1.
Cavilando sobre el cuento.
Al
contrario de los que ven en el cuento sólo la existencia de un género
literario, me interesa explorar otras facetas. Se dice de él que es un relato
corto en donde su creador hace gala de la imaginación, generalmente alejado de
las descripciones en las que se privilegia la visión cartesiana del mundo.
Pienso
que el hombre es, por naturaleza, un creador de cuentos. Disfruta de sazonar
sus relatos con no poca pizca de ilusiones y hasta picardía popular. De hecho,
las murmuraciones pueblerinas están
repletas de relatos cuyos protagonistas quedan desdibujados en el tiempo, los
que luego resultan hasta irreconocibles. Por ello las leyendas proliferan en
nuestras sociedades, sean rurales o urbanas.
En
Los Santos el cuento siempre ha sido un relato que ha estado en el folclor
regional. Desde los abuelos que los narraban a luz de Luna, hasta cultivadores
más académicos y formales. Al final lo relevante radica en cómo el género logra
subsistir en el tiempo, pese a los cambios sociales que distorsionan la esencia
del santeñismo. Entendiendo por tal nuestro ethos sociocultural, ese estilo de
vida que también ha contribuido a darle lustre a la panameñidad.
La
verdad es que el cuento siempre sobrevivirá, por la sencilla razón de que ya
forma parte no sólo de nuestro entorno cultural, sino, a lo mejor, de nuestra
carga genética. Porque mirar el mundo ya es transformarlo y darle un sentido
imaginario que se queda no sólo en la retina, sino en la percepción que los
sentidos hacen de la realidad circundante. En efecto, vivir es escribir el
cuento inacabado de nuestra propia biografía terrenal.
El
arcano, esa parte existencial que desconocemos, incita la imaginación. Porque
detrás del cuento late la magia y la religiosidad. No en vano siempre se ha
hablado en filosofía que el contacto con la naturaleza creó en el hombre una corriente que se conoce como
cosmología, también llamada filosofía de la naturaleza o naturalismo. En verdad
de allí al panteísmo es poco el andar,
pero estos son otros senderos
Y
toda este cavilar viene a propósito de que un tableño, luego de su visita a
Cerro Hoya, escribe un cuento. Así es, los pies hoyan el sacro lugar ubicado en
tierras santeñas y veragüenses. Me refiero a don Domingo Díaz Domínguez,
inquieto profesional de tierras santeñas.
2. Por las tierras de
Cerro Hoya.
Siempre,
para todo, hay una inspiración, pero de poco
sirve la musa si ésta no se aloja en un cerebro capaz de darle sentido a
lo que mira, para que quien atalaya la
realidad se atreva a trascenderla. Por eso visitar a Cerro Hoya desprovisto de
las adecuadas anteojeras intelectuales sólo nos lleva a avizor la flora y la
fauna, así como a disfrutar del escenario escénico que ella concita.
El
Parque Nacional Cerro Hoya, con sus 32,557 hectáreas, constituye el más grande
reducto montañoso de la Península de Azuero, un paraíso montuoso amenazado, más
que por el hacha y la motosierra, por el analfabetismo ambiental y el
mercantilismo más abyecto. A ese lugar, digo, arribó nuestro amigo Domingo,
santeño con alma de Quijote que además de mirar, supo palpar y sentir el alma
de la zona boscosa en la que expone la riqueza natural que atisbaron los
españoles a su arribo a la región que ya amaban los habitantes precolombinos. Allí
en ese lugar que la naturaleza sacralizó, el profesor Domingo permitió que su
imaginación volara para jugar con piratas, barcos, monjas, arrullo de olas y
demás artilugios. Tal es el fundamento ecológico, histórico y sociológico que
permite nacer al cuento, El Cofre de Piedra.
