Ya
sabemos que el minifundio es la pequeña propiedad, la misma que algunos también
han denominado parvifundio y que tiene su antítesis en la gran tenencia de la tierra,
el latifundio. Sin embargo, el asunto no es solo una temática que hace alusión
a la tierra, como bien económico y nada más, porque lo que aquí interesa
determinar son los nexos que el mismo posee con las expresiones socioculturales
de las provincias de Herrera y Los Santos; zona que desde mediados del Siglo
XIX se conoce como Azuero.
a. La génesis del minifundio
Existen
varios factores que se conjugaron para que en el área azuereña, a diferencia de
otras zonas nacionales, se desarrollara esta particular visión de mundo. Porque
de eso se trata, de que el minifundio es un elemento estructural de la sociedad
azuerense. Nace en la Colonia, cuando los españoles despojan a los indígenas de
su propiedad colectiva e implantan la experiencia que traían de la Península
Ibérica. Habría que estudiarlo en mayor detalle, pero barrunto que estamos ante
un remanente de estructura agraria gallega, andaluza y, tal vez, de Castilla La
Mancha. Está por verse si en la propiedad exista algún rasgo de las vivencias
sociales y económicas del grupo afrocolonial.
El
español desarrolla en las provincias de Herrera y Los Santos, y particularmente
en la santeña, la organización agraria a la que hacemos referencia. Y afirmo
que en la tierra de Belisario, más que en la herrerana, porque en la segunda aún
observamos los resabios veragüenses de un mundo latifundista. Esto es evidente
cuando se revisa la historia pariteña, lugar en donde la gran propiedad tomó un
cariz religioso a través de las llamadas
cofradías. Incluso, en fechas tan tempranas como el Siglo XVI, hay testimonios
de que en Parita los españoles implantaron el control de la población indígena
mediante el camarico. En este último caso se trata de la explotación del
aborigen, el que debía pagar al cura en especie y/o mano de obra a cambio del adoctrinamiento en la fe
cristiana.
Todo
parece indicar que la pequeña propiedad se hizo más presente hacia el sur del
Río La Villa. Es más, tal tenencia de la tierra va a ser la responsable del
surgimiento de diversas comunidades en la sección oriental de la Península de
Azuero. Ya se sabe que los ibéricos residentes en la zona, así como sus
descendientes, organizan los espacios geográficos y van a crear, en las
encrucijadas de los caminos, y en sitios próximos a las fuentes hídricas, un
conjunto de asentamientos, algunos de los cuales no lograron tener formato de
pueblo hasta los siglos XVIII y XIX. El ejemplo más temprano de lo planteado lo
constituye la propia fundación de la Villa de Los Santos, proceso que ha sido
ampliamente documentado por los historiadores nacionales. Tanto La Villa como
Parita son casos que corresponden al Siglo XVI y que son paradigmáticos para
comprender la tierra en donde se erigen el Canajagua y El Tijera.
Lo
relevante del proceso que estamos intentando dilucidar, se refiere a la
idiosincrasia del hombre que existe detrás de ese minifundio. Me refiero a la
creación del campesinado, un grupo humano que conforma su cosmovisión alejado
de los núcleos urbanos y cuya producción económica sólo le permite satisfacer
las necesidades básicas. Quiero decir que estamos ante un personaje cuya
inserción en el sistema económico es muy débil. Nada más hay que leer las
crónicas de los obispos que en los siglos pasados recorren la zona, para
percatarnos que sus quejas se refieren a un cristiano que mora alejado de los
templos, disperso en la sabana que se extiende desde Santa María de Escoria
hasta el actual Pedasí.
Así
se va forjando un ser montaraz y sabanero –un orejano escribiría durante el
Siglo XIX el Dr. Belisario Porras Barahona - cuyo horizonte se centra en el
pueblo más cercano, el entorno ambiental, así como en su núcleo familiar. Por
eso “el pueblo” será por antonomasia la sede del trámite burocrático y el ágora
religiosa y civil.
