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09 septiembre 2015

EL CUENTO DE DOMINGO




1. Cavilando sobre el cuento.
Al contrario de los que ven en el cuento sólo la existencia de un género literario, me interesa explorar otras facetas. Se dice de él que es un relato corto en donde su creador hace gala de la imaginación, generalmente alejado de las descripciones en las que se privilegia la visión cartesiana del mundo.
Pienso que el hombre es, por naturaleza, un creador de cuentos. Disfruta de sazonar sus relatos con no poca pizca de ilusiones y hasta picardía popular. De hecho, las  murmuraciones pueblerinas están repletas de relatos cuyos protagonistas quedan desdibujados en el tiempo, los que luego resultan hasta irreconocibles. Por ello las leyendas proliferan en nuestras sociedades, sean rurales o urbanas.
En Los Santos el cuento siempre ha sido un relato que ha estado en el folclor regional. Desde los abuelos que los narraban a luz de Luna, hasta cultivadores más académicos y formales. Al final lo relevante radica en cómo el género logra subsistir en el tiempo, pese a los cambios sociales que distorsionan la esencia del santeñismo. Entendiendo por tal nuestro ethos sociocultural, ese estilo de vida que también ha contribuido a darle lustre a la panameñidad.
La verdad es que el cuento siempre sobrevivirá, por la sencilla razón de que ya forma parte no sólo de nuestro entorno cultural, sino, a lo mejor, de nuestra carga genética. Porque mirar el mundo ya es transformarlo y darle un sentido imaginario que se queda no sólo en la retina, sino en la percepción que los sentidos hacen de la realidad circundante. En efecto, vivir es escribir el cuento inacabado de nuestra propia biografía terrenal.
El arcano, esa parte existencial que desconocemos, incita la imaginación. Porque detrás del cuento late la magia y la religiosidad. No en vano siempre se ha hablado en filosofía que el contacto con la naturaleza creó en el  hombre una corriente que se conoce como cosmología, también llamada filosofía de la naturaleza o naturalismo. En verdad de allí al panteísmo es poco el andar,  pero estos son otros senderos
Y toda este cavilar viene a propósito de que un tableño, luego de su visita a Cerro Hoya, escribe un cuento. Así es, los pies hoyan el sacro lugar ubicado en tierras santeñas y veragüenses. Me refiero a don Domingo Díaz Domínguez, inquieto profesional de tierras santeñas.
2. Por las tierras de Cerro Hoya.
Siempre, para todo, hay una inspiración, pero de poco  sirve la musa si ésta no se aloja en un cerebro capaz de darle sentido a lo que mira,  para que quien atalaya la realidad se atreva a trascenderla. Por eso visitar a Cerro Hoya desprovisto de las adecuadas anteojeras intelectuales sólo nos lleva a avizor la flora y la fauna, así como a disfrutar del escenario escénico que ella concita.
El Parque Nacional Cerro Hoya, con sus 32,557 hectáreas, constituye el más grande reducto montañoso de la Península de Azuero, un paraíso montuoso amenazado, más que por el hacha y la motosierra, por el analfabetismo ambiental y el mercantilismo más abyecto. A ese lugar, digo, arribó nuestro amigo Domingo, santeño con alma de Quijote que además de mirar, supo palpar y sentir el alma de la zona boscosa en la que expone la riqueza natural que atisbaron los españoles a su arribo a la región que ya amaban los habitantes precolombinos. Allí en ese lugar que la naturaleza sacralizó, el profesor Domingo permitió que su imaginación volara para jugar con piratas, barcos, monjas, arrullo de olas y demás artilugios. Tal es el fundamento ecológico, histórico y sociológico que permite nacer al cuento, El Cofre de Piedra.
3. El Cofre de Piedra.
Le llamamos cuento al Cofre de Piedra, pero al leerlo se me antoja que es un híbrido, una especie de cuento, pero además novela embrionaria y leyenda colonial. Pienso que don Domingo le puso tal etiqueta a falta de mejor denominación literaria. Quizás para que no se le quedara moro el muchacho, como dice nuestro extraordinario y campestre orejano.
Y la verdad que le comprendo, porque aquí lo que interesa es el relato. Esa trama que recoge historia patria y suramericana, la que ambienta en la misma zona en la que naufragó el vapor Taboga, allá por la primera década del siglo XX, y de la que nos quedó aquel tamborito que habla de Sotero Díaz, el tonosieño que condecorara el gobierno de Francia por su labor de rescate del cónsul de la tierra de los gabachos o galos.
El cuento atrapa al  lector, porque eso de imaginar al bajel recorriendo la pacífica costa peruana, desde el sur continental hasta nuestra península, se corresponde con la historia de la región del Cubitá y el Mensabé. Por eso recordé el mapa que en el Siglo XVII confeccionaron los piratas que navegaban más allá de Punta Mala y Morro de Puerco. Porque en la cartografía que legaron se lee el nombre de la Villa de Los Santos, en la vertiendo oriental, mientras hacia el centro asuma un accidente geográfico que nominan Canajagua, el más emblemático y querido de los cerros santeños.
Vistas las cosas de esta manera, lo que queda es revisar el relato, no sólo para que al lector nadie le “eche cuento”, sino porque es un deber casi ético el conocernos, el escudriñar en lo que somos como sociedad y cultura. En especial nosotros los santeños que somos una nación y nos cuesta reconocernos como tal.
4. Más allá del cuento
Si todos los cuentos se quedaran en eso precisamente, en cuentos, el género tendría sentido pero no superaría la anécdota graciosa y hasta lúdica. Sin embargo, gustamos de ver en ellos una proyección de la sociedad y de los hombres que en ellas se esfuerzan por reflejar, a lo mejor inconscientemente, el momento que les tocó vivir
Pienso que la redacción de EL COFRE DE PIEDRA surge en una coyuntura oportuna. Ahora que la Península de Azuero, y dentro de ella la provincia de Los Santos, vive un instante de transformaciones que trastocan nuestro maltrecho proyecto de vida. Hablo de una depredación ambiental y cultural que destruye el estilo de vida que fue el norte de nuestros antepasados. Porque no se trata sólo de tomar conciencia de lo que son capaces el hacha y la motosierra, sino del derribo de valores y de símbolos, los que intentan ser reemplazados por mamarrachadas  de la peor ralea. Lo que acontece con la décima, las juntas, la pollera, las piezas interpretadas en acordeón son indicadores de descomposición social y cultural. Y todo esto sin entrar en detalles del intento de imponernos a nosotros, los santeños, una bandera carente de trascendencia histórica y de contenido cultural.
Digo que el cuento de don Domingo es relevante porque está lleno de mensajes sublimes. Porque llama la atención hacia una zona, la de Cerro Hoya, que es la catedral de la naturaleza santeña. Hacia ese ícono ambiental que está allí para mostrarnos lo que antiguamente era nuestro entorno. El cuento es un canto a los bosques, flores, aves y todo tipo de vida que podría extinguirse, no  sólo en la Parque Natural de Cerro Hoya, sino en el resto de la Península que amó Porras, cantó González Ruiz y ha sido la inspiración de los hermanos Saavedra Espino, José del C.y Leónidas.
En este día saludo a esta nueva producción intelectual de este otro paisano que al mirar el Canajagua ve más que un cerro, de alguien que comprende la trascendencia de la casa de quincha y que le duele, en lo más profundo de su corazón campesino, la suerte de nuestra sociedad. Me alegra que otro santeño también logre transmutar la cabanga y congoja en una hermosa flor literaria.
09/IX/2015



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