3. El Cofre de Piedra.
Le
llamamos cuento al Cofre de Piedra, pero al leerlo se me antoja que es un
híbrido, una especie de cuento, pero además novela embrionaria y leyenda
colonial. Pienso que don Domingo le puso tal etiqueta a falta de mejor
denominación literaria. Quizás para que no se le quedara moro el muchacho, como
dice nuestro extraordinario y campestre orejano.
Y
la verdad que le comprendo, porque aquí lo que interesa es el relato. Esa trama
que recoge historia patria y suramericana, la que ambienta en la misma zona en
la que naufragó el vapor Taboga, allá por la primera década del siglo XX, y de
la que nos quedó aquel tamborito que habla de Sotero Díaz, el tonosieño que
condecorara el gobierno de Francia por su labor de rescate del cónsul de la
tierra de los gabachos o galos.
El
cuento atrapa al lector, porque eso de
imaginar al bajel recorriendo la pacífica costa peruana, desde el sur
continental hasta nuestra península, se corresponde con la historia de la
región del Cubitá y el Mensabé. Por eso recordé el mapa que en el Siglo XVII
confeccionaron los piratas que navegaban más allá de Punta Mala y Morro de
Puerco. Porque en la cartografía que legaron se lee el nombre de la Villa de
Los Santos, en la vertiendo oriental, mientras hacia el centro asuma un
accidente geográfico que nominan Canajagua, el más emblemático y querido de los
cerros santeños.
Vistas
las cosas de esta manera, lo que queda es revisar el relato, no sólo para que al
lector nadie le “eche cuento”, sino porque es un deber casi ético el
conocernos, el escudriñar en lo que somos como sociedad y cultura. En especial
nosotros los santeños que somos una nación y nos cuesta reconocernos como tal.
4. Más allá del cuento
Si
todos los cuentos se quedaran en eso precisamente, en cuentos, el género
tendría sentido pero no superaría la anécdota graciosa y hasta lúdica. Sin
embargo, gustamos de ver en ellos una proyección de la sociedad y de los
hombres que en ellas se esfuerzan por reflejar, a lo mejor inconscientemente,
el momento que les tocó vivir
Pienso
que la redacción de EL COFRE DE PIEDRA surge en una coyuntura oportuna. Ahora
que la Península de Azuero, y dentro de ella la provincia de Los Santos, vive
un instante de transformaciones que trastocan nuestro maltrecho proyecto de
vida. Hablo de una depredación ambiental y cultural que destruye el estilo de
vida que fue el norte de nuestros antepasados. Porque no se trata sólo de tomar
conciencia de lo que son capaces el hacha y la motosierra, sino del derribo de
valores y de símbolos, los que intentan ser reemplazados por mamarrachadas de la peor ralea. Lo que acontece con la
décima, las juntas, la pollera, las piezas interpretadas en acordeón son
indicadores de descomposición social y cultural. Y todo esto sin entrar en
detalles del intento de imponernos a nosotros, los santeños, una bandera
carente de trascendencia histórica y de contenido cultural.
Digo
que el cuento de don Domingo es relevante porque está lleno de mensajes
sublimes. Porque llama la atención hacia una zona, la de Cerro Hoya, que es la catedral
de la naturaleza santeña. Hacia ese ícono ambiental que está allí para
mostrarnos lo que antiguamente era nuestro entorno. El cuento es un canto a los
bosques, flores, aves y todo tipo de vida que podría extinguirse, no sólo en la Parque Natural de Cerro Hoya, sino
en el resto de la Península que amó Porras, cantó González Ruiz y ha sido la
inspiración de los hermanos Saavedra Espino, José del C.y Leónidas.
En
este día saludo a esta nueva producción intelectual de este otro paisano que al
mirar el Canajagua ve más que un cerro, de alguien que comprende la
trascendencia de la casa de quincha y que le duele, en lo más profundo de su
corazón campesino, la suerte de nuestra sociedad. Me alegra que otro santeño
también logre transmutar la cabanga y congoja en una hermosa flor literaria.
09/IX/2015
Felicidades profesor.
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