Pareciera
que el proceso logra su pleno apogeo y concreción hacia finales del Siglo XVIII
y principios del Siglo XIX. Para tales calendas ya existe en la región un
hombre que se reconoce como tal, que tiene su cultura y una sociedad que le
permite distinguirle del otro; vale decir, del que mora en la zona de tránsito
y otras latitudes nacionales. Sin embargo, todavía el control del campesinado
sigue estando en los centros urbanos (Parita, La Villa, Pesé, Las Tablas),
lugares en donde se asienta el poder colonial que luego será republicano. El 10
de noviembre de 1821, así como otros conatos peninsulares, corroboran lo que
estamos planteando; son implementados por la élite pueblerina y respaldados por
la masa campesina. Ni más ni menos que lo que ocurrió en el resto de América
Latina.
Si
bien no podemos señalar que el minifundio sea el único factor que produce el
fenómeno social al que nos referimos, no cabe duda que la identidad cultural de
la zona descansa sobre la conciencia colectiva e individual de dicha propiedad
rural. Poseer tierra le da al orejano un sentido de pertenencia y, a la postre,
dicho factor económico será vital para que el grupo humano se reconozca en la
música, las danzas, los vestidos y, en general, en las expresiones materiales e
inmateriales de la cultura. Con el correr del tiempo, ese mismo hombre afirmará
que “aquí cada uno tiene su pedacito de tierra”.
No
cabe duda que estamos ante un proceso dinámico y dialéctico, en donde la
cultura se construye también con la propia independencia mental del orejano, en
un proceso complejo que será la base de lo que se conocerá como el santeñismo.
Ésta es la expresión colectiva del hombre que mora en la Península de Azuero,
no importa el punto geográfico que habite. Sin duda, para superar caducas y
añejas defensas pueblerinas, hay que comprender, a la altura de nuestro relato,
que se ha forjado un ente que está por encima de las actuales circunscripciones
administrativas. Admitamos, de una solo vez, que el establecimiento de la Villa de Los Santos
no es solo la fundación de un poblado, constituye el cimiento que hace posible
la diferenciación del grupo humano que mora en la indicada región interiorana.
Dicho de otra manera, con ella surge la Nación Orejana. Y es tanto así, que lo
santeño pasará a dar nombre a la provincia que se establece desde mediados del
Siglo XIX, aunque su génesis se remonta al Siglo XVI.
b. La evolución del minifundio
Durante
el siglo decimonónico comienza a producirse la primera ruptura con este mundo
de pequeña propiedad, tierra, reses, campesinos y hegemonía del Catolicismo. Si
bien nunca la zona fue una economía autárquica, ni dejó de tener lazos con la
Zona de Tránsito (piensa en los conatos de independencia y la comunicación
marina a través del Golfo de Panamá), la verdad es que el quiebre del
minifundio comienza con el mercado que genera el Ferrocarril Transístmico,
continúa con el Canal Francés y se acrecienta con el Canal Norteamericano. Ya
en pleno Siglo XX, las leyes liberales terminan por destruir la propiedad
comunal y convierten la zona en un área de estacones, alambres y propiedad privada.
Dicho de otra manera, lo campesino retrocede ante el avance de la economía de mercado capitalista.
La
amalgama de cambios sociales y económicos tiene su apoteosis cuando los
minifundios se tornan cañeros y la mano de obra campesina se remunera
económicamente. Es el momento cuando el “peón dao” comienza a desaparecer y la
fuerza de trabajo se oferta en el mercado. Estamos ubicados, cronológicamente,
hacia finales del Siglo XIX y primeras décadas del Siglo XX. Hay que estar
claro que el monopolio de la caña, al surgir los ingenios, destruye a miles de
propiedades minifundistas, debido a la prohibición de la destilación de alcohol
en los alambiques campesinos. Esta es, en efecto, la verdadera causa
estructural que genera la diáspora campesina de la primera mitad del Siglo XX.
Pareciera
que la destrucción minifundista, aunada a la apertura de mercado y a la
modernización del sistema educativo, están en la base de un repliegue hacia el
ayer cultural que se esfuma y que ahora produce una nostalgia o cabanga por el
sistema sociocultural que se transforma. En consecuencia, se revaloriza la
tradición cultural y ese hombre campesino, o de extracción campesina, se ve en
la imperiosa necesidad de crear festivales folklóricos que le recuerden lo que
hasta hace poco fue su modo de vida.
