El Instituto Nacional de Estadística y Censo confirma que la región de Azuero tenía, en el año 2018, un hato ganadero de 303,800 cabezas. De ellas, 87 mil 900 corresponden a la provincia de Herrera y 215 mil 900 a la provincia de Los Santos. Mientras tanto, en el 2019 moraban en la provincia de Los Santos un estimado de 95 mil 540 personas, teniendo la provincia de Herrera 118 mil 865 habitantes, lo que arroja un gran total regional de 214 mil 405 habitantes. De lo dicho se colige que en la región peninsular existe más ganado vacuno que habitantes, es decir, las vacas superan a las personas en 88 mil 975 rumiantes.
Las cifras
son preocupantes, ya que al final de la década del noventa del siglo pasado,
1998, el hato ganadero regional era de 375 mil 100 reses. Sin embargo, lo que
aquí importa destacar -antes que los motivos de ese descenso numérico- es el
impacto que la ganadería tiene sobre el entorno ambiental de la zona. En el día
de hoy la península ronda el 6% de bosques, porque lo demás ha sido fruto de la
característica sabana de la zona y, además, consecuencia de la cultura
depredadora del desmonte.
La ganadería
en la península de Azuero es tan antigua como el inicio de la conquista de la
tierra, que data del siglo XVI, cuando los españoles no solo introducen el
ganado, sino que reproducen la cultura típica del sur de España, destructora y
depredadora. Desde entonces la ecuación es sencilla, más ganado menos bosques,
avance del frente ganadero y reducción de la floresta. Y menos bosques, de
paso, significa destrucción de la fauna.
Desde el siglo
XIX, con mayor énfasis, y aún antes, la creación del mercado en la zona de
tránsito incrementó la demanda de ganado, así como el estímulo a algunos rubros
de la tierra; entre los cuales está la siembra de caña, no sólo para la miel
campesina, sino para la elaboración de alcoholes y la reducción de la capa
boscosa.
En el siglo
XX la ganadería y la siembra de caña de azúcar, así como los monocultivos de
arroz y maíz, son factores que desplazan a la típica agricultura minifundista,
la reducen a expresiones ínfimas, porque el ganado y demás rubros ocupan los
espacios agrícolas, con cercados con púas que delimitan lo privado de lo
público. Y no se trata aquí de plantear una visión mefistofélica, diabólica,
del ganadero, sino que éste ha tenido que emprender su bregar sin políticas de
Estado, insuficiente asesoría técnica y carencia de planificación del
desarrollo. Así, en el siglo vigésimo, así como en el actual, se produjo lo
inevitable, la destrucción del entorno ambiental en una región que vive de
espaldas a la conservación de los ecosistemas.
El tema es
complejo, porque en el mismo encontramos entrelazados aspectos internos y
externos, estructurales y coyunturales. Como no puedo entrar, por economía de
espacio, a analizarlos en su totalidad, abordaré someramente el de tipo
cultural. En efecto, no hemos logrado percatarnos que la tala de bosques ha
creado las condiciones para deforestar la cultura -si se me permite la
expresión-, ya que el hombre típicamente agrícola, en parte responsable de la
cultura campesina, de repente se ve expulsado de la zona y su estilo de vida
lesionado en sus raíces campesinas, las que evolucionaron desde la colonia y en
menos de una centuria han sido adulteradas. Desde entonces el folklore refleja
la eterna nostalgia del ayer, congoja que sale a relucir en las décimas,
poesías, novelas y demás expresiones culturales, vernaculares o de otra naturaleza.
En la época
actual esta temática continúa casi incólume, con cambios de forma, más no de
fondo. Y esta situación también es típica del resto de las provincias
interioranas. Muy poco se plantea y poco se hace por parte de los grupos
organizados, así como de los gobiernos de turno. Mientras tanto, vemos a la
flora, fauna y expresiones culturales al borde de la destrucción, así como a una
población que sufre, en su calidad de vida, las secuelas de una relación poco amigable
con su entorno.
5/V/2022.
No hay comentarios:
Publicar un comentario