Prof. Dora Pérez de Zárate |
El
Festival Nacional de La Mejorana siempre ha sido un evento que congrega a las
mejores expresiones de la cultura popular, porque el acontecimiento posee una
proyección que rebasa los estrechos límites del distrito guarareño y la
provincia santeña. Y en ese andar ha tenido que enfrentar diversas limitaciones,
desde las estrecheces económicas hasta la incomprensión de quienes lo sueñan
invariable en el tiempo y lugar, como si la festividad no fuera un ente sujeto
a los cambios sociales y culturales de la era moderna.
Sin
embargo, lo que siempre ha de ser reprochable es echar al olvido a quienes
fueron zapadores de una empresa de tamaña magnitud. Por eso motivo me ha
resultado inquietante el percatarme del silencio nacional ante el centenario
del natalicio de Doña Dora Pérez de Zárate, esa multifacética mujer istmeña que
regaló parta de su vida a un proyecto -el Festival-, que luego de más de medio
siglo de existencia continúa incidiendo y reclamando una postura en torno a la defensa de la identidad nacional.
Debo
decir que tuve la dicha de conocer a la
Profesora Dora y conversar con ella en múltiples ocasiones. Mis evocaciones más
lejanas la perciben como una mujer blanca, de mediana estatura y de andar
pausado. Sé que nació en la Ciudad de Panamá el 9 de marzo de 1912 y falleció
en esta misma ciudad el 29 de marzo de 2001, a la edad de 89 años.
Todos
podríamos decir que en algún momento, vivos o muertos, también llegaremos a
nuestro centenario. Pero acontece que la investigadora que nos ocupa fue una
mujer paradigmática; como consorte del Dr. Manuel Fernando Zárate forjó una
alianza matrimonial que marcó la historia patria del Siglo XX. A su favor añado
que fue maestra, profesora de español,
ensayista, catedrática universitaria, poetiza y una permanente enamorada
de la cultura raizal del panameño. Su aporte se torna más valioso si la
comprendemos en su entorno sociocultural -hacia mediados de la pasada
centuria-, cuando la preocupación por los temas vernáculos no eran la tónica en
nuestro país y, más aún, los mismos eran vistos como preocupaciones de
“manutos”, “patirrajaos” o de orejanos incultos que habitaban la sabana
antropógena interiorana o residían dispersos en la serranía.
De
la pluma de la orejana istmeña he leído muchas cosas. Recuerdo: Parábolas (1947), La décima y la copla en Panamá (Coautora,1953), Añojal
(1979), Lolita Montero (1980), Vestidos masculinos en el folklore panameño
(1980), La saga panameña: Un tema
inquietante (1986), La música típica
de Panamá (1996), Acerca de la medicina folklórica de Panamá
(1996) y Del tamborito una flor (1996).
Sobre
el perfil humano de la Prof. Dora hay un rasgo que siempre concitó mi atención:
la sencillez y calidez de su personalidad. Hago memoria y recuerdo que durante el Festival Nacional de
La Mejorana siempre estaba accesible a las personas que quisieran hablar con
ella, desde los noveles investigadores de la cuestión folklórica nacional,
hasta el mismo hombre folk, sujeto por el que sentía un profundo respeto.
Porque hay que decir que no obstante el reconocimiento de que era objeto, este
hecho nunca fue obstáculo para tender puentes a favor de la amistad y el
reconocimiento a la cultura nacional. Hay mucho más, me atrevería a
afirmar que siempre hubo una complicidad
de clase entre la investigadora y ese hombre campesino que intuía que la “mujer
de Zárate” era su aliada cultural.
Pienso
que lo mejor de la istmeña a la que nos referimos no lo es tanto lo que
escribió, que no fue poco en un país alejado de tales menesteres de la inteligencia,
sino el arquetipo que representa. Ese andar por la nación entrevistando hombres
y mujeres folk, apertrechada de teorías sobre lo vernáculo, recogiendo
sonoridades, almorzando frugalmente, pero con la certeza de que otro Panamá era
posible y de que la nación no se agota en esa franja transístmica que se nutre
de barcos y centros financieros. Dora es hija de esa época, de ese Panamá que
aún no soñaba con computadoras ni con otros artilugios de la tecnología
moderna. Y para acometer tamaña empresa
había que disponer de un alma sensible, encarnar, como ella, a un ser capaz de
amar el sonido de los grillos o de erizarse ante el espectáculo de los ocasos
de oro, cuando el sol se desmaya entre los cerros.
La
panameña fue consecuente con su tiempo, porque su aporte se produce a mediados
y en la segunda mitad del Siglo XX, justo cuando la cultura nacional se
estremece ante el influjo de otros grupos humanos, ya sean foráneos o de
nuestra cosecha, no pocas veces alienados y deseosos de encarnar un cosmopolitismo
que terminará por volverse “ligth” o “pretty”.
Una
mujer con esa visión, acompañada en sus andares por el Dr. Manuel Fernando
Zárate, Padre del Folklor Nacional, es quien conmemora cien años de nacimiento.
Y este centenario es la ocasión para redoblar esfuerzos y pensar que la
volveremos a ver en el Parque Bibiana Pérez, o quizás sentada en su taburete al
costado del estrado, sonriendo a Alexandra Mercedes Vargas Benavides, la reina
de este año, preguntando por sus amigos de todos los tiempos o acudiendo al
templo de la Virgen de Las Mercedes; mientras nos interroga sobre los
derroteros de la cuestión cultural del Istmo.
La Profesora Dora Pérez de
Zárate no fue sólo una investigadora del folklor nacional; también era la
fémina que destinaba recursos de su presupuesto familiar para editar libros, la
misma que en la praxis supo ser feministas sin proclamarlo a los cuatro
vientos. La poetiza que tuvo la capacidad e inspiración para escribir Granada y Buscando Cocuyos; la que aprendió a recoger en sus notas de campo
la grandeza y abandono del campesino istmeño. Por eso, en el primer centenario
de su nacimiento, no podemos olvidarla; porque la patria agradecida sólo ha de
inclinarse ante sus mejores hijos y reconocer la trayectoria de vida de
aquellos que, como Doña Dora, son norte y guía de la cultura istmeña.
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