Hasta
finales del Siglo XX el minifundio continuó existiendo, aunque venido a menos y
vapuleado por el avance de la ganadería extensiva, destructora de bosques e
invasora de la tenencia de tierra. Sin embargo, hacia finales del siglo
indicado y en lo que va de la presente centuria, el parvifundio fue sometido a
otro devastadora influencia. Se trata de la nueva apertura económica en el
marco de políticas neoliberales que trascienden el mercado interno y someten la
tenencia de la tierra al influjo de intereses de grandes empresarios nacionales
e internacionales. En efecto, desde los años veinte Azuero no había recibido en
su estructura agraria una presión tan fuerte como la existente.
Ahora
los intereses mineros, cañeros, inmobiliarios y de servicio presionan las
propiedades agrarias de la costa y de la montaña a un grado tal que los
remanentes de la pequeña propiedad no pueden competir en el mercado. Esto es lo
que explica, en parte, la crisis del agro y los movimientos de fuerza campesina
hacia la costa en comunidades como Chitré, La Villa y Las Tablas, lugares que
se tornan más urbanas y son sede de la economía de servicio. Otro tanto
acontece con Pedasí, población que se ufana de su modelo turístico y que desde
el área austral amenaza con evolucionar hacia un estilo de crecimiento que se
aleja de los modelos existentes, a saber, el agropecuario y el terciario.
c. Secuelas de un proceso de
transformación agraria
Todo
lo planteado es de suyo interesante y preocupante, porque hay que tomar en
consideración que en las últimas décadas coexisten en la zona un conjunto de
modelos económicos y sociales que se alejan del tradicional agropecuario. Las
Tablas y Chitré, por ejemplo, son lugares de compra de tipo terciario, en los
que los centros comerciales (mall) y la actividad bancaria dominan la economía.
Tómese en consideración que los mismos no son actividades que se relacionen
directamente con la producción de tipo agropecuaria. A todo ello hay que sumar,
como ya hemos planteado, la actividad inmobiliaria y la venta y compra de
tierras de la costa y zonas de la montaña. Así, simultáneamente, la minería se
apropia de miles de hectáreas en la cordillera, mientras que la siembra de caña
de azúcar termina por deforestar y contaminar, por ahora, a miles de hectáreas
que bordean el Río La Villa; en una especie de triángulo que tiene como
vértices a las comunidades de Villa de Los Santos, Chitré y Pesé. Todo esto sin
hablar de lo que ya ha acontecido entre los ríos Santa María y Escotá, ejemplo
de lo que le espera al resto de la región.
Lo
que intento sostener es que durante el Siglo XX y en lo que transcurre de la
presente centuria, la tenencia de la tierra minifundista no puede competir con
la existencia del gran capital, que la arrincona y la condena a ser un
reservorio de mano de obra y reducto de la identidad cultural que a duras penas
subsiste olvidada por el caduco sistema educativo, sometida a los medios de
comunicación de masas y al espejismo de un crecimiento económico que no logra
convertirse en calidad de vida, en desarrollo social.
Qué
duda cabe que lo que acontece es trascendente para las expresiones culturales
de la zona que hasta ahora ha sido un bastión de la identidad nacional. La
destrucción del minifundio golpea duramente la raíz misma de la identidad
campesina, del orejano que mora en la Península de Azuero. El desarraigo de la
tierra está generando una alienación de tipo colectiva. La ausencia de proyecto
social y la necesidad de llenar ese vacío existencial promueve, particularmente
en los sectores juveniles, una búsqueda cultural, que al no encontrar eco en la
propia realidad, se llena con exotismos foráneos, cuando no un folclor mercantilizado
que fomenta hedonismo y estimula un individualismo enfermizo.
Nada
de lo acaecido en épocas pretéritas parece ser tan dramático como lo que se
vive en los tiempos actuales, con el impacto sobre la tenencia de la tierra,
las secuelas sobre el hombre que mora en ella, así como su incidencia sobre la
dinámica cultural que ha tenido gran parte su génesis estructural en este tipo
de propiedad agraria.
Si hacia mediados del Siglo
XX el Dr. Manuel F. Zárate hablaba de la adulteración del folclor, medio siglo
después la comercialización cultural, la minería depredadora y los cañaverales
latifundistas, aunado a la destrucción del minifundio, son aliados que
estimulan el desarraigo del hombre del campo y le roban su más preciado tesoro:
la tierra y la identidad cultural, convirtiéndolo en un paria en su propia
sociedad agraria, mientras otros se llevan la riqueza que construyó en medio
milenio de existencia. ……mpr…
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