El
encabezado del escrito lo tomo del memorable libro de Don Rubén Darío Carles
Oberto, que bajo el nombre de LA GENTE DE ALLÁ ABAJO publicara el penonomeño a
mediados del Siglo XX. El texto describe la región azuerense en sus hábitos y
costumbres y destaca, entre otros aspectos, el rol de la caña de azúcar en las
primeras décadas de esa centuria. Después de tanto tiempo el recordado educador
continúa teniendo razón, porque para aquellas calendas existían en la Península
no pocos cañaverales y pequeños ingenios.
El tema es
relevante, porque hay una diferencia notable entre la antigua forma de
producción y lo que encontramos en la época contemporánea. Antes, el cañaveral
era un recurso propio del pequeño propietario –minifundista- que lo utilizaba
para derivar otro ingreso familiar y, de paso, casi sin querer, promover en el
agro las nuevas relaciones asalariadas. Hay más, porque la cultura de esos
tiempos está impregnada de relatos de aparecidos y personajes que
caracterizaron el folclor de esa etapa de nuestra sociedad rural. No pocas
veces el “Padre sin cabeza” aparecía próximo a los ingenios, como si la leyenda
pretendiera alejar al campesinado de la tentación que suponía la proximidad del
alcohol.
También
hay una diferencia abismal entre aquellos cañaverales azuerenses y los que se
desarrollaron en Aguadulce -e incluso en
Pesé- empresas que crean el monopolio de la caña
que estimularon presidentes como Rodolfo Chiari y que llevan el sello liberal
de aquellas décadas de principio de la vigésima centuria. Por eso, ligado al
aumento de la población, el consumo y la demanda nacional e internacional,
vivimos la expansión de la caña de azúcar; monocultivo que se apodera de los
campos, destruye el ambiente y arrasa con lo que queda de la peonada
campesina. El hecho no deja de ser
curioso, porque en Azuero el rol de la caña parece tardío, si lo comparamos con
el período colonial, cuando en otras latitudes su cultivo estuvo ligado a la
deplorable explotación de africanos e indígenas.
En tales
tópicos he estado pensando a raíz de la crisis del agua en la península
azuereña. Los tiempos cuando el mosto era tirado a las quebradas y los ríos,
sin mayores secuelas, han pasado a la historia; ya sea porque nunca se
documentaron tales prácticas o por la indolencia de la clase política y de los
ciudadanos que están llamados a prevenir tales catástrofes sembradas por el
hombre.
Lo del Río
La Villa y la tristemente célebre atrazina es una acumulación histórica de
factores que eclosionan a finales del mes de junio e inicios de julio de 2014.
Hay que recordad que fue el General Torrijos quien en los años setenta trajo a
Los Santos un destartalado ingenio, ilusionado por los buenos precios del
azúcar, propuesta que también intentó desarrollar en La Tiza de Las Tablas. De
aquella época todavía subsisten los ingenios veragüenses, los que continúan
siendo testigos de los devaneos del Estado empresario.
La verdad
es que el río que los indígenas llamaron Cubitá
y Gaspar de Espinoza denominó De Los
Maizales sufre las consecuencias de una cultura empresarial que usa las
corrientes de agua como basureros de sus desechos industriales, quizás porque
es más cómodo y rentable mirar para otro lado y aprovechar las crecidas de las
aguas invernales para deshacerse de la vinaza y otras inmundicias.
Qué duda
cabe que en este mundo de cañas, virulí, seco y etanol poco importa los
doscientos mil habitantes que pueblan Azuero, aunque cien mil personas se hayan
quedado sin agua. La racionalidad económica se impone sobre la sanidad
comunitaria y termina defendiéndose con los socorridos argumentos de la generación
de empleo, medidas de mitigación y otras distracciones de igual ralea.
La
contaminación no es tan sólo el producto de una falta de conciencia, en la que
santeños y herreranos también tenemos nuestra cuota de responsabilidad. Ella resume
la ausencia de políticas de Estado para con un agro al que sólo se acude en
tiempos de elecciones. El río, otrora silencioso, parece gritar a los panameños
nuestra proverbial falta de previsión y de cultura ambiental. E incluso deja
bien claro que no podemos vivir sin el preciado líquido y que éste bajo ninguna
circunstancia debe ser privatizado y convertido en mercancía.
A los que
habitamos el área ha de preocuparnos que una problemática de tal naturaleza se
reduzca a la entrega de botellas de agua –loable sin duda- pero distante de las
causas reales del fenómeno. El río La Villa es apenas un componente de una
estructura comunitaria económica, natural, social y cultural que espera proyectos
integrales de desarrollo. La solución no sólo está en castigar a los culpables,
sino en la eliminación del principal foco de contaminación; a saber, la
expansión de la caña de azúcar y el irresponsable uso de agroquímicos.
Se impone
recordar que en la historia de la humanidad los monocultivos siempre han sido
un problema mayúsculo, porque el sistema social termina cautivo de sus
angurrias económicas y apetencias políticas, al par que se atenta contra la
seguridad alimentaria. Allí están, como ejemplos, Santa María y El Rincón,
comunidades herreranas que moran entre barrotes de caña y agroquímicos.
Emulando a
Carles Oberto, arriba citado, diría que apesta a mosto, vinaza y atrazina la
hermosa tierra azuerense. Y mientras la población defiende en la calle su
calidad de vida, entre los matojos de caña el rostro sonriente de la impunidad
recuerda el viejo adagio popular: “Poderoso señor es Don Dinero”
.…..mpr…
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