
la casa que quedada diagonal al colegio y nuestras “oficinas” eran en el fondo
las recámaras de la residencia. Además, un modesto pupitre y pare usted de
contar.
El 6 de julio de 1984 todos estuvimos muy ocupados porque la
Universidad de Panamá al fin terminaba las edificaciones del campus regional,
las que se habían construido sobre un terreno de 10 hectáreas. En esa fecha se
inauguraron las nuevas estructuras y al siguiente día comenzaron las preocupaciones.
Porque resulta que la puerta cochera no tenía techo, los estudiantes tenían que
esperar que escampara para pasar de un pabellón a otro y, como si fuera poco,
el “campus” carecía de grama y era un Sarigua deforestado. Como carecíamos de
una verdadera biblioteca, asumí la organización de la misma y comencé a sacar
de numerosos envoltorios los textos que habían sido adquiridos.
No pocos desafíos asumió el equipo de trabajo que dirigía la Prof.
Paula Solís de Huerta. Se acudió al DIGEDECOM (Dirección General de Desarrollo
Comunitario) y a otras instancias estatales para atender estas primeras
limitantes. Al poco tiempo se realizó una gran junta para sembrar árboles y darle
un nuevo verdor a nuestra Universidad Regional. Producto de ese afán, aún los
estudiantes se sientan en las bancas de concreto que se construyeron con los
magros recursos de que se dispuso.
Surgía así una mística universitaria que nunca más hemos vuelto a
tener, con gentes que no estaban preocupadas por las horas de clases, ni demandando
viáticos y de común acuerdo se quedaban en el campus más de lo necesario porque
comprendían la trascendencia de lo que realizaban.
Lo que ha acontecido después ya es materia conocida y forma parte de
una dinámica que no me corresponde juzgar y que la historia, en su debido momento,
sabrá justipreciar. De lo que si puede dar fe es que ahora tenemos más
tecnología, aulas y docentes, pero sigo extrañando esa Universidad que estaba
más cerca de la gente y en la que se
experimentaba un agradable calor humano. Laboraba en un centro de
estudios que se mostraba más consecuente con su razón de ser: el humanismo. O
para resumirlo en una expresión, aquélla una era universidad menos “ligth”.
b. Creo que todos los que vivimos aquellos tiempos…
Creo que todos los que vivimos aquellos tiempos -que no por pasados
fueron mejores-, podemos dar fe que la tarea de construir la Universidad Regional
siempre ha sido ardua y hasta llena de ingratitudes. Por eso urge rescatar esa
memoria universitaria, no para llenar de laureles a quienes fueron zapadores,
sino para dimensionar y renovar el compromiso social que tenemos con nuestra
gente.
Y así como el ser humano no puede vivir eternamente desmemoriado, lo
mismo acontece con las instituciones, porque en el fondo la filosofía y crónica
de la historia es quien da sentido al empeño profesional. Laborar en la Universidad
puede ser fácil, pero comprender la génesis y retomar el verdadero legado
institucional, ese es otro cantar.
Lo afirmado es relevante, porque cuando se olvida el norte histórico y filosófico, la Universidad corre
el peligro de navegar en la moda institucional exógena, olvidando que ella no
existe para emular a otros, sino para marcar los derroteros sociales. La
verdadera Universidad nunca ha de estar
a la moda, porque su deber es destruir y construir paradigmas científicos,
políticos, culturales y sociales. De alguna manera ella ha de ser y marcar,
ahora si, la moda.
c. Los robles han florecido.
“Los robles han florecido”, así denominé hace
muchos años a la crónica que escribí sobre la Universidad Regional Herrerana. El
escrito se refería al árbol que sembró el rector Ceferino Sánchez a un lado de
la puerta cochera de nuestra unidad académica. Y toda la reflexión era una
metáfora sobre nuestro acontecer universitario, porque imaginé que ese roble
era un ícono del campus provincial.
Desde entonces disfruto cada año su floración y asumo que así ha de ser
la utopía universitaria; como esa maravilla de la naturaleza que pasa desapercibida
mientras nos distraemos en el ajetreo diario. Observo que ese ser leñoso está siempre
allí, impertérrito, inamovible, empotrado en el suelo, para ofrecer sus frutos
florales al paisano que transita por la calle.
El árbol -orgulloso de su estirpe-, se llena de flores durante el estío
peninsular, época cuando la temperatura asciende a 35 grados centígrados y el
pasto acartonado reviste su tonalidad achocolatada. Y entonces el ser
clorofílico mira en lontananza, oteando otros horizontes, mientras se convence
que su misión está en morar en este pedazo de tierra.
Aprendamos de él, antes que desaparezca o que la visión pueblerina lo
convierta en pasto de hachas, aparador de la modernidad o reflejo de un mundo
que no le pertenece y terminemos por convertirnos en la Universidad de la
alienación, de la pizza o la
hamburguesa. ……mpr…
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