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20 mayo 2009

HARTO DE ANTENAS GUARAREÑAS

Llegué a Guararé y ya en la distancia se dibujaban en el horizonte un conjunto de torres. Ingenuamente me dije para mis adentros, “estamos progresando”. Pero al rato la alegría se convirtió en mueca. Por doquier asomaban su mecánico rostro las antenas con sus torres piramidales. Ya en casa, ¡qué lío!, pensé, porque al querer tumbar un mango distrajo mi vista el miserable esqueleto de la comunicación digital. Al parecer ya no podemos ni comernos un “piro” tranquilo; porque hasta lo peones, que antaño hacían la limpieza del potrero, ahora mueven temerosos sus machetes para no confundir la pata del nuevo soporte tecnológico con la escobilla y el guácimo.
Mi cerebro no deja de pensar en este tópico, porque en otro tiempo la antena era otra cosa. Por ejemplo, aquella que se le colocaba al radio y, esa otra, la antena de Ondas del Canajagua. Desde entonces, para algunos santeños la antena es sinónimo de torre y la torre es lo mismo que la antena, aunque no sea así. Esta última no era una amenaza, como tampoco lo fue (allá por los años sesenta) la que mi padre colocó, con su respectivo pararrayo, para poder ver en el Canal 4 al Fat Fernández leyendo Telenoticias RPC. Porque el truco era que la antena no era un contaminante visual y el Canajagua seguía siendo ese cerro azul que se divisaba desde la “chiva” en la que “Minso” nos llevaba al Colegio Manuel María Tejada Roca; con Héctor, Fanny, César y toda esa gallada de guarareños que hicimos nuestro bachillerato desde mediados de los sesenta hasta los primeros años de los setenta.
Algunos ya no vivimos en la Tierra de Benjamín “Min” Domínguez, pero la seguimos queriendo, no sólo porque allí están los huesos de nuestros antepasados, sino porque nadie que se precie y respete puede renegar de sus orígenes y querencias. Por eso me duele ver a Guararé convertido en cementerio y depositario de artilugios electromagnéticos. Claro que comprendo a quienes reciben algún pago por el alquiler de sus terrenos, y no los culpo, porque el asunto no es con ellos, sino con esos empresarios millonarios que nunca vivirán en el poblado, ni les importa con la naturaleza ni con la gente que mora en la tierra del Dr. Manuel F. Zárate.
Ya han aparecido algunos “genios” a decirnos (porque aún piensan que somos un conjunto de aldeanos ignorantes) que no hay nada que temer, que no se ha logrado comprobar que esas radiaciones hagan daño, pero se les olvida aclarar que tampoco se ha podido establecer lo contrario, que sean benéficas. Yo pienso que mientras no haya una definición en firme, mientras la ciencia no lo afirme con la contundencia de la investigación, lo mejor es tener las torres alejadas de nuestras viviendas, tal y como lo estable la política que han creado los gobiernos europeos.
Bajo un sol candente y un sopor endiablado, miro esas torres de la modernidad que invaden patios y potreros. Y sé que el asunto no es tan sólo de antenas. Hace unas décadas fueron los manglares destruidos para construir estanques para camarones, luego vino la amenaza de la minería en pleno Macizo del Canajagua, más adelante los chiqueros para cerdos en la cumbre del promontorio al que le cantara el Dr. Sergio González Ruiz y, recientemente, la compra de las costas y la especulación inmobiliaria. Los santeños estamos jodidos, aunque seamos potencia maicera, bicampeones, tengamos reinas de belleza y organicemos el mejor carnaval nacional; poco a poco se destruye nuestro patrimonio ante la indiferencia ciudadana y el oído sordo de las autoridades.
¡Claro que estoy harto de antenas guarareñas! Y así les llamo, aunque por ningún lado de ellas penda una mejorana. Llamo a la reflexión sobre el tema, sin oponerme al avance de los tiempos, ni ser un cavernícola de las comunicaciones. No en balde la Luna Llena alumbra las famosas torres, mientras el foco titilante, en la cumbre del esperpento, anuncia con su rojo intenso el peligro que cuelga de los cielos y se enseñorea sobre la sabana santeña. Paisanos, por Dios, paremos esa cochinada.
...mpr...

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